Todavía recuerda el silbido del tren. Y el sol
rebotando en su rostro, aún dormido, contra la ventana. Corría 1958. Teresa
viajaba todos los días a Montevideo a estudiar. Es que en Isla Mala no había
liceo. Nació y vivió allí siempre. Un pueblito de pocos pobladores –inmigrantes
la gran mayoría por aquellos años– ubicado a 20 km de la capital floridense y construido
a ambos lados de la vía.
El pasaje del tren avivó a un tal Ramón Álvarez quien
compró una gran extensión de terreno y lo dividió en parcelas. Lo vendió y así
comenzó el poblamiento. Hoy son cerca de 1800 habitantes en la zona urbana, y en
el campo hay otros tantos que sobreviven del establecimiento del tambo. En
total son cerca de 3000 que, de tanto en tanto, cruzan la estación. La que se
instaló en 1883 cuando el ferrocarril se extendía hasta Florida, y cuando el
pueblo ya tenía otra identidad, otro nombre. Al que los viejos habitantes se
niegan. El 25 de mayo de 1874 el pueblo pasó a llamarse Villa 25 de Mayo.
En los montes aledaños al arroyo cercano al pueblo,
se refugiaban matreros de mal vivir, cuenta Teresa, que atacaban a los
paseantes y a los trabajadores del ferrocarril. De ahí el nombre que adoptaron los
ingleses, primeros pobladores. Esa es la versión primaria del por qué Isla Mala,
pero hay muchas, coordinan varios de los que viajan en el tren rumbo a
Montevideo al Teatro Solís, algunos, una buena mayoría, por primera vez.
Italianos y españoles aprovecharon la proliferación
del granito que había en la zona. Y los franceses fundaron bodegas que dieron
frutos, pero jamás las repercusiones del granito. Por el granito se conoce el
pueblo. Es que las primeras calles de la capital se empedraron con ese granito,
dice Teresa con un orgulloso que le brota por los poros. “Hasta el Palacio
Legislativo tiene nuestro granito”, sonríe y abre bien grande los bochones
claros. Con razón de esa explotación varios laburantes se afincaron en Las
Canteras, un barrio separado de la Villa. Y así nació la disputa, relata la veterana
jubilada de la docencia hace una punta de años. La gente “de la parte superior”
o la más alta, donde está la iglesia, eran familias emparentadas que no querían
llamar al pueblo 25 de Mayo. Pero ahora, sigue con el cuento, con la
construcción de la segunda cooperativa de viviendas MEVIR (la primera se
edificó en 1989), el pueblo es otro. Todo está más unido. Incluso hay quienes le
disparan a esa disputa porque, piensan, el nombre es lo de menos. Para saldar
esa discordia un comerciante bautizó su tienda –un bazar en los que se
encuentra de todo, próximo a la estación– como Isla de Mayo. Y todos contentos.
La
estación, las vías. Todo girar alrededor de la máquina del tiempo que ahora
chifla cada muerte de un obispo. El tren era fundamental, dice Teresa. Es cómodo,
más espacioso, tiene más ventilación, es más saludable y accesible a los
bolsillos de la gente del pueblo. La nostalgia se le viene encima. La memoria
le trae aquellos años del primer ciclo de secundaria en Santa Lucía y el
segundo en Florida, y las corridas para alcanzar el último servicio de la
locomotora a las 20.30. Y no había tu tía.
Teresa
no recuerda cuándo el tren de pasajeros dejó de funcionar y no sabe por qué. Quizás
no era rentable, calcula, y las vías no
estaban en condiciones, sospecha más al recordar que en algunos tramos el tren
pasaba lento, muy lento.
Ahora
Isla Mala –o Villa 25 de Mayo como prefieren llamarle los más jóvenes– tiene una
escuela pública, una CAIF, enfatiza Teresa con tono como se si tratara de una hazaña.
Y un liceo que enseña hasta sexto año y cuenta con distintas orientaciones,
agrega. Y como todo pueblo tiene un par de plazas, una iglesia (en la plaza principal)
construida por los propios inmigrantes a fines del siglo XIX y principios del
XX, revestida de piedra y chiquita, de cimientos poco rebuscados y sin la
majestuosidad que engalanan a las de las grandes ciudades, imagino. Hasta puedo
ver a un par de veteranas orándole a ese Cristo en madera por el porvenir del
pueblo, se me ocurre, mientras sigo las manos de Teresa en el aire y afino el
oído para entender su voz que de a ratos se eleva porque el ruido del tren y la
fiesta que hay en cada vagón se emperra en que la conversación se entienda poco
y nada.
Es
que el pueblo carece de ciertos servicios que mejoren la calidad de vida: un
shopping, una heladería, un gimnasio,
una plaza de deportes, un hogar de ancianos, una ambulancia que ande, una
terminal de ómnibus, oficinas estatales… Mencionan niños, jóvenes, veteranos y
no tan veteranos. La lista es larga. Son muchos los que sueñan con todo eso,
con un pueblo mejorado. Es que “tenemos que ir a Florida a pagar recibos, con los
gastos que eso implica y la pérdida de tiempo”, ejemplifica Teresa. Para llegar
a la capital del departamento hay que atravesar 20 km durante más de media hora.
“OSE tenía hace dos meses una oficina y
cerró”, detalla ahora. Y “de UTE jamás
hubo”. El problema es que “no han habilitado a los comerciantes que tienen
lugares de pago”, se lamenta quien fuera testigo de cuánto cambio hubo en el
pueblo. Pero Teresa desea, por lo que Dios más quiera, la resurrección del
aquel silbato, de las ruedas girando por las vías.
La mayoría
de los pobladores de Isla Mala –o 25 de Mayo, según quien haga el cuento–viaja
poco a Montevideo. La mayoría de los niños ni siquiera conocen la capital del país.
Los paseos con la escuela es (casi) la única posibilidad que muchos de ellos
tienen de salir de ese interior profundo. Los mayores conocen más porque en la
época de trenes se viajaba seguido. Poder llegar al Solís “es una maravilla”,
dice Teresa cuando las ruedas chirrían en las vías y el tren se detiene. “Es
una oportunidad excelente que todos van a valorar muchísimo”. Y el ferrocarril
chifla, ahora, anunciando que llegó a destino donde luego se levantó el telón.
Ése fue otro viaje. El que hicieron un sábado de noviembre. El que persistirá
en las memorias y cientos de celulares, el que dentro unos años muchos contarán,
ése sí, como una gran hazaña.
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