sábado, 30 de diciembre de 2017

Celebrar la vida

Otro año. De crecimiento, de porrazos, de levantadas y subidas, de encuentros y desencuentros, de reconciliación y perdón, de aprendizajes, de penas y tristezas, de alegrías y sorpresas, de elecciones y oportunidades, de sacrificios y resistencia, de fuerza, de desafíos y logros y fracasos. De aceptación y sanación. De amistades y abrazos. De sueños y proyectos. De enseñanzas. De amor. Porque de todo eso está hecha la vida.


sábado, 23 de diciembre de 2017

Ese momento en que el sol cae, despacito

“La vida es como un trompo
la vida gira como todo gira
y tiene colores como los del cielo.
La vida es un juguete…”


Líber Falco



Montevideo. Diciembre, 2017.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Aquellos pelos


–Val-de-rra-ma –me deletreaba mi viejo.
 –¿Valderana? – insistía yo.
–No. Valde- como el balde que mamá usa para lava la ropa pero con v corta, y rama como la del árbol. Como va en el medio la r suena dos veces, me explicaba papá con toda su paciencia.
–Haber, repetí: “Rr; rr”

No había caso. Pronunciar la doble r era casi imposible para mí. Me patinaba el frenillo. De más grande supe que se llamaba frenillo. La francesita, me decían muchos con espíritu burlón.
Que eso es de machos, me decía el viejo cuando me veía patear o abrirme de piernas y pararme firme con las dos manos apoyadas en las rodillas. Casi siempre me enchufaban en el arco. Una reverenda cagada. Uno, dos, tres, cuatro goles y me la clavaban en el ángulo. Mis hermanos me miraban como Tom a Jerry cuando no podía atraparlo y me querían agarrar de los pelos. Y sí, tenían de sobra. Pero si quería jugar me la tenía que bancar. Lo prefería antes que ponerme tacos y polleritas y pelucas y pintarrajearme y salir reboleando las caderas por un escenario invisible con la mirada fija hacia el centro, primero, y hacia los costados después, hacia un público y un jurado imaginarios. Hacerse las modelos era lo máximo para Vivi, la vecinita de enfrente y Paty, la de al lado, mis amigas.
También prefería el futbolito o el metegol, esos jugadores cuadrados de cartulina, con fondo violeta si era Defensor o la diagonal negra si era Danubio.  

Con esos pelos. Cuando el viejo me mostró quién era Valderrama lloré una noche entera. Y no pateé más la bola. Así me apodaron mis hermanos y sus amigos. Se cagaban de risa los muy hijos de su madre. La mía. La que me cepillaba fuerte y me hacia dos colitas –hasta  dejarme los ojos como un chino– para evitar cuanto piojo circulaba en la escuela. Mis rulos indefinidos y rebeldes y crespos y voluminosos, fueron su peor pesadilla.
Mi sueño del fútbol se desplomó. Y para fortuna del viejo y desgracia de Vivi y Paty, opté por las maestras. La mejor forma que encontré para vengarme por tantos desfiles de moda y maquillajes que no me identificaban. Me llamaba René y era mala. Bien mala.

Con el tiempo, la pesadilla fue mía también. Me llevó años darle forma y personalidad a los rulos que mi madre cepilló durante catorce años hasta achinarme los ojos. No había crema ni shampoo que domara aquella melena voluminosa que me asfixiaba la nuca en verano y me hacía pasar frío en invierno porque pasarme el secador era quedar como la Leona de la Metro. Así me decía mamá. Entonces prefería cagarme de frío nomás.

Hasta que opté por terminar con el problema cuando el 13 de octubre de 2011, lo esperé a quien fuera en ese entonces mi grandote, con la tijera en mano para definir la idea que me rondaba en la cabeza durante meses. Fue un antes y un después. Después recordamos aquellas tardes de mate amargo cuando al acostarnos, mis pelos caían sobre su rostro. Y cada evocación del pasado le traía a él mi imagen con aquellos pelos. Y vos con aquellos pelos, me decía.  Con esos pelos.




