martes, 9 de agosto de 2016

Martes

Abre los ojos. Más temprano que otros y más tarde que otros otros. Le cuesta. Últimamente le resulta arduo abrir los ojos cada mañana. En las noches le es casi imposible cerrarlos o más bien entrar en el sueño por tanto pensamiento que se le atraviesa, como a Juana la Loca, piensa al recordar la de la ficción que podría ser real por esa infancia de mierda y puro abuso de su padre. Cuántas Juanas habrá, medita. Piensa otra vez en ese día: la de la ficción en aquel que la marcó, la del cuento en este martes. Otro martes en el que debería hacer tanto y por eso amaga a levantarse, pelea con esa luz del día gris (como la ciudad) que entra por los espacios minúsculos de la persiana. Tiene que hacer pichi, cepillarse los dientes, lavarse la cara, tendría que desayunar, tiene que hacer mucho pero no quiere nada. Nada.

Se decide después que la aguja del reloj dio tres vueltas. Sale. Camina sin saber mucho a dónde primero, después a tomar un ómnibus que la dejará en la otra punta de la ciudad a ver a esa mujer que la espera hace meses, mientras el cuida-coches también espera (y seguirá esperando hasta que no quede auto en la cuadra) los vintenes de los de saco y corbata que habitan más al sur y al este que la mujer que la recibe a ella con un café. Y ese viaje es un viaje que no quiere, piensa con la mejilla pegada al vidrio sucio que algún día recibió una piedra, se le ocurre mientras ve a ese pobre tipo en la calle San José, sin frazada ni bolsillos ni moneda que los llene, ni dolores ni angustia ya por esa vida de calle, de hambre. Un tipo pobre de alma como la de ella o la de esa mujer de cabello teñido que mira la nada o la plaza o el bar a través de los lentes, o la esquina por la que pasa el bondi que maneja el chofer que ya laburó la mitad de las horas, quién sabe, de ese recorrido que hace de memoria hace años, también quién sabe, igual que Nacho que ahora sube con su bandoneón a intercambiar Adiós Nonino por una moneda, un billete de 20 con mucha suerte o la ignorancia en el peor pero más común de los casos, o una sonrisa o un aplauso o el agradecimiento que hace la hermosa y ( por demás) amable joven por esa canción y que poco le importan hoy a Nacho que va de parada en parada, porque la plaza está quieta y esta noche de martes no hay boliche, cruzando las caras largas de otros tantos, que esperan otro bondi, porque el trabajo los agobia o la desilusión o el engaño los perturba y los hijos son una lucha y las vacaciones están lejos.

Como el tipo que pasea al perro y la veterana que quedó atrás, muchas cuadras más atrás, haciendo el surtido en el supermercado que fue asaltado cuando tenía otro nombre, se acuerda ella cuando Darnauchans le susurra en el odio: “Andarás por algún lado dándole sentido al aire y a las cosas”, cuando ve a otro pobre tipo (¡otro!) durmiendo en una vereda de más al sur, a unos metros de lujosas casas y las torres Wall Trade Center (cuánta inequidad), enrollado en un cartón para zafarle un poco –apenas un poco– al frío, mientras un barbudo también duerme pero con media mejilla pegado al vidrio, como ella antes, quizás por el madrugón que no lo dejó terminar el sueño que lleva ahora y es parte de la vida. La de él, no la de ella que se pregunta como otros tantos el sentido de la vida, si es que tiene sentido esta vida, que a otros hace sonreír por ese examen que una rubia seguro salvó, por esa máquina cero kilómetro que un morocho maneja feliz, por ese “sí” que una novia vestida de blanco dará casi dentro de un año en un altar, o las palabras esperanzadoras de una llamada que una castaña esperaba y, a otra sin embargo, les hizo llorar, gritar y dar cuanto objeto encontró contra la pared y el mueble de su apartamento, por tanta bronca por el no entendimiento y las malas relaciones con su novio que dio un portazo (y el vecino escuchó), la misma actitud que se le viene encima a la mina que ahora está sentada en un sillón vomitándole algún terapeuta el porqué de esa misma reacción –el portazo– que cierto día se le escapó, también de rabia, angustia y dolor, y las ganas de mandar todo a la mierda y cambiar de página o mejor terminar el libro o más bien empezar otro. Empezar de nuevo como la flor que nace en algún jardín o algún parque o por qué no una florería donde alguien la comprará para una madre, una esposa, una amante que cumple años, mientras otros y otras buscan a ese padre que no sabían que tenían hasta que la vida o el destino les demostró que no era el verdadero, el que pensaban, el que cambiaba pañales y contaba el cuento y hasta pegaba.

