Otro año.
De crecimiento, de porrazos, de levantadas y subidas, de encuentros y
desencuentros, de reconciliación y perdón, de aprendizajes, de penas y tristezas, de alegrías y sorpresas, de elecciones y oportunidades, de sacrificios y resistencia, de fuerza, de desafíos y logros y fracasos. De aceptación y sanación. De amistades y abrazos. De sueños y proyectos. De enseñanzas. De amor. Porque de todo eso está hecha la vida.
Decía Cartier Bresson: “La fotografía es una forma de gritar lo que sientes”. Y sí. Ella es huella de la realidad, ésa que captan mis ojos. A través de la imagen, y con mi sensibilidad mediante, intento expresar la vida cotidiana, sus momentos, sus personajes, sus gestos y el instante preciso e inolvidable, grabado en la memoria, por siempre.
sábado, 30 de diciembre de 2017
jueves, 28 de diciembre de 2017
martes, 26 de diciembre de 2017
sábado, 23 de diciembre de 2017
Ese momento en que el sol cae, despacito
“La vida
es como un trompo
la vida
gira como todo gira
y tiene
colores como los del cielo.
La vida
es un juguete…”
Líber
Falco
Montevideo. Diciembre, 2017.
jueves, 21 de diciembre de 2017
lunes, 18 de diciembre de 2017
Aquellos pelos
–Val-de-rra-ma
–me deletreaba mi viejo.
–¿Valderana? – insistía yo.
–No.
Valde- como el balde que mamá usa
para lava la ropa pero con v corta, y rama
como la del árbol. Como va en el medio la r suena dos veces, me explicaba papá
con toda su paciencia.
–Haber,
repetí: “Rr; rr”
No
había caso. Pronunciar la doble r era casi imposible para mí. Me patinaba el
frenillo. De más grande supe que se llamaba frenillo. La francesita, me decían
muchos con espíritu burlón.
Que
eso es de machos, me decía el viejo cuando me veía patear o abrirme de piernas
y pararme firme con las dos manos apoyadas en las rodillas. Casi siempre me
enchufaban en el arco. Una reverenda cagada. Uno, dos, tres, cuatro goles y me la
clavaban en el ángulo. Mis hermanos me miraban como Tom a Jerry cuando no podía
atraparlo y me querían agarrar de los pelos. Y sí, tenían de sobra. Pero si
quería jugar me la tenía que bancar. Lo prefería antes que ponerme tacos y polleritas
y pelucas y pintarrajearme y salir reboleando las caderas por un escenario
invisible con la mirada fija hacia el centro, primero, y hacia los costados
después, hacia un público y un jurado imaginarios. Hacerse las modelos era lo
máximo para Vivi, la vecinita de enfrente y Paty, la de al lado, mis amigas.
También
prefería el futbolito o el metegol, esos jugadores cuadrados de cartulina, con
fondo violeta si era Defensor o la diagonal negra si era Danubio.
Con esos pelos. Cuando el viejo
me mostró quién era Valderrama lloré una noche entera. Y no pateé más la bola.
Así me apodaron mis hermanos y sus amigos. Se cagaban de risa los muy hijos de
su madre. La mía. La que me cepillaba fuerte y me hacia dos colitas –hasta dejarme los ojos como un chino– para evitar
cuanto piojo circulaba en la escuela. Mis rulos indefinidos y rebeldes y
crespos y voluminosos, fueron su peor pesadilla.
Mi
sueño del fútbol se desplomó. Y para fortuna del viejo y desgracia de Vivi y
Paty, opté por las maestras. La mejor forma que encontré para vengarme por
tantos desfiles de moda y maquillajes que no me identificaban. Me llamaba René
y era mala. Bien mala.
Con
el tiempo, la pesadilla fue mía también. Me llevó años darle forma y
personalidad a los rulos que mi madre cepilló durante catorce años hasta
achinarme los ojos. No había crema ni shampoo que domara aquella melena
voluminosa que me asfixiaba la nuca en verano y me hacía pasar frío en invierno
porque pasarme el secador era quedar como la Leona de la Metro. Así me decía
mamá. Entonces prefería cagarme de frío nomás.
Hasta
que opté por terminar con el problema cuando el 13 de octubre de 2011, lo esperé
a quien fuera en ese entonces mi grandote, con la tijera en mano para definir la
idea que me rondaba en la cabeza durante meses. Fue un antes y un después. Después
recordamos aquellas tardes de mate amargo cuando al acostarnos, mis pelos caían
sobre su rostro. Y cada evocación del pasado le traía a él mi imagen con
aquellos pelos. Y vos con aquellos pelos, me decía. Con esos pelos.
** Publicada en el libro Contrabando de TIRO & FUGA.
Fondos Concursables MEC. Noviembre, 2017.
sábado, 16 de diciembre de 2017
viernes, 15 de diciembre de 2017
jueves, 14 de diciembre de 2017
martes, 12 de diciembre de 2017
El señor que afila para el asado del domingo
La cuidad y los otros
El tipo
va pedalenado de calle en calle, de barrio en barrio, de pueblo en pueblo.
Conoce el país gracias al oficio. Un oficio en extinción. Pero William Bentos es
uno de los casi diez afiladores de Montevideo que se emperra día a día en que
eso no suceda. Aunque asegura que
sólo tres o cuatro viven de sacarle filo y brillo a cuánta tijera y cuchilla se
les cruza en el camino.
Sonó el silbido. El que anuncia su llegada,
su paso por el vecindario. El que rompe el silencio de la mañana de domingo en
Ciudad Vieja (además del de los pocos bondis que trasladan a otros destinos). El
que brota de sus labios y resopla en un pequeño instrumento que se parece a una
armónica pero él prefiere llamar flauta. Es un flauteo, dice con la soltura de
un hombre que conoce la calle más que la palma de su mano. Por culpa del
flauteo le sangraban los labios cuando apenas sabía de aceros y fierros, y la
bicicleta se le trancaba y los dedos se le acalambraban de tanto afirmarse a la
afiladora y los nervios de principiante le hacían cortarse los dedos, todos los
dedos. Cuando la adolescencia se le pasó en un abrir y cerrar de ojos y tuvo
que encarar la vida. Por el ochenta y seis. “Pero le agarré la mano enseguida”,
desafía el veterano no tan veterano de aventuras filosas. Es que lleva una vida
de afilador. El tiempo que su país lleva de democracia. Y paradójicamente,
mientras los exiliados regresaban, William no tuvo otra opción que agarrar lo
necesario y marcharse, cruzar la orilla con una mano atrás y otra adelante. No
había trabajo. Podía haber cruzado la frontera de Brasil, haber conocido una garota, enamorarse y tener trillizos. Terminar
de electricista, de carpintero, de camionero. Pero nada es casualidad, dicen.
El destino está marcado. El suyo era Buenos Aires.
¡Clarín, La Nación, diarios!, gritaba William
en los trenes de Once para ganarse la vida. Allí conoció a Antonio, sin saber
en ese entonces, que sería un pilar fundamental en su vida. Antonio fue su
patrón, su maestro. Un viejo desvastador. Así se le llamaba a los afiladores. Antonio
le enseñó el oficio (de origen español) con la condición que volviera a su país
en 2 años. Es que él tenía ya la maldita experiencia de vivir veranos,
primaveras, inviernos y otoños, alejado de su país. Antonio se reía cuando los
labios de William sangraban. Ya te vas a acostumbrar, le repetía con aquel tono
manso que caracterizaba al europeo cuando los trenes se desacomodaban y había
que rebuscárselas. Qué hubiera sido de William si el descendiente de gallegos, que
afiló cuchillos hasta que la guerra de España le permitió y luego pasó de ser un
simple vendedor a canillita, no le se hubiera cruzado en el camino. Ni él lo
sabe. Pocas veces lo pensó. Pocas veces lo imaginó.