** Publicada en el libro Contrabando de TIRO & FUGA. Fondos Concursables MEC. Noviembre, 2017.


sábado, 16 de diciembre de 2017

viernes, 15 de diciembre de 2017

martes, 12 de diciembre de 2017

El señor que afila para el asado del domingo

La cuidad y los otros

El tipo va pedalenado de calle en calle, de barrio en barrio, de pueblo en pueblo. Conoce el país gracias al oficio. Un oficio en extinción. Pero William Bentos es uno de los casi diez afiladores de Montevideo que se emperra día a día en que eso no suceda. Aunque asegura que sólo tres o cuatro viven de sacarle filo y brillo a cuánta tijera y cuchilla se les cruza en el camino.

Sonó el silbido. El que anuncia su llegada, su paso por el vecindario. El que rompe el silencio de la mañana de domingo en Ciudad Vieja (además del de los pocos bondis que trasladan a otros destinos). El que brota de sus labios y resopla en un pequeño instrumento que se parece a una armónica pero él prefiere llamar flauta. Es un flauteo, dice con la soltura de un hombre que conoce la calle más que la palma de su mano. Por culpa del flauteo le sangraban los labios cuando apenas sabía de aceros y fierros, y la bicicleta se le trancaba y los dedos se le acalambraban de tanto afirmarse a la afiladora y los nervios de principiante le hacían cortarse los dedos, todos los dedos. Cuando la adolescencia se le pasó en un abrir y cerrar de ojos y tuvo que encarar la vida. Por el ochenta y seis. “Pero le agarré la mano enseguida”, desafía el veterano no tan veterano de aventuras filosas. Es que lleva una vida de afilador. El tiempo que su país lleva de democracia. Y paradójicamente, mientras los exiliados regresaban, William no tuvo otra opción que agarrar lo necesario y marcharse, cruzar la orilla con una mano atrás y otra adelante. No había trabajo. Podía haber cruzado la frontera de Brasil, haber conocido una garota, enamorarse y tener trillizos. Terminar de electricista, de carpintero, de camionero. Pero nada es casualidad, dicen. El destino está marcado. El suyo era Buenos Aires.

¡Clarín, La Nación, diarios!, gritaba William en los trenes de Once para ganarse la vida. Allí conoció a Antonio, sin saber en ese entonces, que sería un pilar fundamental en su vida. Antonio fue su patrón, su maestro. Un viejo desvastador. Así se le llamaba a los afiladores. Antonio le enseñó el oficio (de origen español) con la condición que volviera a su país en 2 años. Es que él tenía ya la maldita experiencia de vivir veranos, primaveras, inviernos y otoños, alejado de su país. Antonio se reía cuando los labios de William sangraban. Ya te vas a acostumbrar, le repetía con aquel tono manso que caracterizaba al europeo cuando los trenes se desacomodaban y había que rebuscárselas. Qué hubiera sido de William si el descendiente de gallegos, que afiló cuchillos hasta que la guerra de España le permitió y luego pasó de ser un simple vendedor a canillita, no le se hubiera cruzado en el camino. Ni él lo sabe. Pocas veces lo pensó. Pocas veces lo imaginó.

Son las diez. Wiliam ya hizo trescientos pesos en apenas una cuadra.
– Cuánto sale afilar un cuchillo– le pregunta Adrián, un joven de jopo y jeans con cadenas. 
– Cien, amigo.
– Esto es así, viste. El trabajo viene solo. Te ven, te preguntan y cuando te querés acordar te piden que la próxima vez les toques timbre– dice mientras Adrián sube al tercer piso del último edificio de la cuadra, en busca del cuchillo artesanal con estuche de cuero que brilla de piedras preciosas.  
– “Es un regalo de un amigo”– aclara después el chico punk.
Siempre se engancha alguno en zonas como éstas donde los afiladores somos uno, dos, asegura mientras sus piernas giran en círculo y las manos de piel seca, degastadas y uñas negras, maniobran el cuchillo como Luisito Suárez con la pelota de un pie a otro, y le sonríe a las hijas del punk. William ya no mira la afiladora cuando saca chispas como hacía en el ochenta y ocho, cuando afianzó el oficio ya instalado en el Montevideo de cambios y augurios, después de una larga y terrorista dictadura. Promesa cumplida y el español loco de contento. A William la experiencia le sobraba, pero tuvo que hacer de tripas corazones para afianzarse como afilador.

