sábado, 4 de febrero de 2017

Hasta que las velas ardan

“En el borde de tu falda
hoy te vienen a entregar,
madre fuerza de las aguas,
flores blancas en el mar…
 En el borde de tus aguas
hay un murmullo de sal,
son aladas tus espumas,
es salado tu cantar.
Hay flores en el mar,
hay flores en el mar…”

Jorge Drexler

Nelsa le sonríe a la cámara. Es vendedora vieja, de hace años, años, dice al alpiste de que alguien se acerque a preguntarle sobre una vela, una estampita, una flor artificial, un rosario o la concha de mar decorada con brillantina y una leyenda alrededor de la imagen de Iemanjá. O la Virgencita misma. Las estatuillas de todos los tamaños y materiales y precios. Nelsa espera que alguien pregunte un precio. Y si compra, mejor. Pero es mucha la competencia. El parque está rodeado de puestitos hechos con un par de fierros y un toldo. A veces ni toldo que ataje una posible llovizna o un inesperado ventarrón. Son muchos los que ofrecen velas (en su mayoría blancas y celestes), rosarios, estampitas, claveles y rosas (la de verdad y las de mentira), barcas de espuma plast pequeñas, grandes y no tan grandes, y veladoras y cadenitas y remeras. Banderas, toallas y hasta mates y bombillas. Hay virgencitas por doquier. Para donde sea que uno mire. “Velas, velas” anuncia Nelsa para atraer público. Pero su voz es muy fina y suave. En el tumulto apenas se escucha. Todos los años venimos, suelta sin que le pregunte, pero este año mermó mucho. Muchísimo. Nelsa viene desde Toledo con un flete que contrata. Es que si no cómo traemos todos estos fierros y todo esto, dice con las manos apoyadas en la tabla que hace de mesa y al alpiste que alguien se acerque, pregunte un precio. Algún precio. Y compre.

En la vereda de enfrente, en la esquina del edificio Mercosur, mirando hacia la playa Ramírez donde está la multitud, un grupo de ocho mujeres sostiene una pancarta que en una cuidadosa imprenta grande y de color negro clama: “No más sacrificio de animales”. Y con letras rojas, bien rojas, y signos de exclamación remata que “violencia es matar”. Es que ellas consideran que se puede vivir y comer bien sin tener que sacrificar a los animales. Son activistas independientes, algunas integrantes de la Asociación de Veganos y Vegetarianos del Uruguay. Saben que no pueden exigirle al gobierno que a los frigoríficos les prohíban matar a los animales, pero por lo menos, dice Clora, que haya una ley que no los maten así porque sí, por sacrificarlos nomás. Y es por eso “que estamos acá pacíficamente”, bajo la consigna “Religión sin sacrificio”, sin mucha alharaca, frente a las miles de creyentes “que está muy bien que tengan sus creencias religiosas, pero que no tienen por qué sacrificar a ningún animal”. ¿Sabes lo qué pasa?, se indigna Clora atajando la pancarta desde una punta, que hay cosas que no se saben, que no se difunden. “Hace unos días apareció la cabeza de una cabra en la playa del Buceo. Y por qué, por qué”, pregunta y se pregunta sin tener respuesta. Son varias los que pasan, observan, se detienen, miran el cartel, lo leen. Unos pocos preguntan, se ineteresan. La pancarta se mantiene en alto y ellas casi en silencio, hasta que las velas ardan.

En la playa una multitud se congrega. Y cada vez son más. Aunque Nelsa dice que hay menos gente que otros años. Fieles que rezan y tiran ofrendas al mar y hacen pozos en la arena para encender una vela por cada petición, religiosos inmaculados de blanco que le cantan a la diosa del mar, curiosos que se acercan a observar la fiesta, el ritual, los pobres tipos que aprovechan la multitud para hacerse unos pesos a cambio de maní, pororo y velas. Los vendedores de velan pululan. Hasta niños venden velas. Y otros que no entienden de que va, se zambullen en las olas  –el mar está movido– y juegan en la arena entre los restos de ofrendas que es pura mugre. Y entre tanta suciedad que forma una franja extensa y abarca desde una punta a la otra de la playa, un linyera intenta rescatar alguna ofrenda. Aunque sea algo. Hay que andar con cuidado sobre la orilla para no pisar ni las flores, ni la espuma plast, ni los plásticos, ni las sandías, ni las velas, ni las aves y las ratas. Son muchas las aves y las ratas muertas a la orilla del mar.  

Y son cientos los fieles que hacen cola durante horas para que un umbanda los santigüe y les llene de “el espíritu de luz”.  Es “caridad”, dice María que está de blanco de pies a cabeza y mantiene en orden la fila que zigzaguea, también, hasta la orilla del mar. Cuando la tarde se va haciendo noche  y después del trabajo con los fieles, los umbandas llevan la barca al mar entre cánticos y rezos y medio cuerpo en el agua. Otros tantos caminan en círculo, bailan y alaban a Iemanjá rodeados de creyentes rabiosos, de creyentes y de curiosos más que creyentes. Son muchos los que asisten y los fieles, pero no todos participan. Yo vengo desde hace tiempo me dice una cuarentona petiza, pero más bien porque a mi marido le gusta mirar. Es creyente y a su hija, ahora adolescente, la trae desde chiquita, pero me da un poco de miedo eso, dice con los ojos clavados en los inmaculados de blanco que no dejan de girar en una ronda iluminada por velas blancas y celestes, cuando la línea fina, finísima, del horizonte ya no se ve porque cayo la noche, y los niños no juegan en las olas y el linyera no distingue entre la mugre y los restos, y Nelsa seguro ya levanta campamento, y decenas, decenas de barcas y flores flotan en el mar.  Y las velas arden por la diosa del mar.

Celebración de Iemanjá, en la playa Ramírez. Montevideo. Febrero, 2017. 


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