Son las diez. Wiliam ya hizo trescientos
pesos en apenas una cuadra.
– Cuánto sale afilar un cuchillo– le pregunta
Adrián, un joven de jopo y jeans con cadenas.
– Cien, amigo.
– Esto es así, viste. El trabajo viene solo.
Te ven, te preguntan y cuando te querés acordar te piden que la próxima vez les
toques timbre– dice mientras Adrián sube al tercer piso del último edificio de
la cuadra, en busca del cuchillo artesanal con estuche de cuero que brilla de piedras
preciosas.
– “Es un regalo
de un amigo”– aclara después el chico punk.
Siempre
se engancha alguno en zonas como éstas donde los afiladores somos uno, dos, asegura
mientras sus piernas giran en círculo y las manos de piel seca, degastadas y
uñas negras, maniobran el cuchillo como Luisito Suárez con la pelota de un pie
a otro, y le sonríe a las hijas del punk. William ya no mira la afiladora
cuando saca chispas como hacía en el ochenta y ocho, cuando afianzó el oficio
ya instalado en el Montevideo de cambios y augurios, después de una larga y
terrorista dictadura. Promesa cumplida y el español loco de contento. A William
la experiencia le sobraba, pero tuvo que hacer de tripas corazones para
afianzarse como afilador.
– Tuve problemas con mucha gente, sobre todo
con mi propia familia que me denegó–. Pero no hay cosa más linda que ser
afilador, sigue. Te da bien para vivir, tenés tus horarios, vas a donde te
pinte. A Pocitos, Buceo, Carrasco, Malvín, el Borro, Manga, Cuarenta Semanas,
donde sea. En los barrios “bajos” es donde más se labura. “De repente no cobras
el mismo precio, pero entro ahí, hago la plata necesaria y me voy”. Y en los
barrios “pitucos” se trabaja muy bien. Allí William tiene su clientela. Otra gente,
dice. Un mundo aparte. Allí William toca timbre y avisa: “¡El afilador!”. Le abren,
pasa bicicleta adentro y la propietaria o, generalmente, la bolita o peruana
que hacen lucir lo ya lujoso, le piden que vaya a la cocina y busque la
cuchilla. La confianza es de años. Y esa misma va pasando de boca en boca, de
puerta en puerta. William no usa tarjetas para entregar con su nombre y número
de teléfono. Lo hizo en una época pero ahora los clientes la tiran. Además, “demasiado
tenemos ya con andar con recibos de ute y ose para poder pagar y todavía con
tarjetas arriba”, se ríe con sin la sin deshonra por el par de dientes
delanteros que no tiene.
En Pocitos o Carrasco los dueños de casa
miran que el rostro del hombre que silba sea el de siempre. Si no, esperan.
Tarde o temprano William llega.
–Por qué una de las cuchillas hay que
ponerlas en la heladera– le pregunta el Rana después que hizo afilar una de las
suyas. Se refería a la de mango blanco.
–Porque esa cuchilla está hecha para los barcos
pesqueros. Ellos trabajan con hielo. El fierro que está del lado de abajo es
para trabajar con el frío. Si lo pones en la heladera se afloja el material y
queda bien finito y la cuchilla trabaja bien.
“Secretos de oficio”, me guiña el ojo ni bien
el flaco pega la vuelta para seguir con el medio tanque y el tinto en la vereda.
“Si te afirmas en la piedra, quemas el filo y la cuchilla pierde el acero”,
explica el sabio de fierros y aceros y metales y marcas y procedencias que
ahora no se corta ni por jodete. No es lo mismo una Toledo o Tres Claveles que
una Solingen. Pero, “si la doña me trae un cuchillo de trece mil pesos y lo
lava siempre con agua caliente, es lo mismo que la nada”. “Mentira que la
cebolla desafila”, asegura moviendo el índice. El agua caliente destempla el
cuchillo, su fortaleza, y ya no es el mismo. Por eso los campesinos después de
usar el cuchillo para comer la carne, lo pasan por el pan y se lo guardan.