– Tuve problemas con mucha gente, sobre todo con mi propia familia que me denegó–. Pero no hay cosa más linda que ser afilador, sigue. Te da bien para vivir, tenés tus horarios, vas a donde te pinte. A Pocitos, Buceo, Carrasco, Malvín, el Borro, Manga, Cuarenta Semanas, donde sea. En los barrios “bajos” es donde más se labura. “De repente no cobras el mismo precio, pero entro ahí, hago la plata necesaria y me voy”. Y en los barrios “pitucos” se trabaja muy bien. Allí William tiene su clientela. Otra gente, dice. Un mundo aparte. Allí William toca timbre y avisa: “¡El afilador!”. Le abren, pasa bicicleta adentro y la propietaria o, generalmente, la bolita o peruana que hacen lucir lo ya lujoso, le piden que vaya a la cocina y busque la cuchilla. La confianza es de años. Y esa misma va pasando de boca en boca, de puerta en puerta. William no usa tarjetas para entregar con su nombre y número de teléfono. Lo hizo en una época pero ahora los clientes la tiran. Además, “demasiado tenemos ya con andar con recibos de ute y ose para poder pagar y todavía con tarjetas arriba”, se ríe con sin la sin deshonra por el par de dientes delanteros que no tiene.
En Pocitos o Carrasco los dueños de casa miran que el rostro del hombre que silba sea el de siempre. Si no, esperan. Tarde o temprano William llega.

–Por qué una de las cuchillas hay que ponerlas en la heladera– le pregunta el Rana después que hizo afilar una de las suyas. Se refería a la de mango blanco.
–Porque esa cuchilla está hecha para los barcos pesqueros. Ellos trabajan con hielo. El fierro que está del lado de abajo es para trabajar con el frío. Si lo pones en la heladera se afloja el material y queda bien finito y la cuchilla trabaja bien.

“Secretos de oficio”, me guiña el ojo ni bien el flaco pega la vuelta para seguir con el medio tanque y el tinto en la vereda. “Si te afirmas en la piedra, quemas el filo y la cuchilla pierde el acero”, explica el sabio de fierros y aceros y metales y marcas y procedencias que ahora no se corta ni por jodete. No es lo mismo una Toledo o Tres Claveles que una Solingen. Pero, “si la doña me trae un cuchillo de trece mil pesos y lo lava siempre con agua caliente, es lo mismo que la nada”. “Mentira que la cebolla desafila”, asegura moviendo el índice. El agua caliente destempla el cuchillo, su fortaleza, y ya no es el mismo. Por eso los campesinos después de usar el cuchillo para comer la carne, lo pasan por el pan y se lo guardan. “Esos son un espejismo como cortan”.  O si no, sigue el cuento de la doña (y tanto uruguayo), usa el mismo cuchillo para cortar la verdura, el  schaet de mostaza, el de shampoo y hasta la triste hoja de la plantita que ruega agua, pero fría. “Como va a cortar bien el cuchillo si lo tenés de multiuso. ¿Sabes qué es lo peor? Que lo primero que dicen es: ‘El afilador me jodió’”. Pero están las otras doñas que cuando lo ven le dicen: ‘Ah, cuando yo era chica y escuchaba el afilador’. “El reconocimiento es de las cosas lindas que dejan este oficio”, afirma con la cabeza.  

El silbido rompe el silencio nuevamente. Se prende al mosquito con la agilidad de un botija, pero sin usar el motor. Ése lo hace laburar sólo para llevarlo a su casa. Para los afilados prefiere el pedaleo porque sino el bichito le pesa demasiado. Pega la vuelta en el último rincón del barrio, cuando Cerrito ya no es Cerrito sino Lindolfo Cuestas. Se pierde de vista.  El flauteo suena más débil. Seguro una vecina le hizo señas y va por más filos que dejarán las cuchillas perfectas para el asado del domingo. 



** Publicada en el libro Contrabando de TIRO & FUGA. Fondos Concursables MEC. Noviembre, 2017.

sábado, 9 de diciembre de 2017

La calle de nunca en domingo

“…Calle Yacaré
calle de nunca en domingo
a no ser, cuando entran barcos
polacos, chinos o gringos

(…)

Calle Yacaré
chico, piano y repique
que puede ser
Calle Yacaré
Calle Yacaré
candombe y gramilla
frente a los cafés…”


Roberto Darvin

Calle Yacaré, Ciudad Vieja. Montevideo. Diciembre, 2017.


