domingo, 26 de febrero de 2017

El café que no salió, el diluvio y la concha de la vaca

Maldito tiempo. La negrura, la llovizna finita que empapa y, al ratito nomás, el sol entre nubarrones que amagan, van y vienen, y dejan el cielo limpito para que el astro,  haga lo suyo y todo cuerpo sude los 33 grados. Y en menos de una hora, nuevamente la negrura y la llovizna que se hace lluvia en cuestión de segundos. Y en minutos un diluvio con truenos y rayos que alumbran la oscuridad de la noche, y las estrellas. Enseguida del diluvio las estrellas. Acampar con tanta indecisión del tiempo es una incertidumbre. Pero ya están jugadas. Son las vacaciones de ella. Se había imaginado cientos de veces tirada en la arena, lagartenado hasta quedar negra, flotando en las aguas que no eran las verdes ni transparentes de Brasil (en las que había estado, por primera vez, unos meses antes), oliendo los eucaliptos del camping y no los de un incienso, y a orillas del río, que es el arroyo Sarandí en realidad, pero así suena más lindo y no hay como desayunar a los pies de esas aguas dulces, entre los árboles y un silencio que sería estremecedor si no fuera por el canto de los pájaros. El silencio de las 7.00 cuando el camping parece más muerto que vivo. Cuando no andan ni las moscas ni los perros. Sólo ella que madruga en la licencia por ese perverso reloj corporal acostumbrado a salir de la cama más rápido que ligero, en pleno invierno, para no perder el bondi que la traslada al destino que lleva su nombre para hacer las 12 horas diarias. A veces más. Ella se maldice. Es que el sueño se le corta y tiene que apretar los ojos fuerte, bien fuerte, y hacer añicos la almohada y abrazarla para retomar el sueño. Y se da vueltas de un lado a otro y pega un ronquido para seguir durmiendo, cuando no se sobresalta porque pierde ese bondi que ahora no toma porque son las vacaciones. Entonces pega otra vuelta y sigue entre medio de un respiro hecho suspiro.  

Enseguida que el ómnibus pasa el puente dobla a la izquierda. Ahí te bajas, le había indicado por mensaje a la flaca, aunque iría a esperarla media hora antes de lo previsto porque el bondi demoró más de la cuenta.  Menos mal que traje el libro, le escribió de nuevo cuando supo que a su amiga la paseaban por toda la costa. La saga de Milenium la tenía atrapadísima cuando el tiempo se emperraba en llevarle la contra. 10 minutos, nada. El sol a pleno después de tres días. El balneario ardía. 20, nada. No había rasgos de bondi alguno, y tremendo día de playa. Menos mal. Menos mal que tenía el libro, aunque no había banco ni murito ni un poste para apoyar las nalgas. 

Y qué lindo que llegaste. Hagamos el mate y no perdamos ni un minuto, vamos ya para la playa. Y las lenguas eran un pororó de cuentos porque había que ponerse al día. Y mirá qué día. Los brazos abiertos de ella adoraban el cielo celeste de no creer por tanta indecisión del tiempo, cuando justo a su celular le cayó un mensaje de ese número que no tiene nombre pero identifica perfectamente y no sabe si reír o llorar porque, otra vez, el dolor que no se le desprende por ese pasado tan maldito. Y mándalo a la mierda y apagá ese aparato y desenchúfate y vamos a darnos un baño, la sacó la flaca de ese trance en el que hasta el camping era puro recuerdo. Pero mirá que agua verde, está bien verde y esto es vida, repitió ella una, dos tres, cuatro veces, con esa risa que contagia. Y corrieron como dos pendejas pegando un vozarrón por las gotas que arrancaron como llovizna y terminaron en un diluvio como desatado por esa rabia interna, la de ella. Parecía joda tanto protector en las pieles que sé iban a poner de gallina cuando salieran del mar y bajo la lluvia, ahora más rebelde, porque el aire es otro. Para colmo, su única campera de abrigo quedó en la cuerda. Es que jamás imaginó que se iba a largar ese diluvio y, que si de noche me da frío como estos días. Pero qué importa si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios. Y aunque las duchas no estén calientes porque hasta la tarde-noche no se prenden, un duchazo vendría bien para calentar esos cuerpos, ya quemados, que largaban risas por no llorar.

