lunes, 8 de febrero de 2016

A vuelo de pájaro


Las agujas marcan las 6. El grandote runrunea y se refriega contra la almohada girando hacia la persiana. La serenata lo estimula a salir de entre los sueños. La de los gorriones que posan en el muro de enfrente o en el aparato que cuelga en el exterior de su ventana. No los ve, pero lo sabe. En días en que la gente sale envuelta en lana hasta las narices, sus cantos se disipan en la niebla. Pero adentrándose la primavera, cuando hasta los plátanos reviven, y con estos calores que no dan tregua, suenan cercanos y continuos como contando sus andanzas en las alturas desde donde son íntegros testigos de cómo obreros, bancarios, oficinistas, pichis, pescadores y turistas conviven en un barrio que es pura historia. Como el inmenso edificio que supo tener varias identidades, sobre las ramblas sur y portuaria, que el grandote ve desde su dormitorio.

En tiempos coloniales fue el Fuerte de San José. Cuando se demolió, el acomodado francés Gounouillou, que por torpeza los criollos llamaron Guruyú, fundó allí un muelle y un puerto. Y así se bautizó a esa zona de la Ciudad Vieja que curiosamente no conoce límites. Años después, el español Emilio Reus construyó el majestuoso Hotel Nacional de cuatro pisos, lujosas instalaciones de todo tipo y color –según cuentan– y vista al mar. Pretensiones y pico las del rico empresario en aquella época. Pero la crisis económica de 1890 le jugó una mala pasada a aquellos aires de grandeza dejándolo a mitad de camino. Alguien debía hacerse cargo. Entonces, el Estado lo destinó a sede de varias facultades de la que salieron reconocidos hombres como Vaz Ferreira. Pero, luego, al majestuoso lo detuvo el tiempo y fue quedando entre ruinas y abandono: paredes rajadas, hierros oxidados, maderas podridas.
A comienzos del siglo reaparecieron las expectativas. El empresario griego Tsakos, dueño de muchas inversiones en el país, lo adquirió en un remate. Se decía que su hija María se haría cargo, pero a ella la encontró la muerte y el mamotreto sigue emperrado en no reconstruirse, mientras el grandote lo sueña como gran Galería de Arte moderna con salas de exposiciones y bibliotecas o librerías entre jardines, cafés y una buena vista e imagina cómo serían sus adentros.  

En tanto su destino es puro incierto, obreros se empeñan en un asiento contra la ventana de algún ómnibus que los conducirá a encarar las ocho horas maldiciendo la vida de pobre laburante; algún vagabundo de alma empobrecida busca un boliche de mala muerte; los transas venden droga y arruinan a cuánto pibe se les acerca en la plazoleta que ahora es puro polvo porque en unos meses tendrá otra cara (nuevos bancos, juegos, pasto, vaya a saber qué); y unos pocos zombies se adueñan de las esquinas para darle a la fumata y junear a la gente, mientras un grupete de policías –ahora motorizados– en los alrededores del Mercado del Puerto le prometen a los extranjeros una estadía segura en esta tierra de inmigrantes. Como el italiano que construyó el conventillo a principios del 900 (típico de la época) para hospedar a europeos que huían de las guerras. Una arquitectura de valor testimonial, aunque se tapió por inhabitable. Y gracias a eso, muchas familias marginadas –fustigadas por la crisis de hace catorce años– encontraron su salvación.
Allí, en esas habitaciones, algunas hechas basurero entre tantos niños y bordeadas por un patio común sin techo, se refugian los pastabaseros de profesión rapiñeros o malandras que, dos por tres, puteada va, puteada viene, (hasta) se afanan entre ellos. “Anda a robar como yo, si querés”, desafió a los gritos, una madrugada, una voz ronca que el grandote escuchó seguido de un disparo que hizo temblar a los gorriones que andaban en la vuelta y los vecinos que aún seguían despiertos. Todos se cuidan de ellos que, dos por tres, trepan como gatos muros y azoteas cagándose en laburantes y, más aún, en excursionistas y, a diferencia de los gorriones, andan esquivando las cercas eléctricas. Los gorriones todo lo ven.  


Ahora los chorros planean su próxima “aventura” al norte de la ciudad. Es que hace unos meses en estas calles de baldosas levantadas y montoncitos de soretes, focos blancos a la vista de turistas con cámara al cuello, los vigilan. Los pájaros locos de contentos por el descenso de tantas sirenas que aturden. Bastante ya con las ambulancias que aterrizan en el Maciel con accidentados, mientras los internados luchan para salir del encierro hospitalario y otros, en pleno delirio, intentan saldar tanto sufrimiento. Los gorriones, en cambio, son afortunados: “¡Ta’ la comida!”, les avisa con un grito el grandote, llenándoles el balcón de migas a la hora que el sol está en su punto más alto, cuando ellos no lo hacen adivinar a dónde los lleva el viento.


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