“Imágenes
de imágenes
luz
filtrada y silencio”.
Circe
Maia
Playa Ramírez, Montevideo. Setiembre, 2016.
Las olas rompen en la orilla.
Apenas. O no. Depende la playa –algunas son bravas, otras más calmas– o más
bien los antojos del viento que mueven el agua. La brisa. La brisa suave que
revolotea el aroma. El del mar. A veces más intenso, otras no tanto. Depende la
playa, o más bien los antojos del viento. Si está del sur o del norte, del este
o el oeste. Como sea, frente al mar, y casi a los pies de la orilla, allí uno
se estanca, cierra los ojos, aprieta los puños, respira, una, dos, tres veces,
y profundo, y se va. Se va al más allá, a ese interior con el que pocas veces se
encuentra. Aprieta los ojos, siente. La brisa, el mar. Su olor. Ese olor. Los antojos
del viento. Las olas que rompen en la
orilla. A veces con fuerza, otra no tanto. Y el canto de los pájaros. Los pájaros.
A veces gaviotas, a veces teros. Depende la playa, depende el balneario,
depende el hábitat de quienes gozan de tanta libertad y vuelan. Vuelan. Alto. A veces, no tanto. A
veces ahí no más. Y uno cierra los ojos, afloja el cuerpo, ya no aprieta los
puños, se siente en el aire. Respira. Una, dos, tres veces. Y se deja llevar.
Por esos aires, esa brisa. Y cuando abre los ojos, le rompe la vista la
inmensidad del mar. El mar. Y esa luz. La del sol que se va poniendo, también a
su antojo, más allá, a lo lejos, en el horizonte. A veces con más amarillos que
naranjos, otras con más rojos. Y uno respira profundo, otra vez, y siente. La
brisa, las olas romper en la orilla, el olor del mar. Su olor. Y uno tiene la suerte y el privilegio de estar allí. Frente al mar. El mar. Y quedarse con esa imagen. La del mar. El mar.
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