Otra vez ella soltó el vozarrón porque tampoco imaginó que quedarían encerradas en el baño durante casi dos horas por los caprichos del tiempo que más tarde le aflojó al diluvio pero no a la llovizna constante que empapa y rompe los huevos cuando querés caminar por el centro en busca de un abrigo para atajarte de cualquier frío que pueda traer éste tiempo. Es que no hay ni una tienda abierta ni boliche para un café hirviendo que caliente los cuerpos porque no hay nadie, ni una mente, que se le ocurra poner un barcito para una tarde de lluvia, la concha de la vaca, rezonga ella en la cuadra de la Gaviota, la pizzería que no tiene pinta ni siquiera de abrir de noche, y cuanto más grande más idiota, le salió de alma justo cuando la flaca se empinaba del jugo en caja que terminó escupiendo por el estúpido chiste que le causó gracia por el tono de ella de tanta rabia y el perverso tiempo que le llevaba la contra. Qué tiempo. Y encima este balneario que está muerto y ni un cafecito se puede tomar, soltó ella después con menos cólera y ya resignada, cuando estaban en la otra punta, en el club Bello Horizonte porque la flaca juraba que estaba abierto. Pero no. También pegaba la siesta y ni siquiera un cartel con horarios para volver aunque sea más tarde por ese, ya maldito, café que ella buscó hasta en el único almacén de puertas para atrás donde pensó que a lo mejor… Y la concha de la vaca. Pero mirá si ahí van a tener, metió la flaca –que no aguantaba más el dolor de panza de tanta risa– a la altura ya de la rambla en que la llovizna había amainado un poco y faltaba menos para encontrar ese lugar en que se la jugaban a que estuviera abierto. Algo, al menos algo, tenía que estar abierto.

Y ¡sí, sííííí!, alzaron los brazos en un solo grito al ver, un cuadra antes, que alguien había adentro y podían sentarse para ese café que, al final (¡al final!), se convirtió en una Stella rubia por inercia nomás y la costumbre y las ganas de refrescar los cuerpos que después de casi dos horas de caminar de una punta a la otra, transpiraban. ¿Y el café?, se percató ella cuando a la botella le quedaba poco, entonces la flaca tuvo que sostenerse de la mesa. Es que no podía con la risa y el cuerpo se le aflojó, y qué hija de puta. Pero qué importa si ahora, mirá, estamos acá, en este club de la costa bien servido y hasta con glamour como le gusta a ella, sentadas frente al mar venerando increíblemente un atardecer con rojos y anaranjados y amarillos. Y esto es vida, apretó ella los labios agradeciendo ese momento, esos aires, ese cielo, el mar, entre cuentos, anécdotas y hazañas que retomaron y que en algún punto, saben, que las une como las ganas de seguir ya cuando la tarde se hizo noche, sin estrellas pero despejada, rumbo al otro boliche que ambas conocían, cada una por su cuenta, en donde también estarían bien servidas y hasta con esa música que a ella le trajo momentos enterrados de otras décadas. Las del dolor y el pasado que, ahora, sin embargo, merecían un brindis porque es parte de la vida y la hizo crecer tanto y “salú compañera”, y mirá esta rambla y esta noche que tiene el boliche abierto de puro pedo porque casi somos las únicas en el balneario por culpa de este tiempo, argumentó la dueña –joven, bella y simpática– que servía y cobraba, y les recomendó un gramajo revuelto de chuparse los dedos, antes de cruzar el puente para ir por un pool y otra Stella porque la noche es joven aún, y ahora sí hay estrellas, se percataron al balancearse sobre las dos únicas hamacas en el fondo de El tiburón, otra vez como dos pendejas, entre medio de ese aire que les cacheteaba el rostro. Y qué lindo aire. Qué aire.

Esos aires entre el nubarrón que amaga de nuevo y larga una llovizna apenas. Y otra vez el diluvio, aunque el sol sigue dando pelea y este tiempo que no sabe qué carajo hacer, puteó ella contra la vaca y la madre que las parió, al amanecer del día siguiente. Que vamos a la playa o mejor nos metemos en el salón del camping y abusamos de la lectura porque mirá si nos mojamos la única ropa que nos queda. Pero no, ¡no!, le lleva ella ahora la contra al tiempo, porque para encerrarme y leer está el año, y vamos de una vez a la playa se convencieron después de una hora de las amenazas del tiempo, con este aire ahora más fresco y a la mierda el plan B que la sumergiría a ella, otra vez, en la saga criminal y a la flaca en cuentos suicidas de un pueblo patagónico.

