sábado, 20 de febrero de 2016

Qué será de aquellos rostros


Ciudad Vieja, Montevideo. 2001.


En estas calles. Era una mañana de sábado de 2001. Yo paseaba con la zenit colgada al cuello con un rollo en blanco y negro –seguro de 36–  como gurisa que viaja por primera vez a Europa. Es que estaba descubriendo los encantos de Montevideo: el centro, sus plazas, La Libertad a ambos lados de la avenida, su amplitud, un comercio atrás del otro y tantas otras cosas que en el interior no existen. No era la primera vez que visitaba la capital (venía desde muy pequeña a visitar a tíos y primos), pero sí tomaba conciencia de que estaba pisando las tierras de tantas batallas que había leído en los libros de Historia. La misma en la que había luchado Artigas, y la misma que había refugiado a mi abuelo gallego que escapó de tantas guerras. La misma donde creció  mi vieja. Y adentrándonos en el barrio histórico, ella me iba enseñando cada cosa: Las construcciones  importantes, el banco tal, el local cual, la panadería donde tía María compraba las exquisiteces, el café Brasilero (el de Galeano), la iglesia San Francisco a la que iba ella porque su colegio –que  ya no existe– hacia pared con pared con los santos, las oficinas en las que trabajo tantos años de administrativa frente a la plaza Zabala, el Mercado del Puerto y tantas otras que las había detenido el tiempo. Y más para acá, en los adentros, pasando la calle Misiones hacia el Hospital Maciel y la escollera, jamás había entrado. Ahí los niños jugaban en las calles. En mi barrio, en el interior, era lo más común. Pero en la capital no, al menos en Malvín, Punta Gorda y Sayago donde vivía mi familia y mi amiga de la infancia que había abandonado el interior a los 7 años. Y en la calle Cerrito, si mi memoria no me traiciona, dos niñas sentadas contra una ventana estaban quietitas. Supe que por estos lares, más allá del turismo que aterrizaba en el lujoso mercado famoso por el medio y medio, había algo de barrio periférico. La pobreza de aquellas niñas y niños se olía y hasta penetraba en la piel de uno. Erizaba (aunque no tanto como diez años después). La basura ocupaba una importante porción del asfalto. A mi vieja la entristecía ver que por las mismas calles que había andado de túnica la miseria amenazaba quedarse en apenas esas cuadras. Lo que jamás imaginé, en ese entonces, que años después, sería también mi barrio. Y que, quizás, esos mismos rostros me los cruzaría. Quizás no. Los busco sin tener éxito. Qué habrá sido de ellos. Qué habrá sido. Qué habrá.


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