“Esos son un espejismo como cortan”. O
si no, sigue el cuento de la doña (y tanto uruguayo), usa el mismo cuchillo
para cortar la verdura, el schaet de
mostaza, el de shampoo y hasta la triste hoja de la plantita que ruega agua, pero
fría. “Como va a cortar bien el cuchillo si lo tenés de multiuso. ¿Sabes qué es
lo peor? Que lo primero que dicen es: ‘El afilador me jodió’”. Pero están las otras doñas que cuando lo ven
le dicen: ‘Ah, cuando yo era chica y escuchaba el afilador’. “El reconocimiento
es de las cosas lindas que dejan este oficio”, afirma con la cabeza.
El silbido rompe el silencio nuevamente. Se
prende al mosquito con la agilidad de un botija, pero sin usar el motor. Ése lo
hace laburar sólo para llevarlo a su casa. Para los afilados prefiere el
pedaleo porque sino el bichito le pesa demasiado. Pega la vuelta en el último
rincón del barrio, cuando Cerrito ya no es Cerrito sino Lindolfo Cuestas. Se
pierde de vista. El flauteo suena más
débil. Seguro una vecina le hizo señas y va por más filos que dejarán las
cuchillas perfectas para el asado del domingo.
**
Publicada en el libro Contrabando de
TIRO & FUGA. Fondos Concursables MEC. Noviembre, 2017.
domingo, 10 de diciembre de 2017
sábado, 9 de diciembre de 2017
La calle de nunca en domingo
“…Calle
Yacaré
calle
de nunca en domingo
a
no ser, cuando entran barcos
polacos,
chinos o gringos
(…)
Calle
Yacaré
chico,
piano y repique
que
puede ser
Calle
Yacaré
Calle
Yacaré
candombe
y gramilla
frente
a los cafés…”
Roberto
Darvin
Calle Yacaré, Ciudad Vieja. Montevideo. Diciembre, 2017.
Le llaman Circuito Artesanal Turístico y se instala en la peatonal
Yacaré de Ciudad Vieja. Una de las primeras calles que pisan los turistas
cuando bajan de los grandes barcos. Por eso comienza con la temporada de
cruceros, donde varios artesanos tienen la oportunidad de comercializar sus
productos y mostrar la artesanía nacional como actividad productiva y cultural.
Ayer, en las primeras horas de la tarde, el intendente Daniel Martínez inició el recorrido
por Yacaré, después por Piedras, como para dar comienzo a esta época en que
miles de latinoamericanos (negros y blancos) y gringos y yanquis se vislumbran
con nuestras tierras mientras los uruguayos laburamos más de la cuenta –y también
nos distendemos, porque vienen las fiestas (aunque odiadas por muchos), las
vacaciones, la playa, el sol, la arena, el mar y esos aires–. Entonces sonaron
los tambores, y hasta los borrachos se prendieron al ritmo del candombe.
viernes, 8 de diciembre de 2017
miércoles, 6 de diciembre de 2017
La mismísima miseria
Calle Andes. Montevideo.
Diciembre, 2017.
Camino por el centro. Llego a
una esquina, miro hacia un lado y hacia otro. Cruzo el semáforo en amarillo
trotando porque en tres minutos pasa el 148 que debo tomarme, pero lo pierdo.
No por la torpeza de mis piernas ni porque esta vez el bondi va adelantado. Una
imagen me detiene. Me paraliza. Frente a mis ojos, la mismísima miseria (por no
decir la mismísima mierda). Eso es lo que pienso. Y me acuerdo de los seis,
siete, ocho (perdí la cuenta) tipos que vi durmiendo en la calle, en el
recorrido de doce cuadras que hice el día anterior, algunos también entre la
basura. Y qué país (tan chiquito el nuestro). "Qué tristeza la
pobreza", cantaba Zitarrosa. Qué miseria. Y qué mierda.