A Dios gracias por estas aguas que no son las verdes de Brasil, pero qué mar, ahora algo dulce por el cambio de marea de este tiempo que trae viento y agua como peste. Y el sol resplandece y ella se siente victoriosa porque le ganó la batalla al tiempo con su plan de pura playa que le dejó el cuerpo exhausto (y a esa altura más negro que rojo, y rosado en partes por la maya calada que jamás se había puesto), pero qué importa, si mirá lo que es esto, respiró profundo como soltando cada partícula de aire mezclado por el mar, la arena, la brisa y el protector que embadurna su piel. Mirá, mirá, estiró el cuello para adorar el cielo limpito, ahora entre los chiflidos de su estómago que no daba más porque ya había empezado la tarde y vamos por un almuerzo y otra chela bien helada, que les trajo un mozo no tan bonito pero buena onda de Floresta que hasta hizo sonar los parlantes especialmente para ellas, saltando de una cumbia a la otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como para que las dos quedaran contentas, y esto es vida repitió hasta el cansancio sin pensar en los mangos que va a tener que apretar el mes que viene por darse el gusto de comer afuera. Pero esto son las vacaciones y “salu compañera”, y yo no voy en tren, voy en avión, parece un coro de ranas con los brazos en alto, pitada va pitada viene, mientras la pizza no viene, y hacen reír a los viejitos de al lado, que son abuelos como los de la Nada, pero no se sabe de dónde. Es que la doña tiene pinta de gringa y de a ratos mete un buen inglés. Y qué rico está esto, saboreó el lehmeyún la flaca que pidieron para frenar las ganas de algo diferente y esto no puede más, sonrió ella entre la espuma de la chela que está de puta madre con las jarras sacadas del frezzer –como debe ser– que chocan como por quinta vez (perdieron la cuenta), antes de salir por más playa y sol y las olas y el viento, chiqui pun, chiqui pun y el frío del mar, verde, bien verde, no como el de Brasil.

Pero qué mar, largó ella en medio de planes para otro atardecer, esta vez, en la playa con un buen mate, previo a hacer las compras para el asadito a la parrilla que la flaca hizo, por primera vez, y la dejó tensa por mantener el fuego. Pero valió la pena porque ella, su amiga, se chupó hasta los huesos, y qué bueno estuvo el segundo pedazo y ese tinto de Mendoza que la flaca eligió porque sabe más de vino, y tuvo que abrir con el sacacorcho que se negaba a comprar porque salió más caro que el tinto. Pero qué importa, mirá qué noche teté de pura estrella y ni viento que apague el fuego que a la flaca la tiene en un sudor constante con más de 30 de temperatura y los mosquitos en la vuelta. Y por eso también hicieron otro brindis que no hizo ruido por el vaso de plástico de una y el de requesón de la otra, y es lo que hay valor y “salú compañera”. Y menos mal que el camping no duerme porque las risotadas hacen temblar hasta las aguas del río. Y esto es vida no se cansa de decir ella, aunque sabe muy bien el laburo que les dará levantar el techo y la carpa y los bolsos y la mar en coche, pero aún queda otro día espléndido porque las estrellas y la luna lo prometen. Y te despierto a las 6.00, le juró a la flaca porque mañana es el último día, que amaneció sin nubes. Por poco tiempo.

Qué tiempo y la concha. La de la vaca y la madre. Y este hijo de puta sigue emperrado, indeciso. Que sale el sol entre las nubes densas que amagan con otra lluvia sólo para joder nomás. Y la puta que los parió, pero se zambullen en esa playa en que hay que caminar más de una cuadra para que el agua llegue a las caderas, pero qué importa si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios. Y las dos quisieran que el agua esté más salada, pero éste tiempo. Y las piernas que no les dan más y las nubes traen una tormenta de la capital, pero el sol gana la pelea con esos rayos que la flaca no aguanta. Todo arde y las panzas chillan. Ya es mediodía. Vamos por esas galletas de campaña, que ella tuvo varios días entre ceja y ceja, para esos refuerzos de morcillas y el pedacito de asado de la noche anterior, y qué asado. Entonces sale un picnic a la orilla del río, que es arroyo en realidad pero queda más lindo llamar río, entre las sombras de los eucaliptos y la pantalla que las embadurna, y esos aires. Y mira lo que esto, dice ahora la flaca que se contagió. Y es que ella contagia. Su energía, su risa y su espíritu burlón que se le apagó cuando la venció el sueño porque los cuerpos no dan más de ir y venir, de playa en playa y de tanta ropa que sale y entra en el cuerpo grande de ella, y es que la maya húmeda y la seca y el pareó y el shorcito y la blusa y la concha de la vaca que hace largar la cargada de la flaca después de la siesta que se interrumpió por ese celular que pide auxilio, pero el Samsung con wassap (increíblemente ella tuvo wassap) se lo afanaron, y mejor no hablar de eso porque para qué amargarse ahora si no hay nada que  hacer. Y esto está divino, le dijo con ese vozarrón–que no hizo retumbar paredes porque no hay– al que la llamó antes de volver a la arena, al mar, a los médanos y esos aires que estaban calmos cuando se le prendió a la flaca del brazo y puso el grito en el cielo al ver el kiosquito de tragos abierto (¡al fin algo abierto!).

