jueves, 25 de octubre de 2018

El viaje al pueblo fantasma


Era la primera vez que ella viajaba en tren. La comían los nervios a pesar de su inexpresión. Escuchaba las ruedas sobre los rieles, miraba atónica el paisaje en ese recorrido de campo y muros grises añejos y  unas nubes entre un cielo limitado por la ventanilla que divisaba un horizonte apenas.

Vaya uno a saber qué esperaba de ese pueblo en el que sólo había un par de hamacas, una panadería,  unas diez calles de pedregullo, a lo sumo (aunque  no las contó) y eran perfectas para patear piedritas (aunque tampoco lo hizo), un bar en el que dos gatos runruneaban en las sillas para los visitantes y se movían siguiendo el sol y un par de hombres acodados a la barra con whisky y cañas en vasos sucios de huellas y falta de agua. Y cruzando la calle principal, la única importante del pueblo y la misma donde deja el tren, un sauce que daba sombra cuando el sol se ponía rabioso, y un río. Allí pasó la tarde juntando, ahora sí, piedritas, acariciando el pasto y los yuyos, zafándoles a los mosquitos, adorando el cielo y sus pájaros, haciendo formas y figuras en su mente  con las nubes que iban de un lado a otro y era lo único que se movía en ese pueblo (al menos por esas horas desde el mediodía hasta la tarde) en el que las siesta parecía eterna y ni siquiera los fantasmas daban señales.



Tren a 25 de Agosto, Florida. Uruguay. 2013.

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