Maldito
tiempo. La negrura, la llovizna finita que empapa y, al ratito nomás, el sol
entre nubarrones que amagan, van y vienen, y dejan el cielo limpito para que el
astro, haga lo suyo y todo cuerpo sude los
33 grados. Y en menos de una hora, nuevamente la negrura y la llovizna que se
hace lluvia en cuestión de segundos. Y en minutos un diluvio con truenos y
rayos que alumbran la oscuridad de la noche, y las estrellas. Enseguida del
diluvio las estrellas. Acampar con tanta indecisión del tiempo es una
incertidumbre. Pero ya están jugadas. Son las vacaciones de ella. Se había
imaginado cientos de veces tirada en la arena, lagartenado hasta quedar negra,
flotando en las aguas que no eran las verdes ni transparentes de Brasil (en las
que había estado, por primera vez, unos meses antes), oliendo los eucaliptos
del camping y no los de un incienso, y a orillas del río, que es el arroyo Sarandí
en realidad, pero así suena más lindo y no hay como desayunar a los pies de
esas aguas dulces, entre los árboles y un silencio que sería estremecedor si no
fuera por el canto de los pájaros. El silencio de las 7.00 cuando el camping
parece más muerto que vivo. Cuando no andan ni las moscas ni los perros. Sólo
ella que madruga en la licencia por ese perverso reloj corporal acostumbrado a salir
de la cama más rápido que ligero, en pleno invierno, para no perder el bondi
que la traslada al destino que lleva su nombre para hacer las 12 horas diarias.
A veces más. Ella se maldice. Es que el sueño se le corta y tiene que apretar
los ojos fuerte, bien fuerte, y hacer añicos la almohada y abrazarla para
retomar el sueño. Y se da vueltas de un lado a otro y pega un ronquido para
seguir durmiendo, cuando no se sobresalta porque pierde ese bondi que ahora no
toma porque son las vacaciones. Entonces pega otra vuelta y sigue entre medio
de un respiro hecho suspiro.
Enseguida que el ómnibus pasa
el puente dobla a la izquierda. Ahí te bajas, le había indicado por mensaje a la flaca, aunque iría
a esperarla media hora antes de lo previsto porque el bondi demoró más de la
cuenta. Menos mal que traje el libro, le escribió
de nuevo cuando supo que a su amiga la paseaban por toda la costa. La saga de
Milenium la tenía atrapadísima cuando el tiempo se emperraba en llevarle la
contra. 10 minutos, nada. El sol a pleno después de tres días. El balneario
ardía. 20, nada. No había rasgos de bondi alguno, y tremendo día de playa.
Menos mal. Menos mal que tenía el libro, aunque no había banco ni murito ni un
poste para apoyar las nalgas.
Y qué lindo que llegaste. Hagamos
el mate y no perdamos ni un minuto, vamos ya para la playa. Y las
lenguas eran un pororó de cuentos porque había que ponerse al día. Y mirá qué día. Los brazos abiertos de
ella adoraban el cielo celeste de no creer por tanta indecisión del tiempo, cuando
justo a su celular le cayó un mensaje de ese número que no tiene nombre pero identifica
perfectamente y no sabe si reír o llorar porque, otra vez, el dolor que no se
le desprende por ese pasado tan maldito. Y
mándalo a la mierda y apagá ese
aparato y desenchúfate y vamos a darnos un baño, la sacó la flaca de ese
trance en el que hasta el camping era puro recuerdo. Pero mirá que agua verde, está bien verde y esto es vida, repitió ella
una, dos tres, cuatro veces, con esa risa que contagia. Y corrieron como dos pendejas
pegando un vozarrón por las gotas que arrancaron como llovizna y terminaron en
un diluvio como desatado por esa rabia interna, la de ella. Parecía joda tanto
protector en las pieles que sé iban a poner de gallina cuando salieran del mar
y bajo la lluvia, ahora más rebelde, porque el aire es otro. Para colmo, su
única campera de abrigo quedó en la cuerda. Es que jamás imaginó que se iba a
largar ese diluvio y, que si de noche me
da frío como estos días. Pero qué importa si no hay rutina, ni trabajo, ni
estrés, ni horarios. Y aunque las duchas no estén calientes porque hasta la
tarde-noche no se prenden, un duchazo vendría bien para calentar esos cuerpos,
ya quemados, que largaban risas por no llorar.
