Me despierto pensando en ella.
En su sonrisa casi silenciosa y contagiosa, en las lágrimas que no puede
contener de la tentación cuando en esos encuentros, los nuestros, los del trío –porque
somos tres– ni siquiera alcanzan palabras para saber lo que a la otra se le
cruza por la cabeza, lo que piensa.
Basta una mirada, esa mirada cómplice, para largar la carcajada que sale casi
de la nada por ese chiste, de repente, tan boludo que nos tiene minutos,
minutos y minutos, y hasta increíblemente casi una hora, a veces, con los
abdominales duros y las cosquillas en la panza de la tentación incontenible porque
esa pelotudez disparó otra y otra y otra y otra y, entonces, los recuerdos de
aquel otro chiste, más pelotudo aún, se hilvana con este y las miradas se
cruzan y las sonrisas se apoderan de los cuerpos al punto que alguna ya se
olvida del chiste y se tienta por la forma de reírse de la otra, de ella, que
no emite sonido alguno pero le hace soltar cientos de lágrimas y sostenerse la
panza mientras la otra levanta la pierna y el pie derecho para darle un golpecito
al piso porque ya no da más, y no aguanta la risa, esa que a la otra, a mí, o a las
otras –a esa altura ya no damos más– nos hace agarrarnos la cabeza o llevarnos una mano a la
frente y taparnos los ojos mientras la risa sigue y sigue y sigue. Y en cada
encuentro, el de las tres, son infaltables esas risotadas que duran hasta que
las panzas piden basta por favor. Y ella empieza. Ella es la que casi siempre
empieza con esa sonrisa tan contagiosa como la de un perro pulgoso que se
afloja cuando las lágrimas se secan. Y es que ella es así. Espontánea, sencilla,
sensible y fuerte a la vez, militante, justiciera y luchadora. Una Mujer –con mayúscula– con una energía
poderosa que es capaz de dar hasta lo que no tiene por quien se le cruce en el
viaje de la vida. Una AMIGA tan incondicional como increíble, tan de fierro
como cómplice. Tan cómplice como escucha. Tan culpable –por suerte– de que este
trío se formara y reviviera después de idas y venidas y mudanzas y distancias
que no hicieron más que demostrarnos que los kilómetros no son impedimento para
estar en las buenas, buenísimas y, más aún y especialmente en esas malas en que
la vida nos pone a prueba, nos golpea y nos sacude para levantarnos nuevamente,
entre mates, cerveceadas y risotadas. Esas risotadas que tanto nos despojan, al
menos por un rato, de lo cotidiano, de las ocho horas diarias de laburo que a
ellas en particular las deja desquiciadas por esas realidades imposibles de
cambiar con las que su porfesión las enfrenta. Y entonces la pienso y la
recuerdo tan flaquita y de apenas más que un metro y medio, como yo, con esos
ojos a veces color miel, tan observadores con el mundo que los rodean, sentada
en el penúltimo banco contra la pared en un salón en donde éramos más de 40 y
un profesor enfrente y, años después a ambas, porque ahí empieza, medio sin
querer queriendo, el trío, pedaleando de una punta de la ciudad a la otra, juntas,
para aterrizar en los barrios periféricos y hacer las prácticas universitarias que
las hacen ser quienes son más allá de sus padres y sus infancias y tanta
historia, y los porrazos que el destino se emperra en ponernos dos por tres,
porque de eso se trata dice ella cada tanto, para seguir adelante de brazos
abiertos y la frente en alto y celebrar por esos 25 que tira en broma y que ya hace un buen rato pasó. Ella no es una hermana de sangre, por suerte,
pienso, porque seguro si lo fuera no seríamos tan como gemelas, o sí. Al verla uno
siente que se le llena el alma. Que ya está, que la vida no puede dar más
porque no hay mejor tesoro que su amistad. Y con ella el trío. Y las risotadas.
Y a quien le debo tanto. Tanto.
Sil. Agosto, 2016. |
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