Y a esta altura, ya de vuelta, casi de noche –después que la mujer le sonrió y le ofreció más café y medialunas y le cambió de tema tantas veces– ella escucha a Piazzola y se acuerda de Nacho, y piensa en qué bondi estará ahora si es que está en un bondi. En el que ahora va ella, dos adolescentes se reencuentran, se abrazan, se pasan los números de celular (porque ya casi no se dice teléfono) y conversan, mientras el canoso gesticula y se queja porque la calle principal está cortada por culpa de miles de estudiantes que reclaman –a gritos, con pancartas y aplausos y cánticos– menos recortes para una mejor educación, la que hace meses o más bien años no anda bien por programas añejos para este siglo y por tantas medidas equivocadas de jerarcas y autoridades o dementes que creen tener la razón y hacen que nada, últimamente ande bien en este país, piensa ella y seguro el bigotudo que mira por la ventanilla tumbando la cabeza cuando el canoso por fin baja tomado a su esposa por la espalda para no caer ni tropezar de esos escalones que también hacen que el acceso a los ómnibus ande mal y puteear a unos cuántos ancianos y jovatos que apenas puedan caminar en este viaje que es la vida. La vida es un viaje, se le ocurre a ella ahora entre tantas idas y venidas en que todo es muy macro como las publicidades que abundan y ensucian la ciudad y el poder de unos pocos y la pobreza de la mayoría, o tan micro como los bichitos de luz (recuerda los que juntaba de niña) o esos tres niños y esa niña de menos de 10 años al frío de la noche que juegan a la pelota en una cancha improvisada y cercada por varias balizas atadas con una cinta larga (al mismo ritmo en el que todo transcurre en otras ciudades y campos y pueblos y hogares), y cuántos niños no tendrán canchita, la asombra un pensamiento llegando casi a su destino y al cruzarse con ese perro sin raza pero con manta que le cubre el cuerpo, la manta que ni siquiera tenía el pobre tipo de la calle San José ni el de la vereda cerca de las torres Wall Trade Center, y qué injusticia, se dice volteando la cabeza hacia la esquina de esa cuadra por la que ahora no hay bondi ni auto ni camiones que transiten por esos arreglos de hace meses que durarán también varios meses porque todo en este país es lento y anda pésimo, piensa de nuevo, ya subiendo la escalera del edificio y aprontando la llave de su apartamento al que entrará para ir al baño, tomar el tercer café, leer quizás o mirar televisión, mientras otras y otros piensan en la cena y la vianda del hijo para el día siguiente y comentarán las noticias del noticiero y esa marcha que ella se cruzó en el centro y verán las olimpíadas mientras un morocho, seguro, llegará de su trabajo derecho a prender la computadora y mirar una serie yanqui o escuchar a Fito de YouTube, y ella calentará el agua para la bolsa  de goma que noche a noche le caliente los pies en este duro (por dónde se lo mire) invierno. Y bajará más la persiana para que, al día siguiente, la luz entre menos o nada directamente, por los minúsculos espacios de la maldita persiana y no se fastidie por eso, y apagará la luz con la voz del Darno en la cabeza pensando si le puede dar sentido al aire y a las cosas y la imagen de aquellos tipos durmiendo en la calle. Y apagará la luz. Ella apagará la luz cuando ya casi sea miércoles. 

Centro de Montevideo, hoy. 

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