Otra
vez ella soltó el vozarrón porque tampoco imaginó que quedarían encerradas en
el baño durante casi dos horas por los caprichos del tiempo que más tarde le
aflojó al diluvio pero no a la llovizna constante que empapa y rompe los huevos
cuando querés caminar por el centro en busca de un abrigo para atajarte de cualquier
frío que pueda traer éste tiempo. Es que no hay ni una tienda abierta ni
boliche para un café hirviendo que caliente los cuerpos porque no hay nadie, ni una mente, que se le ocurra poner
un barcito para una tarde de lluvia,
la concha de la vaca, rezonga ella en la cuadra de la Gaviota, la pizzería
que no tiene pinta ni siquiera de abrir de noche, y cuanto más grande más idiota, le salió de alma justo cuando la
flaca se empinaba del jugo en caja que terminó escupiendo por el estúpido
chiste que le causó gracia por el tono de ella de tanta rabia y el perverso
tiempo que le llevaba la contra. Qué
tiempo. Y encima este balneario que está muerto y ni un cafecito se puede tomar, soltó ella después con menos cólera
y ya resignada, cuando estaban en la
otra punta, en el club Bello Horizonte porque la flaca juraba que estaba
abierto. Pero no. También pegaba la siesta y ni siquiera un cartel con horarios
para volver aunque sea más tarde por ese, ya maldito, café que ella buscó hasta
en el único almacén de puertas para atrás donde pensó que a lo mejor… Y la concha de la vaca. Pero mirá si ahí van a tener, metió la
flaca –que no aguantaba más el dolor de panza de tanta risa– a la altura ya de
la rambla en que la llovizna había amainado un poco y faltaba menos para
encontrar ese lugar en que se la jugaban a que estuviera abierto. Algo, al
menos algo, tenía que estar abierto.
Y
¡sí, sííííí!, alzaron los brazos en un solo grito al ver, un cuadra antes, que
alguien había adentro y podían sentarse para ese café que, al final (¡al final!),
se convirtió en una Stella rubia por inercia nomás y la costumbre y las ganas
de refrescar los cuerpos que después de casi dos horas de caminar de una punta
a la otra, transpiraban. ¿Y el café?,
se percató ella cuando a la botella le quedaba poco, entonces la flaca tuvo que
sostenerse de la mesa. Es que no podía con la risa y el cuerpo se le aflojó, y qué hija de puta. Pero qué importa si
ahora, mirá, estamos acá, en este
club de la costa bien servido y hasta con glamour como le gusta a ella, sentadas frente al mar venerando increíblemente
un atardecer con rojos y anaranjados y amarillos. Y esto es vida, apretó ella los labios agradeciendo ese momento, esos
aires, ese cielo, el mar, entre cuentos, anécdotas y hazañas que retomaron y
que en algún punto, saben, que las une como las ganas de seguir ya cuando la
tarde se hizo noche, sin estrellas pero despejada, rumbo al otro boliche que
ambas conocían, cada una por su cuenta, en donde también estarían bien servidas
y hasta con esa música que a ella le trajo momentos enterrados de otras
décadas. Las del dolor y el pasado que, ahora, sin embargo, merecían un brindis
porque es parte de la vida y la hizo
crecer tanto y “salú compañera”, y mirá esta
rambla y esta noche que tiene el boliche abierto de puro pedo porque casi
somos las únicas en el balneario por culpa de este tiempo, argumentó la dueña –joven,
bella y simpática– que servía y cobraba, y les recomendó un gramajo revuelto de
chuparse los dedos, antes de cruzar el puente para ir por un pool y otra Stella
porque la noche es joven aún, y ahora sí hay estrellas, se percataron al
balancearse sobre las dos únicas hamacas en el fondo de El tiburón, otra vez como dos pendejas, entre medio de ese aire que
les cacheteaba el rostro. Y qué lindo aire. Qué aire.
Esos
aires entre el nubarrón que amaga de nuevo y larga una llovizna apenas. Y otra vez el diluvio, aunque el sol sigue
dando pelea y este tiempo que no sabe qué carajo hacer, puteó ella contra la
vaca y la madre que las parió, al amanecer del día siguiente. Que vamos a la
playa o mejor nos metemos en el salón del camping y abusamos de la lectura porque
mirá si nos mojamos la única ropa que nos
queda. Pero no, ¡no!, le lleva ella ahora la contra al tiempo, porque para encerrarme y leer está el año,
y vamos de una vez a la playa se
convencieron después de una hora de las amenazas del tiempo, con este aire
ahora más fresco y a la mierda el plan B que la sumergiría a ella, otra vez, en
la saga criminal y a la flaca en cuentos suicidas de un pueblo patagónico.