lunes, 4 de diciembre de 2017
sábado, 2 de diciembre de 2017
Derribando barreras
“Elijo no poner ‘Dis’ en mi
capacidad”, se leía en la parte de atrás de varias remeras blancas que vestía un
grupo de personas que, ayer, junto a otros tantos, caminaron por la avenida 18
de Julio, desde la explanada de la Universidad hasta la Intendencia de
Montevideo, en la 6ta. marcha de accesibilidad e inclusión.
viernes, 1 de diciembre de 2017
martes, 28 de noviembre de 2017
domingo, 26 de noviembre de 2017
Pichón de gorrión
“Cuando
comience a cantar
habrá mucho
silencio aún entre
su
música
será posible
comprenderla
pero después
muy lentamente
la música
crecerá
y en el
ardiente mediodía
en el
mediodía inmenso y furioso
el pájaro
y quien le seguía
habrán
desaparecido”.
Raúl
Gustavo Aguirre
[De El
silencio de los pájaros,
de Horacio Cavallo]
Bello
Horizonte, Canelones. 2015.
viernes, 24 de noviembre de 2017
miércoles, 22 de noviembre de 2017
lunes, 20 de noviembre de 2017
sábado, 18 de noviembre de 2017
La yapa de siete
El desafío llegó a su fin. Y en
la red social siguen transitando los chismes, los encuentros, las noticias, los
eventos, las novedades más bizarras y hasta las más interesantes, los amores
(el de parejas, el de madre a hijo y viceversa, el de los amigos reales), los
chismes, si fulanito está con menganita que es amiga de una amiga de la otra
amiga que a su vez es amiga de mí amigo y de otros amigos, del pedo que se tiró
sultanita en la rambla o en el parque, en la plaza o la playa; la luna, el sol,
la muerte, tantos nacimientos, la información, la política, las banderas, la
crónica roja, el sensacionalismo, el humor, el chismes (siempre el chisme), la
poesía, el cine, el teatro, la escritura, la literatura, la fotografía, lo público
y lo privado, la vida misma, el dedito para arriba, lo nuevo (lo visto y lo aún no visto) y millones de publicaciones
que le quitan tiempo a uno si las siguiera al pie de la letra y como la red
demanda. Y en el desafío quedaron decenas de imágenes afuera. Entonces, otra, una más, la última.
Día 8:
La yapa
El interior
viernes, 17 de noviembre de 2017
jueves, 16 de noviembre de 2017
miércoles, 15 de noviembre de 2017
martes, 14 de noviembre de 2017
lunes, 13 de noviembre de 2017
domingo, 12 de noviembre de 2017
sábado, 11 de noviembre de 2017
Primero de siete
Uno de mis amigos de esa red
social por la que hoy transita todo –las alegrías, las tristezas, los chismes,
los encuentros, las noticias, los eventos, las novedades más bizarras y hasta
las más interesantes, los amores (el de parejas, el de madre a hijo y
viceversa, el de los amigos reales), el chisme, si fulanito está con
menganita que es amiga de una amiga de la otra amiga que a su vez es amiga de
mí amigo y de otros amigos (por ese medio somos como Roberto Carlos: todos tenemos un millón de amigos), del pedo que se tiró sultanita en la rambla o en el parque, en la plaza o la playa; la luna, el sol, la muerte, tantos nacimientos, la información, la
política, las banderas, la crónica roja, el sensacionalismo, el humor, el
chismes (siempre el chisme), la poesía, el cine, el teatro, la escritura, la literatura, la
fotografía, lo público y lo privado, la vida misma, y en la que todos estamos pendientes del dedito para arriba y lo nuevo ( lo visto y lo aún no visto) y millones de publicaciones que le quitan tiempo a uno si las siguiera al pie de la letra y como la red demanda– me invitó a un desafío
fotográfico. Las reglas: siete días, cada día un post de facebook de una foto
de blanco & negro de mi vida. Sin gente. Sin explicación. Después, cada
día, el desafío es desafiar (valga la redundancia) a alguien más, a que se una al juego.