Le llaman Circuito Artesanal Turístico y se instala en la peatonal Yacaré de Ciudad Vieja. Una de las primeras calles que pisan los turistas cuando bajan de los grandes barcos. Por eso comienza con la temporada de cruceros, donde varios artesanos tienen la oportunidad de comercializar sus productos y mostrar la artesanía nacional como actividad productiva y cultural. Ayer, en las primeras horas de la tarde,  el intendente Daniel Martínez inició el recorrido por Yacaré, después por Piedras, como para dar comienzo a esta época en que miles de latinoamericanos (negros y blancos) y gringos y yanquis se vislumbran con nuestras tierras mientras los uruguayos laburamos más de la cuenta –y también nos distendemos, porque vienen las fiestas (aunque odiadas por muchos), las vacaciones, la playa, el sol, la arena, el mar y esos aires–. Entonces sonaron los tambores, y hasta los borrachos se prendieron al ritmo del candombe. 

miércoles, 6 de diciembre de 2017

La mismísima miseria

Calle Andes. Montevideo. Diciembre, 2017. 


Camino por el centro. Llego a una esquina, miro hacia un lado y hacia otro. Cruzo el semáforo en amarillo trotando porque en tres minutos pasa el 148 que debo tomarme, pero lo pierdo. No por la torpeza de mis piernas ni porque esta vez el bondi va adelantado. Una imagen me detiene. Me paraliza. Frente a mis ojos, la mismísima miseria (por no decir la mismísima mierda). Eso es lo que pienso. Y me acuerdo de los seis, siete, ocho (perdí la cuenta) tipos que vi durmiendo en la calle, en el recorrido de doce cuadras que hice el día anterior, algunos también entre la basura. Y qué país (tan chiquito el nuestro). "Qué tristeza la pobreza", cantaba Zitarrosa. Qué miseria. Y qué mierda.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Derribando barreras

“Elijo no poner ‘Dis’ en mi capacidad”, se leía en la parte de atrás de varias remeras blancas que vestía un grupo de personas que, ayer, junto a otros tantos, caminaron por la avenida 18 de Julio, desde la explanada de la Universidad hasta la Intendencia de Montevideo, en la 6ta. marcha de accesibilidad e inclusión.




viernes, 1 de diciembre de 2017

domingo, 26 de noviembre de 2017

Pichón de gorrión

“Cuando comience a cantar
habrá mucho silencio aún entre
su música
será posible comprenderla
pero después muy lentamente
la música crecerá
y en el ardiente mediodía
en el mediodía inmenso y furioso
el pájaro y quien le seguía
habrán desaparecido”.

Raúl Gustavo Aguirre
[De El silencio de los pájaros, 
de Horacio Cavallo]

Bello Horizonte, Canelones. 2015.

viernes, 24 de noviembre de 2017

El mate de cada día

Mural realizado por el Jardín 291 y el Taller Bilú. 
Centro, Montevideo. Noviembre, 2017. 

sábado, 18 de noviembre de 2017

La yapa de siete

El desafío llegó a su fin. Y en la red social siguen transitando los chismes, los encuentros, las noticias, los eventos, las novedades más bizarras y hasta las más interesantes, los amores (el de parejas, el de madre a hijo y viceversa, el de los amigos reales), los chismes, si fulanito está con menganita que es amiga de una amiga de la otra amiga que a su vez es amiga de mí amigo y de otros amigos, del pedo que se tiró sultanita en la rambla o en el parque, en la plaza o la playa; la luna, el sol, la muerte, tantos nacimientos, la información, la política, las banderas, la crónica roja, el sensacionalismo, el humor, el chismes (siempre el chisme), la poesía, el cine, el teatro, la escritura, la literatura, la fotografía, lo público y lo privado, la vida misma, el dedito para arriba, lo nuevo (lo visto y lo aún no visto) y millones de publicaciones que le quitan tiempo a uno si las siguiera al pie de la letra y como la red demanda. Y en el desafío quedaron decenas de imágenes afuera.  Entonces, otra, una más, la última.

