“En el borde de tu falda
hoy te vienen a entregar,
madre fuerza de las aguas,
flores blancas en el mar…
En el borde de tus aguas
hay un murmullo de sal,
son aladas tus espumas,
es salado tu cantar.
Hay flores en el mar,
hay flores en el mar…”
Jorge Drexler
Nelsa
le sonríe a la cámara. Es vendedora vieja, de hace años, años, dice al alpiste
de que alguien se acerque a preguntarle sobre una vela, una estampita, una flor
artificial, un rosario o la concha de mar decorada con brillantina y una
leyenda alrededor de la imagen de Iemanjá. O la Virgencita misma. Las
estatuillas de todos los tamaños y materiales y precios. Nelsa espera que
alguien pregunte un precio. Y si compra, mejor. Pero es mucha la competencia. El
parque está rodeado de puestitos hechos con un par de fierros y un toldo. A
veces ni toldo que ataje una posible llovizna o un inesperado ventarrón. Son
muchos los que ofrecen velas (en su mayoría blancas y celestes), rosarios, estampitas,
claveles y rosas (la de verdad y las de mentira), barcas de espuma plast
pequeñas, grandes y no tan grandes, y veladoras y cadenitas y remeras. Banderas,
toallas y hasta mates y bombillas. Hay virgencitas por doquier. Para donde sea
que uno mire. “Velas, velas” anuncia Nelsa para atraer público. Pero su voz es
muy fina y suave. En el tumulto apenas se escucha. Todos los años venimos, suelta
sin que le pregunte, pero este año mermó mucho. Muchísimo. Nelsa viene desde
Toledo con un flete que contrata. Es que si no cómo traemos todos estos fierros
y todo esto, dice con las manos apoyadas en la tabla que hace de mesa y al
alpiste que alguien se acerque, pregunte un precio. Algún precio. Y compre.
En
la vereda de enfrente, en la esquina del edificio Mercosur, mirando hacia la
playa Ramírez donde está la multitud, un grupo de ocho mujeres sostiene una
pancarta que en una cuidadosa imprenta grande y de color negro clama: “No más
sacrificio de animales”. Y con letras rojas, bien rojas, y signos de
exclamación remata que “violencia es matar”. Es que ellas consideran que se
puede vivir y comer bien sin tener que sacrificar a los animales. Son
activistas independientes, algunas integrantes de la Asociación de Veganos y Vegetarianos
del Uruguay. Saben que no pueden exigirle al gobierno que a los frigoríficos
les prohíban matar a los animales, pero por lo menos, dice Clora, que haya una
ley que no los maten así porque sí, por sacrificarlos nomás. Y es por eso “que estamos
acá pacíficamente”, bajo la consigna “Religión sin sacrificio”, sin mucha alharaca,
frente a las miles de creyentes “que está muy bien que tengan sus creencias
religiosas, pero que no tienen por qué sacrificar a ningún animal”. ¿Sabes lo
qué pasa?, se indigna Clora atajando la pancarta desde una punta, que hay cosas
que no se saben, que no se difunden. “Hace unos días apareció la cabeza de una
cabra en la playa del Buceo. Y por qué, por qué”, pregunta y se pregunta sin
tener respuesta. Son varias los que pasan, observan, se detienen, miran el
cartel, lo leen. Unos pocos preguntan, se ineteresan. La pancarta se mantiene
en alto y ellas casi en silencio, hasta que las velas ardan.
En
la playa una multitud se congrega. Y cada vez son más. Aunque Nelsa dice que
hay menos gente que otros años. Fieles que rezan y tiran ofrendas al mar y
hacen pozos en la arena para encender una vela por cada petición, religiosos inmaculados
de blanco que le cantan a la diosa del mar, curiosos que se acercan a observar la
fiesta, el ritual, los pobres tipos que aprovechan la multitud para hacerse
unos pesos a cambio de maní, pororo y velas. Los vendedores de velan pululan. Hasta
niños venden velas. Y otros que no entienden de que va, se zambullen en las olas
–el mar está movido– y juegan en la
arena entre los restos de ofrendas que es pura mugre. Y entre tanta suciedad
que forma una franja extensa y abarca desde una punta a la otra de la playa, un
linyera intenta rescatar alguna ofrenda. Aunque sea algo. Hay que andar con
cuidado sobre la orilla para no pisar ni las flores, ni la espuma plast, ni los
plásticos, ni las sandías, ni las velas, ni las aves y las ratas. Son muchas
las aves y las ratas muertas a la orilla del mar.
Y
son cientos los fieles que hacen cola durante horas para que un umbanda los santigüe
y les llene de “el espíritu de luz”. Es “caridad”,
dice María que está de blanco de pies a cabeza y mantiene en orden la fila que zigzaguea,
también, hasta la orilla del mar. Cuando la tarde se va haciendo noche y después del trabajo con los fieles, los
umbandas llevan la barca al mar entre cánticos y rezos y medio cuerpo en el
agua. Otros tantos caminan en círculo, bailan y alaban a Iemanjá rodeados de creyentes
rabiosos, de creyentes y de curiosos más que creyentes. Son muchos los que
asisten y los fieles, pero no todos participan. Yo vengo desde hace tiempo me dice
una cuarentona petiza, pero más bien porque a mi marido le gusta mirar. Es
creyente y a su hija, ahora adolescente, la trae desde chiquita, pero me da un
poco de miedo eso, dice con los ojos clavados en los inmaculados de blanco que
no dejan de girar en una ronda iluminada por velas blancas y celestes, cuando
la línea fina, finísima, del horizonte ya no se ve porque cayo la noche, y los
niños no juegan en las olas y el linyera no distingue entre la mugre y los
restos, y Nelsa seguro ya levanta campamento, y decenas, decenas de barcas y
flores flotan en el mar. Y las velas
arden por la diosa del mar.
Celebración
de Iemanjá, en la playa Ramírez. Montevideo.
Febrero, 2017.
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