Día 1:
La Pesca
La Pesca
viernes, 10 de noviembre de 2017
miércoles, 8 de noviembre de 2017
domingo, 5 de noviembre de 2017
viernes, 3 de noviembre de 2017
miércoles, 1 de noviembre de 2017
La niña que nombró Viglietti
“Borra infancia
aprendiendo en bellas artes a
crecer,
con pechos de rosales sin
espinas,
agua marina,
Anaclara…”
Daniel Viglietti
Anaclara.
Hacía años que ellos estaban juntos. Mi amiga Naty y Rodolfo fueron de esos que se hicieron noviecitos en la escuela y después
siguieron y siguieron. Se hicieron grandes, pelotudos en verdad, y el amor
fluyó, cada día, como una nueva conquista. El noviazgo transcurrió entre idas y
venidas por las distancias. Ella se fue a estudiar a la capital y compartió
apartamento y (experiencias) con más amigas, él vivió un poco con sus padres y
otro poco con amigos, hasta que el tiempo hizo que se reencontraran. Entonces
compartieron techo, llaves que abrieron las mismas puertas, cama, mesas con almuerzos
y cenas, y hasta cepillos de dientes. El amor tomó la forma cotidiana y el
proyecto de una cosa y otra y otra. Y de los sueños. Pero la vida les jugó una
mala pasada y los separó de nuevo, sólo por distancia. Él se hizo ingeniero,
trabajó acá y allá, cruzó puentes, ríos, campos. Ella lo siguió, sólo a
veces, porque terminó su carrera y consiguió trabajo en la otra punta del mapa
de donde estaba él. Ahí es que el amor tomó potencia. Se extrañaron como nunca
y viajaron miles de kilómetros para verse una hora, dos, un día. Y así, medio a
la distancia y en los ratos cortos pero intensos, transformaron ese sueño en familia. Entonces llegó esa nena, que
ya camina hace rato, y mi amiga le dio nombre por esa canción que escuchó hasta
el cansancio por su incondicionalidad a Daniel Viglietti. Y le dio otra forma a ese amor que
nació cuando Naty y Rodo eran gurisitos y, a esa altura, se sabían de memoria, a pesar de la distancia, las idas y venidas. Anaclara.
lunes, 30 de octubre de 2017
El arte de los niños
Después de lo aprendido en el Taller de Arte y Plástica Bilú, varios
niños del Jardín de Infantes 291, junto a sus padres y maestras, pintan un muro para
embellecer la ciudad en la esquina de Canelones y Andes. Montevideo. Octubre,
2017.
sábado, 28 de octubre de 2017
jueves, 26 de octubre de 2017
miércoles, 25 de octubre de 2017
lunes, 23 de octubre de 2017
sábado, 21 de octubre de 2017
jueves, 19 de octubre de 2017
Los abuelos de la nada
Libertad
está triste. Sus ojos brillan. Están paralizados en el vidrio, en el aire o en
algún punto del otro lado del ventanal. En lo verde del jardín, en la margarita
marchita, en el muro blanco lindero, en el banco de hormigón. O en la nada. Afuera
las nubes amenazan con desparramar una tormenta. Por lo fresco de esta
primavera rebelde. El invierno no quiere irse y Libertad lo siente en esa espera
interminable. Desde las siete en que en Rossana la despierta con el café con
leche, el pan con manteca y un pañal nuevo, hasta que el sol desaparece detrás
de la casona residencial donde vive hace ocho, nueve, diez años –no recuerda–
ella espera. Es que el tiempo pasa y uno no se da cuenta. Acá todo se detiene,
dice. Hay que arrimarse y poner el oído a la altura de su boca para escucharla.
Hace unos meses su voz sonaba fuerte, pero a Libertad la está matando el
desgano, asegura Rossana en una de esas vueltas que le da cuidadosamente sobre
la cama para ajustarle el pañal y ponerla coqueta para la visita. La de su
hija, la de su nieta. La de ambas.
