martes, 20 de octubre de 2015

Balada de un bandoneón

Historias simples
Parte II

Martín sonríe con tristeza. Caya. Se escucha el silencio. Y retoma: “Ésa es otra historia que un día te voy a contar”. Se resiste a hablar del Doble A alemán de segunda mano que le regaló la abuela Ángela lavando ropa en la estancia. Eso Adolfo, su padre, siempre se lo repetía, siempre. Y cada vez que lo nombra le resuena, como los tacos de Raquel en las baldosas del 304, modesto, meticulosamente ordenado y hecho a pulmón.
Va y viene. Se envuelve en una bufanda negra fina con flecos y se acomoda los cabellos cortos. Está por salir cuando en Jacinto Vera el sol se esconde detrás de los edificios  dejando entrar la noche. El barrio cambió mucho, me habían dicho mientras me enseñaban el apartamento y la terminal de Cutcsa desde la ventana del estudio, después de un apretado abrazo. Con la inauguración del Nuevo Centro todo “está más a mano”. Ahora pagar las cuentas, comprar la comida, ir al cine y hasta pasear cuando llueve, para ellos es sólo un paso: media cuadra y el cruce de la ancha avenida –ésa que se emperró en dar honores al caudillo Herrera– casi a la altura de los Cuernos de Batlle.

– Yo aprendí bandoneón a los 8 años–dice Martín. Pero no tenía uno propio. Y se interrumpe tras los pasos de la rubia,  para él “Negra” o “Raca”.
– ¡Negra!, ¿Precisas algo? ¿Precisas plata?
– No, no–responde con aires de mujer independiente, voz firme y potente.
– Por si no te veo–me da un beso. Ponete cómoda. Sentite como en tu casa y vení cuando gustes. Me agradece no sé qué y se apura. La modista la espera.
– A los poquitos meses que empecé a aprender ya tenía mi bandoneón–sigue Martín.
– El Doble A que te regaló la abuela lavando ropa en la estancia– insisto.
– Godoy, un vecino, me dijo que fuera a la casa a ver un bandoneón. Yo llevaba el doble A a todos lados–empezó con el cuento. “Estaba cero kilómetro y me lo regaló. Yo no quería pero tanto insistió… Como empecé a usar ése, el Doble A lo dejé en su casa y Godoy lo mando a afinar sin avisarme. Al tiempo nos juntamos a comer un asado y me dijo que  fuera a buscar el bandoneón, que estaba pago. Y vos sabes que me vino una cosa”. Se lleva la mano al pecho y se muerde los labios. “Qué voy a ir a buscarlo si habían pasado dos años”. Pero “no lo deje porque tenía este”, se excusa con un dolor como el que una madre siente al perder a su hijo. “Lo de Godoy estuvo mal, pero lo mío fue un desastre. Sentí que había perdido parte de mi vida”. Las palabras de Adolfo seguían resonando en su cabeza, aun en ese abrir y cerrar de ojos en que hizo sonar el fuelle como para desquitar tanta bronca e impotencia de aquel descuido, con un tango que no distinguí pero que bien podría ser Tristezas de un Doble A, si no fuera porque a Martín le resultan difíciles los acordes de Piazzolla.

