Cuenta. Le sobra un dedo de una
mano para caer en la cuenta que en apenas unos días entra un nuevo año. Se va,
se fue. Suspira. Y usa tres dedos más para seguir cayendo en la cuenta, ahora,
de que hace ocho de la desaparición de ese ser que tantas huellas le dejó. Ese
rostro, esa imagen y otras tantas se le vienen encima pero no, prefiere evitarlas,
pensar en otra cosa. Entonces sus ojos se detienen en la morocha de capelina
que seguro se le quedó el auto, la flaca que va al gimnasio con una colchoneta
envuelta en velcros y unas calzas y un top que no dan aire a su cuerpo y el
contador, escribano u oficinista de camisa desaliñada y la corbata en el bolsillo
abultado, la milica que habla por un celular pasadísimo de moda, el hippie que
intenta vencer el sueño, el guarda que pide a gritos una botella de agua y una
cama y un buen baño, algo, aunque sea algo que lo saque de ese estado en el que
ni él mismo se aguanta, la de rulos que a simple vista no se sabe si es una
mina o no, y le sede el asiento a esa futura madre tan joven y tan bella y
primeriza, al parecer, que acaba de subir, esperemos que a no romper bolsa, se
le cruza, seguro, por la cabeza a la veterana de su derecha que abre hasta más
no poder sus bochones, saltones como sapo, cuando ve esa panza a punto de
explotar. Y son varios los que suspiran. Los 28, 29 o 30 grados hacen resoplar
a cualquiera y a unos cuantos les pega la ropa al cuerpo. Pero contra las
ventanillas del 121, la brisa que trae el viento deja respirar, y le vuela los
pocos pelos al rubio que va de pie, prendido del barrote y con una agenda de
cuero debajo del brazo izquierdo. Esa agenda que debe tener, a esta altura,
apenas unos días sin tachar.
Orlando Pettinatti suena en los
parlantes. Otra vez, maldice, y los auriculares –para evitar el chusmerío
barato al que miles de pelotudos se prenden por tardes enteras–no los encuentra.
Un bolsillo, dos, tres, el espacio mayor de la mochila, nada y la puta madre.
Envidia al canoso pero joven que tiene unos blancos tapándole los oídos, y lee
un libro y ni se entera que Orlando llamó a la fulana para deschabar
el engañó del mengano del que todo el
mundo ahora sabe porque ya no hay nada privado y todo necesita ser mostrado y conquistado
por la mayor cantidad de deditos levantados. Y el flaco que va a su lado,
tambaleándose en el asiento del medio y al centro, lee otro libro, de esos que
con apretar un botón alcanza para ver una página de esas que se pasan con el
índice por la pantalla y no largan olor a tinta y pesa menos que una pluma. Ese flaco que seguro jamás
escuchó música en un casette, en un walkman ni supo sacar fotos en una cámara
de rollo, y cuánta revolución piensa ella cuando cae en la cuenta, que no hace
tanto se armaban álbumes familiares con la foto impresa, y uno salía avisando
que volvía en una hora o a la noche porque una vez que pasaba la puerta de su
casa ya no había teléfono a mano. Y cuántos cambios sociales y culturales y aquellas
costumbres en que el mercado mandaba menos. Ahora uno puede ahorrarse colas y
colas y malestares y hasta la dejadez del empleado público, en algunos casos, porque
sentaditos desde casa pagamos las facturas, como la de antel que espera a ser
paga, o no (lo mismo da) y sobresale de esa agenda, la del rubio de pocos pelos
que ahora cierra los ojos y asoma la nariz a la ventana como para que no se le
escape esa brisa. Esa brisa. Esa agenda que, a esta altura, tiene más tachones
que días libres, piensa de nuevo, y tal vez, a lo mejor, quién sabe, serán
arrojados al viento por una ventanal de oficina o consultorio en la mañana o al
mediodía o pasado el mediodía (lo mismo da), del último día del año, con una
sonrisa ancha, anchísima, y el placer de que ya se fue el año, otro, y esa
noche es noche de copas y brindis y chupe y cuetes y fuegos artificiales y el
comienzo por qué no de las vacaciones.
