Ciudad Vieja, Montevideo. 2001.
|
En estas calles. Era una mañana de sábado de 2001. Yo
paseaba con la zenit colgada al cuello con un rollo en blanco y negro –seguro
de 36– como gurisa que viaja por primera
vez a Europa. Es que estaba descubriendo los encantos de Montevideo: el centro,
sus plazas, La Libertad a ambos lados de la avenida, su amplitud, un comercio
atrás del otro y tantas otras cosas que en el interior no existen. No era la
primera vez que visitaba la capital (venía desde muy pequeña a visitar a tíos y
primos), pero sí tomaba conciencia de que estaba pisando las tierras de tantas
batallas que había leído en los libros de Historia. La misma en la que había
luchado Artigas, y la misma que había refugiado a mi abuelo gallego que escapó
de tantas guerras. La misma donde creció mi vieja. Y adentrándonos en el barrio
histórico, ella me iba enseñando cada cosa: Las construcciones importantes, el banco tal, el local cual, la
panadería donde tía María compraba las exquisiteces, el café Brasilero (el de
Galeano), la iglesia San Francisco a la que iba ella porque su colegio
–que ya no existe– hacia pared con pared
con los santos, las oficinas en las que trabajo tantos años de administrativa
frente a la plaza Zabala, el Mercado del Puerto y tantas otras que las había
detenido el tiempo. Y más para acá, en los adentros, pasando la calle Misiones
hacia el Hospital Maciel y la escollera, jamás había entrado. Ahí los niños
jugaban en las calles. En mi barrio, en el interior, era lo más común. Pero en
la capital no, al menos en Malvín, Punta Gorda y Sayago donde vivía mi familia
y mi amiga de la infancia que había abandonado el interior a los 7 años. Y en
la calle Cerrito, si mi memoria no me traiciona, dos niñas sentadas contra una
ventana estaban quietitas. Supe que por estos lares, más allá del turismo que
aterrizaba en el lujoso mercado famoso por el medio y medio, había algo de
barrio periférico. La pobreza de aquellas niñas y niños se olía y hasta
penetraba en la piel de uno. Erizaba (aunque no tanto como diez años después). La basura ocupaba una importante porción
del asfalto. A mi vieja la entristecía ver que por las mismas calles que había andado de túnica la miseria amenazaba quedarse en apenas esas cuadras. Lo
que jamás imaginé, en ese entonces, que años después, sería también mi barrio. Y
que, quizás, esos mismos rostros me los cruzaría. Quizás no. Los busco sin
tener éxito. Qué habrá sido de ellos. Qué habrá sido. Qué habrá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario