Era la primera vez que ella
viajaba en tren. La comían los nervios a pesar de su inexpresión. Escuchaba las
ruedas sobre los rieles, miraba atónica el paisaje en ese recorrido de campo y
muros grises añejos y unas nubes entre
un cielo limitado por la ventanilla que divisaba un horizonte apenas.
Vaya uno a saber qué esperaba de
ese pueblo en el que sólo había un par de hamacas, una panadería, unas diez calles de pedregullo, a lo sumo (aunque
no las contó) y eran perfectas para
patear piedritas (aunque tampoco lo hizo), un bar en el que dos gatos runruneaban
en las sillas para los visitantes y se movían siguiendo el sol y un par de
hombres acodados a la barra con whisky y cañas en vasos sucios de huellas y
falta de agua. Y cruzando la calle principal, la única importante del pueblo y
la misma donde deja el tren, un sauce que daba sombra cuando el sol se ponía
rabioso, y un río. Allí pasó la tarde juntando, ahora sí, piedritas,
acariciando el pasto y los yuyos, zafándoles a los mosquitos, adorando el cielo
y sus pájaros, haciendo formas y figuras en su mente con las nubes que iban de un lado a otro y era
lo único que se movía en ese pueblo (al menos por esas horas desde el mediodía
hasta la tarde) en el que las siesta parecía eterna y ni siquiera los fantasmas
daban señales.
Tren a 25 de Agosto, Florida.
Uruguay. 2013.
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