Día 8: 
La yapa

El interior


martes, 14 de noviembre de 2017

sábado, 11 de noviembre de 2017

Primero de siete

Uno de mis amigos de esa red social por la que hoy transita todo –las alegrías, las tristezas, los chismes, los encuentros, las noticias, los eventos, las novedades más bizarras y hasta las más interesantes, los amores (el de parejas, el de madre a hijo y viceversa, el de los amigos reales), el chisme, si fulanito está con menganita que es amiga de una amiga de la otra amiga que a su vez es amiga de mí amigo y de otros amigos (por ese medio somos como Roberto Carlos: todos tenemos un millón de amigos), del pedo que se tiró sultanita en la rambla o en el parque, en la plaza o la playa; la luna, el sol, la muerte, tantos nacimientos, la información, la política, las banderas, la crónica roja, el sensacionalismo, el humor, el chismes (siempre el chisme), la poesía, el cine, el teatro, la escritura, la literatura, la fotografía, lo público y lo privado, la vida misma, y en la que todos estamos pendientes del dedito para arriba y lo nuevo ( lo visto y lo aún no visto) y millones de publicaciones que le quitan tiempo a uno si las siguiera al pie de la letra y como la red demanda– me invitó a un desafío fotográfico. Las reglas: siete días, cada día un post de facebook de una foto de blanco & negro de mi vida. Sin gente. Sin explicación. Después, cada día, el desafío es desafiar (valga la redundancia) a alguien más, a que se una al juego.


Día 1: 

La Pesca


viernes, 10 de noviembre de 2017

domingo, 5 de noviembre de 2017

viernes, 3 de noviembre de 2017

miércoles, 1 de noviembre de 2017

La niña que nombró Viglietti

“Borra infancia
aprendiendo en bellas artes a crecer,
con pechos de rosales sin espinas,
agua marina,
Anaclara…”


Daniel Viglietti

Anaclara.


Hacía años que ellos estaban juntos. Mi amiga Naty y Rodolfo fueron de esos que se hicieron noviecitos en la escuela y después siguieron y siguieron. Se hicieron grandes, pelotudos en verdad, y el amor fluyó, cada día, como una nueva conquista. El noviazgo transcurrió entre idas y venidas por las distancias. Ella se fue a estudiar a la capital y compartió apartamento y (experiencias) con más amigas, él vivió un poco con sus padres y otro poco con amigos, hasta que el tiempo hizo que se reencontraran. Entonces compartieron techo, llaves que abrieron las mismas puertas, cama, mesas con almuerzos y cenas, y hasta cepillos de dientes. El amor tomó la forma cotidiana y el proyecto de una cosa y otra y otra. Y de los sueños. Pero la vida les jugó una mala pasada y los separó de nuevo, sólo por distancia. Él se hizo ingeniero, trabajó acá y allá, cruzó puentes, ríos, campos. Ella lo siguió, sólo a veces, porque terminó su carrera y consiguió trabajo en la otra punta del mapa de donde estaba él. Ahí es que el amor tomó potencia. Se extrañaron como nunca y viajaron miles de kilómetros para verse una hora, dos, un día. Y así, medio a la distancia y en los ratos cortos pero intensos, transformaron ese  sueño en familia. Entonces llegó esa nena, que ya camina hace rato, y mi amiga le dio nombre por esa canción que escuchó hasta el cansancio por su incondicionalidad a Daniel Viglietti. Y le dio otra forma a ese amor que nació cuando Naty y Rodo eran gurisitos y, a esa altura, se sabían de memoria, a pesar de la distancia, las idas y venidas.  Anaclara.

lunes, 30 de octubre de 2017

El arte de los niños



  Después de lo aprendido en el Taller de Arte y Plástica Bilú, varios niños del Jardín de Infantes 291, junto a sus padres y maestras, pintan un muro para embellecer la ciudad en la esquina de Canelones y Andes. Montevideo. Octubre, 2017.


lunes, 23 de octubre de 2017

sábado, 21 de octubre de 2017

jueves, 19 de octubre de 2017

Los abuelos de la nada

Libertad está triste. Sus ojos brillan. Están paralizados en el vidrio, en el aire o en algún punto del otro lado del ventanal. En lo verde del jardín, en la margarita marchita, en el muro blanco lindero, en el banco de hormigón. O en la nada. Afuera las nubes amenazan con desparramar una tormenta. Por lo fresco de esta primavera rebelde. El invierno no quiere irse y Libertad lo siente en esa espera interminable. Desde las siete en que en Rossana la despierta con el café con leche, el pan con manteca y un pañal nuevo, hasta que el sol desaparece detrás de la casona residencial donde vive hace ocho, nueve, diez años –no recuerda– ella espera. Es que el tiempo pasa y uno no se da cuenta. Acá todo se detiene, dice. Hay que arrimarse y poner el oído a la altura de su boca para escucharla. Hace unos meses su voz sonaba fuerte, pero a Libertad la está matando el desgano, asegura Rossana en una de esas vueltas que le da cuidadosamente sobre la cama para ajustarle el pañal y ponerla coqueta para la visita. La de su hija, la de su nieta. La de ambas. 