Otro año. Qué año, piensa ella. Se va,
se fue. Suspira. Y son varios los que suspiran. El que habla por el ihpone, el
que manda un mensaje, la que contesta el whatsap o el messenjer o el correo
electrónico, el que mira un partido de fútbol del Barcelona o el Manschesteer o
vaya a saber qué, y que importa (lo mismo da), pero mirá si antes ibas a viajar
en un bondi y mirar un partido en una pequeña pantalla de un mini aparato, se
dice y sus ojos se desvían por la brisa, otra vez la brisa que, esta vez, le sopló
la oreja y la hizo mirar hacia afuera y ver al pobre tipo de la calle entre
medio de cartones durmiendo con Bob Marley, y otra vez esa imagen que
hace sentir pobre a cualquiera que tenga alma, maldice, y
media cuadra más adelante, los pies colgando y medio cuerpo de otro tipo dentro
de un contenedor, intentando rescatar algo, aunque sea algo para engañar ese
vacío estomacal inmenso pero ya acostumbrado como el de su vida. Esa pobre –pobrísima– y tan triste vida. Otra vez, otra vez esa
imagen, aprieta los dientes, cuando ni siquiera recorrió la mitad del camino,
la de ciento de mujeres y niños y ancianos sin techo y pura calle que, sin
embargo, no le quita el sueño a otros tantos miles. No como ese sueño con el
que intenta vencer el hippie de unos veintipoco que otra vez se tambalea y se
agarra del fierro y de la cabeza que lleva un pañuelo que le cubre los rulos
largos, y saca del bolsillo una caja de puchos que simulan ser Marlboro y sin
embargo son Cerrito, y se pone uno en los labios para pitar ni bien ponga el
pie en el asfalto porque no se aguanta, y con esos lentes oscuros y ese rostro
de corte fino y esa piel que le falta sol, lo mira bien ahora, le trae la
imagen de Fito por aquellos años en que el
amor después del amor sonaba cinco, seis, siete, diez veces por día en las FM
y “tal vez, se parezca a este rayo de
sol”, canta para adentro y se le eriza la piel, otra vez entre medio de la
brisa –¡la brisa!– que viene desde afuera, por ese día, el de hace pocos, cae
en la cuenta, en que Fito disparó miles de aplausos y risas y emociones, solo,
al piano, y ella estaba allí, y qué momento, y qué año, suspira, y cuántos
recuerdos piensa y tararea “y ahora que busqué y ahora que encontré el
perfume que lleva al dolor”, en el instante en que el hippie se desprende
del asiento y tambalea ahora porque el bondi pego la vuelta y lo agarró con las
manos en el aire mientras en la vereda son varios los que buscan una sombra a
la espera de otro bondi, y en la esquina otros tantos de detienen al antojo del
semáforo justo cuando ella se percata que esa mujer de espalda ancha y blusa blanca sentada
en el medio del bondi es quien parece ser, la que le aguantó la cabeza más de
una vez este año, y otro año se va, se fue, suspira, entonces se le acerca, la sorprende y se la
lleva al asiento del fondo porque hay uno vacío al lado de ella y porque esa
brisa, esa brisa.
Y que cómo estás, sueltan ambas y ríen y se dan un beso, y
dónde subiste pregunta ella, es que no te vi cuando subiste hace soltar la
risotada de su amiga, y qué adónde vas, y la alarma de un auto suena y las hace
mirar hacia afuera y molesta, ya no como Pettinati que sigue saliendo de los
parlantes del chofer, porque ya ni lo siente, y ellas repasan cómo estuvo la
Navidad, entre sonrisas, la de ella apenas una mueca porque hubiera querido otra
cosa, pero sí estuvo bárbaro, alucinante, y cómo será el año nuevo y que a
dónde vas y con quién lo pasas, y otro año, otro año que se va, se fue, piensa
ella de nuevo pera esta vez no suspira. Y le cuenta que se va a encontrar con
sus parientas en uno de esos clásicos boliches de Pocitos que tienen mesas
afuera y la bandera de Uruguay aún cuelgan de una pared –porque desde que
quedamos cuartos en el mundial de Sudáfrica somos más uruguayos que nunca–, en ese
boliche que le trae recuerdos y en que la cosa, piensa ahora, ya andaba mal,
allí donde las pizzas y fainas salen de a dos pero se pagan de a una y los
mozos no dan abasto cuando los de la otra punta de la ciudad suben de las playas
de estos chetos. Y que hace meses están por juntarse y que los horarios de una
y de la otra y qué mejor excusa que la de despedir el año, y levantar ese vaso
o esa jarra de cerveza para brindar por los buenos momentos, porque también
hubo de los buenos y muy buenos, y que por fin se va este año en que todo se le
ha movido y le ha dejado huellas, más huellas, y le sigue dejando, piensa
cuando la amiga ya llegó a su destino, y que pases lindo pero nos vemos mañana,
caen en la cuenta, porque al otro día es la otra despedida, y en estos días
todos se despiden como si no fuera a existir más nada. Y todo es despedido. Y
que se vaya de una buena vez este martes, el último del año, y este año. Este
año y para siempre.
Av. 18 de Julio, frente a la Intendencia de Montevideo.
Diciembre, 2016.
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