Son casi las 14.00 de un viernes
de enero de intenso calor. Por la calle Alzaibar quedan cajones, fierros,
camiones que se cargan, restos de fruta y verdura y papeles. Basura. Los
feriantes levantan los restos de un agobiante día al rayo del sol. Sudan la gota
gorda. Los turistas van y vienen. Algunos pasean por esas calles llenas de
historia. Otros almuerzan entre glamourosas
ofertas y platos típicos que hay en la vuelta. Hay menús por doquier. A unos
pasos, para estampar el recuerdo, algunos fotografían el monumento a Zabala en
una de las plazas más antiguas del barrio y la ciudad, y el majestuoso Palacio
Taranco. A los pies de todos ellos,
Taiana levanta los sombreros que vende a cambio de unos mangos. Es ecuatoriana,
como Sandy*. Y vende lo mismo que Sandy. Pero Taiana hace unos meses nomás que
piso nuestras tierras para ganarse la vida. Sólo unos meses, me dice casi sin
levantar la vista. Sus manos están ocupadas (y apuradas) en guardar las prendas
en una bolsa blanca y grande de arpillera. Dice que los días de feria [martes y
viernes] la dejan instalarse en la peatonal. La de la feria. No Sarandí, la
peatonal principal de Ciudad Vieja, la más transitada por todos esos cuerpos de
otros continentes que viajan miles de horas en monstrusos barcos que avisan
cuando estancan y llegan a puerto. Algo se movió, dice Taiana respecto a las
ventas. Sus manos no se quedan quietas. Aún le queda un montón para guardar. La
manta es grande, amplia. Pero no es lo mismo que estar en la peatonal, retoma
en su tono suave, meneando la cabeza y dando una mano contra su pierna. La
Sarandí. No es lo mismo, dice. No es lo mismo.
Calle Alzaibar, Ciudad Vieja.
Montevideo. Enero, 2017.
**Entradas
relacionadas:
No hay comentarios:
Publicar un comentario