Una hora, nada. Dos, nada. Se hicieron las cuatro, merendó y nada. No es la primera vez que pasa, pero bueno, hay que seguir, dice Libertad con una mueca que le revela los dientes pero no se parece a una sonrisa. Hace meses que Rossana no vislumbra un gesto de entusiasmo en esa abuela que ve a su familia gracias a las fotos. Una joven morocha y de dientes blanquísimos, con los mismos rasgos, la abrazó en algún momento. Un bebé con el torso desnudo y pañales como ella, le sonríe desde un corralito. En otra pared, la Virgen de Fátima la protege. En la cabecera de la cama el Sagrado Corazón de Jesús le pide que confíe. Entre las fotos, las agujas del reloj se mueven. El tiempo pasa y uno no se da cuenta, repite Libertad con la vista clavada, ahora, en la flor marchita.

En el pasillo que une la sala de estar con la de la pileta donde Gladys friega noventa platos, noventa vasos y ciento ochenta cubiertos, en ese rincón donde no entra la luz del día por ventana alguna y los empleados marcan tarjeta, Carmelita ojea revistas. Una Caras y Caretas de cuando los porteños deliraban y las calles bonaerenses vestían banderas y santos por doquier porque Francisco asumía como Papa; una Gente que muestra a Marcelo Tinelli de vacaciones por alguna ciudad yanqui, una Sábado Show que exhibe al famoso fulano que se casó con la sultana, y a la actriz de la novela que atrapa a Carmelita por las tardes, y se juntó con un mengano. En esas páginas se detiene, porque mira, mirá, qué bonita es, qué cuerpo tiene y actúa tan bien, le dice Carmelita a Gladys y se ríe, sin dejar de estar pendiente de que suene el teléfono verde de disco que está en la mesita ratona, pegado a ella. Dos horas lleva Carmelita esperando que ese aparato suene. Es que me va a llamar mi hijo, suelta con una ilusión del tamaño del residencial. Y esos ojos tan chiquitos se abren exageradamente como los anteojos que calzan en ese rostro que tiene más arruga que tamaño.

Gladys tampoco es grande. Mide un metro cincuenta y seis. Pero a Carmelita el pecho de Gladys le queda como almohada cuando la abraza. Me va a llamar, mi hijo me va a llamar, repite la anciana de ochenta y seis años que para la funcionaria es como un cachorrito. Por lo chiquito y lo inquieto. Mirá, mirá qué cuerpo le muestra Carmelita la imagen de la mujer esbelta de la televisión, con la esperanza hecha llamarada porque ese maldito aparato suene. Se da vuelta, lo mira. Nada. Gladys es testigo de esa escena que se repite semana tras semana. Por eso le pregunta qué pasó con el accidente que simuló la bruja de la telenovela para que Carmelita se olvide, aunque sea por un rato, de ese teléfono. Entonces la boca de la anciana es como una copera que larga pororó, entre los cuentos de la mala y la buena, perdidamente enamoradas del rubio despampanante de ojos verdes que es el protagonista, mientras la pileta es pura espuma y los platos y los vasos, sí, suenan. 

Los mediodías, después del almuerzo, la sala de estar se llena. El sol atraviesa la claraboya inmensa y amortigua el aire fresco. Decenas de viejitos se estampan con su silla de ruedas, frente a la pantalla plana de treinta y dos pulgadas que se pasea entre los chismeríos porteños, bugs bunny, las comedias argentinas y los debates de Esta boca es mía, con la Rodríguez a la cabeza.

–Victoria– le recuerda Luisa, la más veterana de las funcionarias, a Susy cuando clama por esa mujer. Una mujer bonita que toca temas de actualidad y lleva gente interesante, piensa Susy entre la saliva que no controla y le corre por el mentón. Porque no puede. Porque es lo de menos.
– ¡Victoria Rodríguez!– grita ahora Ana porque Susy no oye ni con el aparato que lleva en su oreja izquierda.