A Dios gracias por estas
aguas que no son las verdes de Brasil, pero
qué mar, ahora algo dulce por el cambio de marea de este tiempo que trae viento
y agua como peste. Y el sol resplandece y ella se siente victoriosa porque le
ganó la batalla al tiempo con su plan de pura playa que le dejó el cuerpo exhausto
(y a esa altura más negro que rojo, y rosado en partes por la maya calada que
jamás se había puesto), pero qué importa,
si mirá lo que es esto, respiró profundo como soltando cada partícula de
aire mezclado por el mar, la arena, la brisa y el protector que embadurna su
piel. Mirá, mirá, estiró el cuello
para adorar el cielo limpito, ahora entre los chiflidos de su estómago que no
daba más porque ya había empezado la tarde y
vamos por un almuerzo y otra chela bien helada, que les trajo un mozo no
tan bonito pero buena onda de Floresta que hasta hizo sonar los parlantes especialmente
para ellas, saltando de una cumbia a la
otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como para que las
dos quedaran contentas, y esto es vida
repitió hasta el cansancio sin pensar en los mangos que va a tener que apretar el
mes que viene por darse el gusto de comer afuera. Pero esto son las vacaciones
y “salu compañera”, y yo no voy en tren,
voy en avión, parece un coro de ranas con los brazos en alto, pitada va
pitada viene, mientras la pizza no viene, y hacen reír a los viejitos de al
lado, que son abuelos como los de la Nada, pero no se sabe de dónde. Es que la
doña tiene pinta de gringa y de a ratos mete un buen inglés. Y qué rico está esto, saboreó el lehmeyún
la flaca que pidieron para frenar las ganas de algo diferente y esto no puede más, sonrió ella entre
la espuma de la chela que está de puta
madre con las jarras sacadas del frezzer –como debe ser– que chocan como
por quinta vez (perdieron la cuenta), antes de salir por más playa y sol y las olas y el viento, chiqui pun, chiqui
pun y el frío del mar, verde, bien verde, no como el de Brasil.
Pero qué mar, largó ella en medio de planes para
otro atardecer, esta vez, en la playa con un buen mate, previo a hacer las
compras para el asadito a la parrilla que la flaca hizo, por primera vez, y la
dejó tensa por mantener el fuego. Pero valió la pena porque ella, su amiga, se
chupó hasta los huesos, y qué bueno
estuvo el segundo pedazo y ese tinto de Mendoza que la flaca eligió porque
sabe más de vino, y tuvo que abrir con el sacacorcho que se negaba a comprar
porque salió más caro que el tinto. Pero
qué importa, mirá qué noche teté de pura estrella y ni
viento que apague el fuego que a la flaca la tiene en un sudor constante con más
de 30 de temperatura y los mosquitos en la vuelta. Y por eso también hicieron otro
brindis que no hizo ruido por el vaso de plástico de una y el de requesón de la
otra, y es lo que hay valor y “salú compañera”. Y menos mal que el camping no
duerme porque las risotadas hacen temblar hasta las aguas del río. Y esto es vida no se cansa de decir ella,
aunque sabe muy bien el laburo que les dará levantar el techo y la carpa y los
bolsos y la mar en coche, pero aún queda otro día espléndido porque las estrellas
y la luna lo prometen. Y te despierto a las
6.00, le juró a la flaca porque mañana es el último día, que amaneció sin
nubes. Por poco tiempo.
Qué tiempo y la
concha. La de la vaca y la madre. Y este
hijo de puta sigue emperrado, indeciso. Que sale el sol entre las nubes
densas que amagan con otra lluvia sólo para joder nomás. Y la puta que los parió, pero se zambullen en esa playa en que hay
que caminar más de una cuadra para que el agua llegue a las caderas, pero qué
importa si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios. Y las dos
quisieran que el agua esté más salada, pero éste tiempo. Y las piernas que no
les dan más y las nubes traen una tormenta de la capital, pero el sol gana la pelea
con esos rayos que la flaca no aguanta. Todo arde y las panzas chillan. Ya es
mediodía. Vamos por esas galletas de
campaña, que ella tuvo varios días entre ceja y ceja, para esos refuerzos de
morcillas y el pedacito de asado de la noche anterior, y qué asado. Entonces sale un picnic a la orilla del río, que es
arroyo en realidad pero queda más lindo llamar río, entre las sombras de los
eucaliptos y la pantalla que las embadurna, y esos aires. Y mira lo que esto, dice ahora la flaca que se contagió. Y es que
ella contagia. Su energía, su risa y su espíritu burlón que se le apagó cuando
la venció el sueño porque los cuerpos no dan más de ir y venir, de playa en
playa y de tanta ropa que sale y entra en el cuerpo grande de ella, y es que la
maya húmeda y la seca y el pareó y el shorcito y la blusa y la concha de la vaca que hace largar la
cargada de la flaca después de la siesta que se interrumpió por ese celular que
pide auxilio, pero el Samsung con wassap (increíblemente
ella tuvo wassap) se lo afanaron, y mejor no hablar de eso porque para qué
amargarse ahora si no hay nada que hacer.
Y esto está divino, le dijo con ese
vozarrón–que no hizo retumbar paredes porque no hay– al que la llamó antes de
volver a la arena, al mar, a los médanos y esos aires que estaban calmos cuando
se le prendió a la flaca del brazo y puso el grito en el cielo al ver el
kiosquito de tragos abierto (¡al fin algo abierto!).