Una
hora, nada. Dos, nada. Se hicieron las cuatro, merendó y nada. No es la primera
vez que pasa, pero bueno, hay que seguir, dice Libertad con una mueca que le
revela los dientes pero no se parece a una sonrisa. Hace meses que Rossana no vislumbra
un gesto de entusiasmo en esa abuela que ve a su familia gracias a las fotos. Una
joven morocha y de dientes blanquísimos, con los mismos rasgos, la abrazó en
algún momento. Un bebé con el torso desnudo y pañales como ella, le sonríe
desde un corralito. En otra pared, la Virgen de Fátima la protege. En la cabecera
de la cama el Sagrado Corazón de Jesús le pide que confíe. Entre las fotos, las
agujas del reloj se mueven. El tiempo pasa y uno no se da cuenta, repite
Libertad con la vista clavada, ahora, en la flor marchita.
En
el pasillo que une la sala de estar con la de la pileta donde Gladys friega noventa
platos, noventa vasos y ciento ochenta cubiertos, en ese rincón donde no entra
la luz del día por ventana alguna y los empleados marcan tarjeta, Carmelita
ojea revistas. Una Caras y Caretas de
cuando los porteños deliraban y las calles bonaerenses vestían banderas y
santos por doquier porque Francisco asumía como Papa; una Gente que muestra a Marcelo Tinelli de vacaciones por alguna ciudad
yanqui, una Sábado Show que exhibe al
famoso fulano que se casó con la sultana, y a la actriz de la novela que atrapa
a Carmelita por las tardes, y se juntó con un mengano. En esas páginas se
detiene, porque mira, mirá, qué bonita es, qué cuerpo tiene y actúa tan bien, le
dice Carmelita a Gladys y se ríe, sin dejar de estar pendiente de que suene el teléfono
verde de disco que está en la mesita ratona, pegado a ella. Dos horas lleva
Carmelita esperando que ese aparato suene. Es que me va a llamar mi hijo, suelta
con una ilusión del tamaño del residencial. Y esos ojos tan chiquitos se abren
exageradamente como los anteojos que calzan en ese rostro que tiene más arruga
que tamaño.
Gladys
tampoco es grande. Mide un metro cincuenta y seis. Pero a Carmelita el pecho de
Gladys le queda como almohada cuando la abraza. Me va a llamar, mi hijo me va a
llamar, repite la anciana de ochenta y seis años que para la funcionaria es
como un cachorrito. Por lo chiquito y lo inquieto. Mirá, mirá qué cuerpo le
muestra Carmelita la imagen de la mujer esbelta de la televisión, con la
esperanza hecha llamarada porque ese maldito aparato suene. Se da vuelta, lo
mira. Nada. Gladys es testigo de esa escena que se repite semana tras semana. Por
eso le pregunta qué pasó con el accidente que simuló la bruja de la telenovela para
que Carmelita se olvide, aunque sea por un rato, de ese teléfono. Entonces la
boca de la anciana es como una copera que larga pororó, entre los cuentos de la
mala y la buena, perdidamente enamoradas del rubio despampanante de ojos verdes
que es el protagonista, mientras la pileta es pura espuma y los platos y los
vasos, sí, suenan.
–Victoria–
le recuerda Luisa, la más veterana de las funcionarias, a Susy cuando clama por
esa mujer. Una mujer bonita que toca temas de actualidad y lleva gente
interesante, piensa Susy entre la saliva que no controla y le corre por el
mentón. Porque no puede. Porque es lo de menos.
–
¡Victoria Rodríguez!– grita ahora Ana porque Susy no oye ni con el aparato que
lleva en su oreja izquierda.
De
unas de las puertas salen funcionarios que hacen sonar el reloj con la tarjeta.