Un tango de los que tocaba en las quermeses en Cerro Chato, Guichón y otros pueblos cuando los hombres bailaban con los paisanos. A las quermeses iba con la madre.  Por eso el padre lo aceptaba. Su madre, que en agosto cumplió 105 años, siempre lo apoyó con la música. Aunque nunca supo que la fama con el Doble A la adquirió en un cabaret sanducero con el Cuarteto de la Armonía. Y menos que menos Adolfo.
– Y cómo fuiste desarrollando tu oficio de mecánico tornero entre medio de la música.
– La carrera la eligió mi viejo. Después, cuando empecé a estudiar me gustó, pero tu padre te marcaba el paso. Y donde dijera que no, te daba un cachetazo que te daba vuelta la cara.
Cuando sonaba el timbre de salida de la Escuela Industrial Martín, con 13 años, se iba a un taller a mirar y aprender. Así lo ordenaba Adolfo. Lo ponían a barrer mientras robaba el oficio, y de la cantora salía la voz de El Mago. “Un día entró un paisano flaco y alto, de bombacha y botas. Me llevó a trabajar con él como tornero”, narra ahora a lo lejos. Vuelve de la cocina con una botella verde y otra marrón cuando la puerta del apartamento se abre.
 “¡Volví!”, pega el grito la rubia que lo banca hace 42 años. La que le dio dos hijos y miles de empujones para afinar el bandoneón cuando se jubiló a los 60, después de dejarlo juntar polvo durante 13 años por producir esas botellas para la brasilera Brahma en la Fábrica de Vidrio del Cerrito de la Victoria, y ajustar tuercas y tornillos y rulemanes y casquillos de bronces. Tenía 25 años cuando empezó, en el ’70. El mismo año que se mudó a Montevideo. Toda una vida, piensa en voz alta.

***
“¡Un aplauso! ¡Un aplauso para Martín que siempre nos alegra con la música!”, aplaudía en cada reunión, cumpleaños o aniversario su suegra. Lo agarrábamos para el chiveo, suelta Raca, que aparece con termo y mate debajo del brazo y un bizcochuelo esponjoso de vainilla que hicieron sus propias manos. “Le pedíamos una ranchera, un tango. Hasta la Lambada”. Martín tocaba lo que viniera.
En 2009, le sacó chispas al bandoneón frente a miles de personas en el Teatro Solís invitado por Clowns sin Fronteras, la ONG francesa que lleva sus espectáculos por el mundo donde hay pobreza, exclusión y hasta guerras. Pascal Wyrobnik, pilar del clown, es el yerno de Martín. Hace unos años, -la memoria de Martín es muy mala- fue con ellos también al Le Grand Rex de Francia. Allí toco La Cumparsita delante de casi 28.000 personas. Y en la sala Zitarrosa Martin Tejera del Cuarteto Ricacosa lo presentó como “uno de los mejores fuelles de Montevideo”. A Martín esos recuerdos le hacen poner la piel de gallina. Y a Raca le brota el orgullo por los poros mientras busca en la computadora la grabación con el cuarteto. La quiere revivir.
Pero “te voy a decir una cosa”, aclara con el índice y el pulgar derechos formando un circulo que baja y sube en el aire, y muy seria: “Cuando lo conocí a Martín, el tango no existía para mí. Lo odiaba y ni siquiera había visto un bandoneón de cerca”.  Escuchar a Troilo para Raca era una tortura, dice cuando el círculo desaparece y su mano izquierda se apoya en la frente, los ojos se le cierran y la frente se le arruga. Ahora la rubia asegura que sabe más ella de tango que el propio Martín. Los reconoce a todos y quién los toca. A los pocos años que lo conocí –sigue Raca con su historia– dije que no era hombre para mí. Me superaba que fuera posesivo, dominante, celoso. Pero es buena persona, es todo lo contario a lo que soy yo. Nos complementamos, dice la mujer que también fue una obrera de fábrica. La de alpargatas, ubicada frente al –ahora moderno y casi shopping– Mercado Agrícola. Martín y Raca llevan 42 años juntos. Como toda pareja, tuvieron momentos malos y buenos. Pero ella asegura que si la relación se pone en una balanza, todo está equilibrado.
– Mira que yo tampoco soy perfecta– me guiña un ojo y me convida con otro amargo. Ya no hay vuelta, vamos a envejecer juntos– le dice, ahora, a Martín.
– Ah sí, ahora aguántame– retruca él.
La rubia le da mano, él le toca la rodilla, con la otra sostiene su alma: el bandoneón. Y ríen juntos como tantas cosas que vienen haciendo desde el 73’, con el tango siempre en las venas.

Martín Luna, en su apartamento de Jacinto Vera. Junio, 2015.

 Entrada relacionada:
**Balada de un bandoneón, primera parte:

No hay comentarios:

Publicar un comentario