Y
qué importa la guita si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios y esto
son las vacaciones en las que para ella es imposible zafarle a ese ofertón de 2
x 1. Marche, entonces, un daikiri de durazno para ella y uno de melón para la
flaca, le pide al rubiecito delicadito de ojos lindos que la caga cuando habla.
Pero qué importa si mirá, mirá lo que
esto, dice ella estirando la ‘a’ en el placer de ese momento frente a la
inmensidad del mar del que se percata ahora, de más lejos, sentada en un banquito
hecho con cajones de supermercado a los pies de los médanos. Y es como que no
lo cree. Y gracias Dios y Universo, o
quién sea que la escuche. Y qué pelotuda
la gente que se amontona uno pegadito al otro habiendo tanta playa. Pero
qué importa si este daikiri no puede más
y el alcohol le afloja el cuerpo y la hace sentir como en esas nubes que la
persiguieron toda la semana. Y aún queda tiempo para otro mate y un último
atardecer, porque mañana hay que volver, la
concha de la vaca. Entonces, otra vez, los cuerpos se desprenden de las
mayas casi secas y se aprontan para una noche de pool y tragos porque ella
quiere la revancha del primer partido que perdió en buena ley con una única
bola para embocarle donde fuera. Y hasta se maquillan porque mirá si consigo novio, ironiza ella. Alguien,
aunque sea alguien. Y que lo parió la
noche, de pura estrella, estira el cuello su amiga adorando ese cielo antes
de llegar al almacén, frente al camping, al que fueron por un pomelo para
aliviar los caprichos estomacales, y antes de prender el celular de la flaca
para contarle al Quinteto de wassap de la playa, el mar, el daikiri, el
rubiecito y el mozo de La Floresta y la música y la lluvia y el pool que ella
jura que va a ganar porque quedó calentita. Pero no alcanzan a decir que no,
que al final no sale nada, porque el tiempo es perverso. Parece joda. Es que llegaron
al camino de los árboles, a la vuelta del campamento, y un viento fuerte nacido
de la nada, revolea lo que venga y la flaca no da abasto con su pollera negra. Y
ni siquiera llegaron a la rambla, pero mejor pegar la vuelta porque hasta las
estrellas se esfumaron. Parece mentira
che y que hijaputez, tiempo de mierda.
Con
este aire que ya es otro y eriza los cuerpos cuando caen las primeras gotas ni
bien cruzan el puentecito de madera en la entrada del camping y corren porque se
viene una que va a quedar para el recuerdo y va a terminar con el mundo,
pareciera. Las dos se ríen por no llorar porque ya ni siquiera una llovizna
sino un diluvio desatado sin previo aviso con truenos y rayos, que hacen a ella
evocar más que nunca a la concha de la vaca, a su madre, su padre, su hija, su
hermana, sus sobrinos y todos los parientes que ni se imaginan que el techo de
la carpa es pura agua, porque en la capital sí hay estrellas, y la canaleta se
inunda y mirá si le entra agua a la carpa, se acuerda ella de Dios que ahora le reza
porque las papas queman, y meté todo en
los bolsos flaca, meté todo como sea,
mientras ella, otra vez, se desviste (en pleno camping) para ponerse la maya porque
hay que armar de nuevo la canaleta que se inunda y éste viento, hay tatita, y menos mal que tenemos pala, y la flaca guarda que te guarda un poco
nerviosa, pero segura porque ella, su amiga, es bien valiente y no tiene huevos
pero es como si los tuviera. Aunque ya no está para estos trotes de idas y
venidas al baño con el higiénico en la mano y el cepillo de dientes y el jabón
y la toalla y la maya y la ropa y el shampoo y la crema de enguaje, y las idas
y venidas en busca del agua caliente a la horas del mate, a las duchas frías, por
estos terrenos ondulados y repechos de raíces que hay que andar esquivando, y
que arma carpa y techo y colchón inflable y desarma, y la leña para el asado,
que tronquito de acá y piña de allá y palito de más allá, y llevar hasta el parrillero,
y todos esos bolsos y la silla y las frazadas. Y es que el bolsillo no da, y
hasta el bondi sube de nuevo, asique quizás en las próximas vacaciones vuelvan con
más de un abrigo y un destapador para el tinto, y por más daikiris (de ananá y
frutilla porque hay que probar todo), y las tortas fritas que quedaron
pendientes y la revancha. La del pool que ella quiere ganarle a la flaca como
sea, y la del tiempo. También quiere ganarle al maldito tiempo que dos horas
después del diluvio, en la última noche, dejó un cielo lleno de estrellas sólo
para llevarle la contra, y la concha de la vaca y la madre que la parió. Y en 2018 vamos
por la revancha.
Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017.
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