Y qué importa la guita si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios y esto son las vacaciones en las que para ella es imposible zafarle a ese ofertón de 2 x 1. Marche, entonces, un daikiri de durazno para ella y uno de melón para la flaca, le pide al rubiecito delicadito de ojos lindos que la caga cuando habla. Pero qué importa si mirá, mirá lo que esto, dice ella estirando la ‘a’ en el placer de ese momento frente a la inmensidad del mar del que se percata ahora, de más lejos, sentada en un banquito hecho con cajones de supermercado a los pies de los médanos. Y es como que no lo cree. Y gracias Dios y Universo, o quién sea que la escuche. Y qué pelotuda la gente que se amontona uno pegadito al otro habiendo tanta playa. Pero qué importa si este daikiri no puede más y el alcohol le afloja el cuerpo y la hace sentir como en esas nubes que la persiguieron toda la semana. Y aún queda tiempo para otro mate y un último atardecer, porque mañana hay que volver, la concha de la vaca. Entonces, otra vez, los cuerpos se desprenden de las mayas casi secas y se aprontan para una noche de pool y tragos porque ella quiere la revancha del primer partido que perdió en buena ley con una única bola para embocarle donde fuera. Y hasta se maquillan porque mirá  si consigo novio, ironiza ella. Alguien, aunque sea alguien. Y que lo parió la noche, de pura estrella, estira el cuello su amiga adorando ese cielo antes de llegar al almacén, frente al camping, al que fueron por un pomelo para aliviar los caprichos estomacales, y antes de prender el celular de la flaca para contarle al Quinteto de wassap de la playa, el mar, el daikiri, el rubiecito y el mozo de La Floresta y la música y la lluvia y el pool que ella jura que va a ganar porque quedó calentita. Pero no alcanzan a decir que no, que al final no sale nada, porque el tiempo es perverso. Parece joda. Es que llegaron al camino de los árboles, a la vuelta del campamento, y un viento fuerte nacido de la nada, revolea lo que venga y la flaca no da abasto con su pollera negra. Y ni siquiera llegaron a la rambla, pero mejor pegar la vuelta porque hasta las estrellas se esfumaron. Parece mentira che y que hijaputez, tiempo de mierda.


Con este aire que ya es otro y eriza los cuerpos cuando caen las primeras gotas ni bien cruzan el puentecito de madera en la entrada del camping y corren porque se viene una que va a quedar para el recuerdo y va a terminar con el mundo, pareciera. Las dos se ríen por no llorar porque ya ni siquiera una llovizna sino un diluvio desatado sin previo aviso con truenos y rayos, que hacen a ella evocar más que nunca a la concha de la vaca, a su madre, su padre, su hija, su hermana, sus sobrinos y todos los parientes que ni se imaginan que el techo de la carpa es pura agua, porque en la capital sí hay estrellas, y la canaleta se inunda y mirá si le entra agua a la carpa,  se acuerda ella de Dios que ahora le reza porque las papas queman, y meté todo en los bolsos flaca, meté todo como sea, mientras ella, otra vez, se desviste (en pleno camping) para ponerse la maya porque hay que armar de nuevo la canaleta que se inunda y éste viento, hay tatita, y menos mal que tenemos pala, y la flaca guarda que te guarda un poco nerviosa, pero segura porque ella, su amiga, es bien valiente y no tiene huevos pero es como si los tuviera. Aunque ya no está para estos trotes de idas y venidas al baño con el higiénico en la mano y el cepillo de dientes y el jabón y la toalla y la maya y la ropa y el shampoo y la crema de enguaje, y las idas y venidas en busca del agua caliente a la horas del mate, a las duchas frías, por estos terrenos ondulados y repechos de raíces que hay que andar esquivando, y que arma carpa y techo y colchón inflable y desarma, y la leña para el asado, que tronquito de acá y piña de allá y palito de más allá, y llevar hasta el parrillero, y todos esos bolsos y la silla y las frazadas. Y es que el bolsillo no da, y hasta el bondi sube de nuevo, asique quizás en las próximas vacaciones vuelvan con más de un abrigo y un destapador para el tinto, y por más daikiris (de ananá y frutilla porque hay que probar todo), y las tortas fritas que quedaron pendientes y la revancha. La del pool que ella quiere ganarle a la flaca como sea, y la del tiempo. También quiere ganarle al maldito tiempo que dos horas después del diluvio, en la última noche, dejó un cielo lleno de estrellas sólo para llevarle la contra, y la concha de la vaca y la madre que la parió. Y en  2018 vamos por la revancha.


 Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017.

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