sábado, 18 de febrero de 2017

A pleno

“…De vez en cuando la vida, afina con el pincel:
 se nos eriza la piel y faltan palabras
 para nombrar lo que ofrece a los que saben usarla…”

Joan Manuel Serrat

Y contaba los días. Desde el 1 de febrero le hacía una cruz a cada día en el almanaque que colgaba en una de las paredes de su pequeña oficina de la planta que es pura basura.  Ella trabaja entre la basura. Respira basura. De lunes a  jueves  y cada sábado del año durante 8 horas vive entre la basura. Desde las 5.oo que sube con la taza térmica con café al ómnibus que la lleva a la otra punta de la ciudad, cuando en invierno aún es noche y el frío se mete entre los huesos, hasta las primeras horas de la tarde que se va al otro trabajo donde limpia, también, otra mugre. Contaba los días. Y faltaba menos. Menos para dejar de lidiar con el sistema, con la violencia social, con la falta de apoyo de instituciones que hacen para emparchar y tapar agujeros, con la dejadez y el egoísmo de los que mandan y se descansan en el otro, en el empleado que sabe, que la lucha, que va a laburar con fiebre y una contractura en el medio de la espalda porque tiene la camiseta puesta desde hace años y porque si no el bolsillo queda apretadísimo y no da, pero que se recate y se maneje como él (ella) sabe y puede y lo ha hecho con lo mínimo e indispensable. Ella lidia con lo mínimo de herramientas y lo indispensable de apoyo cuando no es nulo. Y más días aparecían en cruces en ese almanaque. Y sus ansiedades crecían y faltaba menos. Faltaba poco para zafarle también al estrés que sufrió por ese momento de mierda que la asaltó por sorpresa, en que la violencia social y policial le tocó hondo. La angustiaron, la envolvieron en tremenda impotencia (y no es para menos) y hasta casi le arruinan las vacaciones. Las que todo laburante espera ansioso durante todo el año o al menos el segundo semestre.

Y el día llegó entre la indecisión del tiempo que si llovía o no, que si el temporal y mirá que si te agarra en el medio del camping armando la carpa, poniendo el techo, y que mejor me voy el sábado porque el viernes hay alerta, cambió el plan. Ese sábado en que además pasó a tener 51 febreros*. Y qué mejor que cazar los bolsos, la carpa y mandarse mudar para respirar esos aires. Esos aires. El de la costa, los médanos, la playa, el mar, los rayos del sol, el protector solar sumergido en el cuerpo, los eucaliptos, lo agreste del camping, el arroyo a los pies de la carpa, y hasta el olor a tierra mojada porque una vez que estás allí, y aunque no es lo ideal, qué importa si llueve si hasta disfrutas del aire a tierra mojada y aprovechas a sumergirte en la lectura que durante el año querés y ni podés porque el tiempo es tirano y que el trabajo y la casa y la cooperativa y el hogar y los recicladores y el sindicato y los padres y los sobrinos y las amigas. Pero no, ahora no es tiempo de pensar en eso. Ahora ella, aunque se despierta a las 5.00 porque el cuerpo es un reloj a cuerda, se queda en la cama que es un colchón inflable morrongueando y dando vueltas entre el sueño que sigue un par de horas más –por fin duerme hasta las 9.00 o las 10.00 y le parece mentira–  hasta que el cuerpo se cansa de ese inflable y le falta el aire entre las paredes del iglú y le entran las hormigas porque no se queda quieta. Nunca está quieta. Entonces se levanta y camina una cuadra con el higiénico en la mano y, 
vuelve y apronta el mate, y se embadurna el cuerpo con la pantalla 30 para ir a respirar esos aires. Los médanos, la playa, la arena, el mar. Ella puede estar horas sentada frente al mar. Es lo único que la deja quieta, al menos hasta que las rodillas y las piernas se le acalambran y sale a caminar por la orilla. Siempre por la orilla para que los pies sientan el mar. El mar. A ella le fascina el mar. Y la buena vida. Los placeres de la vida, dice mirando el cielo limpito de nubes (las horas que estuvo bien celeste), la línea fina del horizonte, lo llano de la costa, el banco que se forma en la orilla, los árboles detrás de los médanos, y más tarde el sol ocultándose frente a ella que a esa altura ya tiene otro mate y bizcochos o tortas fritas, y si el kiosquito de la playa abrió un daikiri de durazno encima. Y menos mal que no abrió todos los días porque sino me hubiera quedado sin guita, suelta con esa risa (que contagia) como de niña chica que se encapricha con algo y no para hasta conseguirlo. Y es que para eso están las vacaciones, y mirá lo que es esto, dice después, soltando despacito cada partícula de aire y adorando la naturaleza, el mar, la brisa, el momento. Ese momento tan ansiado en que se libera, se siente más feliz que nunca y agradecida por la vida aunque 350 días del año esté rodeada de basura, y aunque para otros sea tan accesible armar un bolso y marchar a cualquier balneario, cualquier fin de semana, para ella no es tan fácil. Pero ella se conforma con poco,  y cada momento, cada cosa que la vida le ofrece lo vive a pleno. Y así hace que uno lo sienta cuando está con ella, por más poco que eso sea. Es que ella contagia. Y es imposible no quererla. 

Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017. 



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