Miró esos ojos que la veían del
otro lado del lente. O la observaban a través de la pantalla de un celular.
Seguramente un celular. La brisa corría fuerte. Las olas se daban de lleno
contra las rocas. El sol rompía la línea perfecta del horizonte, y del otro
lado, la luna le ganaba altura al majestuoso Salvo y todos los edificios que
posan a los pies de la rambla. La anchísima rambla que la dejó perpleja
a ella –en su primera visita a la ciudad, se me ocurre por su aspecto turístico–
que alzó los brazos lo más que pudo en ese gesto en que la libertad y la felicidad
se conjugan para registrar ese momento (inolvidable para ella), ese lugar tan nuestro, tan montevideano y, a la vez, tan visitado por cuanto extranjero aterriza en estas tierras. Y la luna fue testigo.
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