Unos entran, otros se van a la media hora de descanso –o de respiro como dice la
trabajadora más nueva– y otros dan por finalizada su tarea. La que muchos veces
hacen por más de ocho horas y dos vintenes. Mañana será otro día, saluda el
moreno de espalda ancha y cuerpo de elefante. Decenas de plantas le dan vida al
ambiente. Aún hay vida allí, ironiza Loreley que se queja. De la comida, de los
empleados que no saben manejarse con ancianos, del frío, del televisor que es
una porquería, de las rodillas, de que nadie la visita. Tampoco sale al patio,
ni al jardín, ni al zaguán. Apenas va al comedor cuando Luisa no la deja almorzar
en la cama para que se levante, se relacione con los otros o al menos ponga los
pies sobre esas baldosas llenas de historia. Tanta historia como la suya propia,
la de Susy, Libertad, Susana, Esther, Esmeralda, Rosa, Clara, Juan, Enrique y
Pedro y los cientos de ancianos que viven con ella. Luisa se acerca, le apoya
una mano en un hombro, le pide que camine aunque sea por adentro que le va a
hacer bien. Pero Loreley, que tiene menos años de los que aparenta a pesar de
la melena rubia y las uñas largas, redondeadas y pintadas con esmalte rojo
vivo, se queja. No puede más de las rodillas a pesar del bastón. Se cansa. Los
días pasan, insiste con un chasquido, una levantadita de cejas y esa voz mansa
de quien no quiere nada por los castigos del encierro.
Desde
que está en el Hogar, hace cinco o seis años –tampoco recuerda– Loreley desafía al espejo sólo para verse la
camisa, el saco, o si el rosario que cuelga de su cuello está derecho. Hace
tres años que no se detiene en las arrugas, las mañas y los achaques de todo viejo.
Cuando se ve en la imagen del portarretrato que adorna la mesa de luz, la que
está con su única hermana, se muerde los labios porque se percata de que la
foto es como el maldito espejo. Los años pasan, murmulla. Y para ganarle a la
bronca, a la decepción o a ambas, despega las nalgas de la silla, se prende del
bastón, se olvida del dolor de las rodillas y camina. Entre un pie que levanta
y el otro que apoya en las baldosas descoloridas y (algunas) rasgadas, dice que
para qué va a ponerse linda si la hermana ya no la visita. Hace meses que no
va. La soledad es perversa, retruca cuando pega la vuelta y esquiva el helecho que
le da otra energía al amiente. Pero ella no quiere nada con la vida. Para que
vivir así, dice, comiendo y durmiendo, sin una miserable visita.
Por
la claraboya ya no pasa luz. La primavera se pone más rebelde. Aparecen
bufandas, sacos de lana y hasta alguna estufa se enciende. El reloj marca la
hora en punto en las tarjetas. Los de túnica blanca de la tarde desperdigan
besos, los de la noche entran al ruedo. La cocina se prepara para la cena. Los noventa
platos y vasos y los ciento ochenta cubiertos vuelven a la mesa. Libertad, con
un baño y otro pañal encima, sigue en la amarga espera. La de su hija, su nieta.
O ambas. A Carmelita ya no le queda revista para ojear, ni charla para darle a
Gladys porque se fue y no volverá hasta el jueves. Está cansada. De ese rincón,
de la poca luz, de la espera. Pero no logra despegarse del maldito teléfono de
disco que aún no suena. La espera es eterna. Son varios los que esperan. Una
visita, una caricia, una charla, una llamada, un cómo estás, un precisas algo,
un te quiero. Esperan que el tiempo pase o, a veces, simplemente que Dios se
acuerde de ellos, porque para qué vivir así, siendo un estorbo, dice Libertad
con los labios ensimismados y los ojos, ahora, clavados en el techo como si
Dios la estuviera viendo. Las manos de Loreley se prenden del rosario que lleva
en el cuello porque también quiere que Dios se acuerde de ella cuando afuera la
tormenta, por fin, se desparrama, mientras el tiempo pasa y la soledad hace lo
suyo. Muerde.
Hogar de Ancianos Schiaffino. Aires Puros, Montevideo.
Publicado en la diaria:
https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/10/los-abuelos-de-la-nada/
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