De unas de las puertas salen funcionarios que hacen sonar el reloj con la tarjeta. Unos entran, otros se van a la media hora de descanso –o de respiro como dice la trabajadora más nueva– y otros dan por finalizada su tarea. La que muchos veces hacen por más de ocho horas y dos vintenes. Mañana será otro día, saluda el moreno de espalda ancha y cuerpo de elefante. Decenas de plantas le dan vida al ambiente. Aún hay vida allí, ironiza Loreley que se queja. De la comida, de los empleados que no saben manejarse con ancianos, del frío, del televisor que es una porquería, de las rodillas, de que nadie la visita. Tampoco sale al patio, ni al jardín, ni al zaguán. Apenas va al comedor cuando Luisa no la deja almorzar en la cama para que se levante, se relacione con los otros o al menos ponga los pies sobre esas baldosas llenas de historia. Tanta historia como la suya propia, la de Susy, Libertad, Susana, Esther, Esmeralda, Rosa, Clara, Juan, Enrique y Pedro y los cientos de ancianos que viven con ella. Luisa se acerca, le apoya una mano en un hombro, le pide que camine aunque sea por adentro que le va a hacer bien. Pero Loreley, que tiene menos años de los que aparenta a pesar de la melena rubia y las uñas largas, redondeadas y pintadas con esmalte rojo vivo, se queja. No puede más de las rodillas a pesar del bastón. Se cansa. Los días pasan, insiste con un chasquido, una levantadita de cejas y esa voz mansa de quien no quiere nada por los castigos del encierro.

Desde que está en el Hogar, hace cinco o seis años –tampoco recuerda–  Loreley desafía al espejo sólo para verse la camisa, el saco, o si el rosario que cuelga de su cuello está derecho. Hace tres años que no se detiene en las arrugas, las mañas y los achaques de todo viejo. Cuando se ve en la imagen del portarretrato que adorna la mesa de luz, la que está con su única hermana, se muerde los labios porque se percata de que la foto es como el maldito espejo. Los años pasan, murmulla. Y para ganarle a la bronca, a la decepción o a ambas, despega las nalgas de la silla, se prende del bastón, se olvida del dolor de las rodillas y camina. Entre un pie que levanta y el otro que apoya en las baldosas descoloridas y (algunas) rasgadas, dice que para qué va a ponerse linda si la hermana ya no la visita. Hace meses que no va. La soledad es perversa, retruca cuando pega la vuelta y esquiva el helecho que le da otra energía al amiente. Pero ella no quiere nada con la vida. Para que vivir así, dice, comiendo y durmiendo, sin una miserable visita.


Por la claraboya ya no pasa luz. La primavera se pone más rebelde. Aparecen bufandas, sacos de lana y hasta alguna estufa se enciende. El reloj marca la hora en punto en las tarjetas. Los de túnica blanca de la tarde desperdigan besos, los de la noche entran al ruedo. La cocina se prepara para la cena. Los noventa platos y vasos y los ciento ochenta cubiertos vuelven a la mesa. Libertad, con un baño y otro pañal encima, sigue en la amarga espera. La de su hija, su nieta. O ambas. A Carmelita ya no le queda revista para ojear, ni charla para darle a Gladys porque se fue y no volverá hasta el jueves. Está cansada. De ese rincón, de la poca luz, de la espera. Pero no logra despegarse del maldito teléfono de disco que aún no suena. La espera es eterna. Son varios los que esperan. Una visita, una caricia, una charla, una llamada, un cómo estás, un precisas algo, un te quiero. Esperan que el tiempo pase o, a veces, simplemente que Dios se acuerde de ellos, porque para qué vivir así, siendo un estorbo, dice Libertad con los labios ensimismados y los ojos, ahora, clavados en el techo como si Dios la estuviera viendo. Las manos de Loreley se prenden del rosario que lleva en el cuello porque también quiere que Dios se acuerde de ella cuando afuera la tormenta, por fin, se desparrama, mientras el tiempo pasa y la soledad hace lo suyo. Muerde.

Hogar de Ancianos Schiaffino. Aires Puros, Montevideo. 



Publicado en la diaria:
https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/10/los-abuelos-de-la-nada/