Las agujas marcan las 6. El grandote runrunea y se refriega
contra la almohada girando hacia la persiana. La serenata lo estimula a salir
de entre los sueños. La de los gorriones que posan en el muro de enfrente o en
el aparato que cuelga en el exterior de su ventana. No los ve, pero lo sabe. En
días en que la gente sale envuelta en lana hasta las narices, sus cantos se
disipan en la niebla. Pero adentrándose la primavera, cuando hasta los plátanos
reviven, y con estos calores que no dan tregua, suenan cercanos y continuos
como contando sus andanzas en las alturas desde donde son íntegros testigos de cómo
obreros, bancarios, oficinistas, pichis, pescadores y turistas conviven en un
barrio que es pura historia. Como el inmenso edificio que supo tener varias
identidades, sobre las ramblas sur y portuaria, que el grandote ve desde su
dormitorio.
En tiempos coloniales fue el Fuerte de San José.
Cuando se demolió, el acomodado francés Gounouillou, que por torpeza los
criollos llamaron Guruyú, fundó allí un muelle y un puerto. Y así se bautizó a
esa zona de la Ciudad Vieja que curiosamente no conoce límites. Años después,
el español Emilio Reus construyó el majestuoso Hotel Nacional de cuatro pisos, lujosas
instalaciones de todo tipo y color –según cuentan– y vista al mar. Pretensiones
y pico las del rico empresario en aquella época. Pero la crisis económica de
1890 le jugó una mala pasada a aquellos aires de grandeza dejándolo a mitad de
camino. Alguien debía hacerse cargo. Entonces, el
Estado lo destinó a sede de varias facultades de la que salieron reconocidos
hombres como Vaz Ferreira. Pero, luego, al majestuoso lo detuvo el tiempo y fue
quedando entre ruinas y abandono: paredes
rajadas, hierros oxidados, maderas podridas.
A comienzos del siglo reaparecieron las expectativas. El empresario
griego Tsakos, dueño de muchas inversiones en el país, lo adquirió en un
remate. Se decía que su hija María se haría cargo, pero a ella la encontró la
muerte y el mamotreto sigue emperrado en no reconstruirse,
mientras el grandote lo sueña como gran Galería de Arte moderna con salas de
exposiciones y bibliotecas o librerías entre jardines, cafés y una buena vista
e imagina cómo serían sus adentros.
En tanto su destino es puro incierto, obreros se empeñan
en un asiento contra la ventana de algún ómnibus que los conducirá a encarar las
ocho horas maldiciendo la vida de pobre laburante; algún vagabundo de alma
empobrecida busca un boliche de mala muerte; los transas venden droga y
arruinan a cuánto pibe se les acerca en la plazoleta que ahora es puro polvo
porque en unos meses tendrá otra cara (nuevos bancos, juegos, pasto, vaya a
saber qué); y unos pocos zombies se
adueñan de las esquinas para darle a la fumata y junear a la gente, mientras un
grupete de policías –ahora motorizados– en los alrededores del Mercado del
Puerto le prometen a los extranjeros una estadía segura en esta tierra de
inmigrantes. Como el italiano que construyó el conventillo a principios del 900
(típico de la época) para hospedar a europeos que huían de las guerras. Una
arquitectura de valor testimonial, aunque se
tapió por inhabitable. Y gracias a eso, muchas familias marginadas –fustigadas por
la crisis de hace catorce años– encontraron su salvación.
Allí, en esas habitaciones, algunas hechas basurero
entre tantos niños y bordeadas por un patio común sin techo, se refugian los pastabaseros de profesión rapiñeros o
malandras que, dos por tres, puteada va, puteada viene, (hasta) se afanan entre
ellos. “Anda a robar como yo, si querés”, desafió a los gritos, una madrugada,
una voz ronca que el grandote escuchó seguido de un disparo que hizo temblar a
los gorriones que andaban en la vuelta y los vecinos que aún seguían despiertos.
Todos se cuidan de ellos que, dos por tres, trepan como gatos muros y azoteas
cagándose en laburantes y, más aún, en excursionistas y, a diferencia de los
gorriones, andan esquivando las cercas eléctricas. Los gorriones todo lo ven.
Ahora los chorros planean su próxima “aventura” al
norte de la ciudad. Es que hace unos meses en estas calles de baldosas
levantadas y montoncitos de soretes, focos blancos a la vista de turistas con
cámara al cuello, los vigilan. Los pájaros locos de contentos por el descenso
de tantas sirenas que aturden. Bastante ya con las ambulancias que aterrizan en
el Maciel con accidentados, mientras los internados luchan para salir del
encierro hospitalario y otros, en pleno delirio, intentan saldar tanto sufrimiento.
Los gorriones, en cambio, son afortunados: “¡Ta’ la comida!”, les avisa con un
grito el grandote, llenándoles el balcón de migas a la hora que el sol está en
su punto más alto, cuando ellos no lo hacen adivinar a dónde los lleva el
viento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario