miércoles, 8 de marzo de 2017

Desde el quinto día

Ella se cansó. Se cansó de callar. De ese nudo que la atraganta desde hace 26 años. De la mala pasada que le jugó la vida desde el quinto día que se casó. Y por eso me pide por favor, que escriba, que cuente. Es que ya no da más. No da más de tanta violencia machista. No aguanta más que un hombre la ningunee, la pisotee, la maltrate. Y del abuso del poder del que muchos se aprovechan. No aguanta más.

A principios de febrero Lourdes se bajó del ómnibus a dos cuadras de su casa. Caminó hasta el supermercado y cuando abrió el locker para guardar la mochila se percató que estaba abierta. Empezó a buscar. Le faltaba el Samsung. El celular que se lo había comprado hacía apenas dos semanas. El celular que recién a mitad de año terminará de pagar. El celular que el sistema le obligó a comprar porque ya nadie escribe por mensaje de texto, y por eso, el que las amigas le obligaron a comprar. Es que ahora todo funciona por wassap. Salió sin hacer las compras. Fue a la comisaría que está a la vuelta del supermercado, a cuatro cuadras de su casa, cuando ya era casi de noche. Y después de lo que vivió allí, que traspasó todo su ser, se dio cuenta que no va a dejar nunca más que una persona le pase por encima de una manera tan arbitraria, tan impune, tan déspota. Y se dio cuenta, también, que hay muchas cosas que jamás contó, que se las guardó durante años. Por la vergüenza. Porque antes las mujeres callaban, aguantaban. Y porque fue lo que aprendió. Porque su madre también calló. Porque antes era natural que las mujeres soportaran la violencia que no era vista como violencia. Es por eso que ella es de una forma y no de otra, dice. De eso también se dio cuenta. Ese día, le cayeron muchas fichas.

Ella no es mujer de wassap. La comunicación no pasa por ahí. La comunicación es otra cosa, dice. Es mirarse a los ojos, observar los gestos y percibir, incluso, los silencios que se dan en el cara a cara. Por eso se negaba a tener un celular nuevo, moderno. Y entiende por qué se le robaron. Aunque se había adaptado a él, y hasta le había tomado el gusto a esa nueva, para ella, modalidad de mandar un mensaje de audio –era cómodo, reconoce– pero no lo quería. Y se desprendió de él de la forma más espantosa.

En la comisaría hace la denuncia y le pide a la mujer que la atiende ver las cámaras. Estaba convencida que la habían robado en la parada. La empleada le dice que no, que las cámaras no pueden verse. Entonces pide hablar con un supervisor. El subcomisario se presenta, ella le estira la mano y le dice su apellido. Él la deja con la mano en el aire. Ella explica de nuevo lo del robo y pide nuevamente ver las cámaras. El subcomisario le responde que las cámaras no se muestran. Se da media vuelta y la deja hablando sola.

–Al chorro lo entiendo, pero a vos no, y al que voy a denunciar es a vos, porque no haces tu trabajo –le salió de las entrañas con la calma que adquirió después de varias malas experiencias y meses de terapia. En segundos nomás Lourdes se encontró rodeada de tres milicos que la conducían con su cuerpo y no la dejaban moverse. Y la metieron en un cuartito, presa, por desacato. Luego la llevaron al móvil, rumbo al Prado para que una médica constatara que no tuviera lecciones. Le hizo mil preguntas, le miro las piernas, le hizo bajarse el pantalón. Para atajarse, ironiza, mirá si después decía que en la comisaría me habían golpeado. Y desde que entró hasta que la soltaron, tuvo los tres milicos y un patrullero a su disposición. Como si fuera ella la chorra. Por poco zafó de la revista, que es cuando te mandan a otro cuartito y te desnudan, me explica. Pero querían meterla entre rejas.

– Yo no soy delincuente, presa no voy– le dijo cruzada de piernas a los policías. La dejaron sola con una policía custodiándola, entre los gritos de los presos y los olores intensos que hay en esos lugares. Hasta que llegaron las órdenes  de los jueces y la soltaron. Ya era medianoche. El día siguiente. Un día que perdió de trabajo por los malos momentos vividos, el estrés y la indignación. Y la tristeza de ver a su hija desestabilizada por tanta violencia y el terror de salir a la calle. Su hija tuvo varios días con miedo. Y nunca entendió cómo su madre estuvo tan tranquila. Es que aprendió que le tiene que hacer pecho a la vida cuando la sorprende para mal. Que si se desequilibra es peor. Que si hace un escándalo no llega a ningún lado. Esto pasó y vamo’ arriba, dice. “Y siempre hay cosas peores que te asusten más, que te preocupen más, que te ahoguen más. Y tenés que mantener la calma para salir adelante”. Pero “nunca más voy a permitir que un tipo me meta el dedo en el culo”. Como lo permitió durante muchos años. Muchos.

A los 18 se enamoró. Perdidamente. El noviazgo duró 9 meses. Después se casó. Lourdes venía con ese mandato social de que la mujer vive toda su vida con el mismo hombre y que el divorcio es una frustración. Por eso la mujer debía aguantar. Todo. Lo que sea. Su padre era alcohólico. Su madre aguantaba. Su esposo venía de una familia violenta. Una madre, también, alcohólica y un padre golpeador. Pero ella pensó que su amor lo salvaba, como las cenicientas, dice con una sonrisa inocente. Ella siempre creyó en el amor de los cuentos de hadas, en la típica vida de hijos y una casa y vivamos felices para siempre. Y lo siguió hasta el fin del mundo. Hasta Argentina, lejos de su familia, y al principio, en un lugar diminuto, espantoso, con un baño compartido y sin cocina. Pero no le importaba.
Al quinto día de estar casados, se juntaron con unos amigos. Y entre risas y cuentos y anécdotas, la pareja de amigos dijo algo que a él le fastidió, cree recordar, y que ella festejó con más sonrisas. Entonces él se violentó.
–Apaga la luz– le pidió él de mala gana cuando ya habían llegado y una vez acostados.
– Ya la apago– contestó ella, mansa.
–Apaga la luz– repitió él con un tono de voz más alto.
– Ya la apago–volvió a decir ella, sin saber que enseguida, él iba a darse vuelta y estamparla de un tortazo en la cara. 

“Nunca entendí mucho por qué, si fue porque no le gustó lo que ellos dijeron o porque yo me reí”. Ella lloró, lloró, lloró. Hasta el otro día que fue a la plaza más cerca, se sentó y siguió entre llantos sin saber qué hacer. Tenía que decidir qué carajo hacer. Y optó. Optó por resistir convencidísima que el amor iba a poder con todo. Por creer que eso no iba a pasar más. Por creerse “la mujer maravilla”. Por aguantar ese dolor que, en ese entonces, jamás imaginó que le iba a durar casi toda la vida. Él lloró, pidió perdón “y toda la historia”. Pero fue ahí que  empezó la verdadera historia. La que fue variando y tomando diferentes tonos de agresión con el correr de los años. Primero un bofetazo, después un “idiota”, un “la hamburguesa está horrible” y “si no te gusta agarra el pasaje, que tiene vuelta, y ándate”. Y  cuando nació la nena todos los días era un “si le pasa algo a nuestra hija, te mato”. Obvio que era mi hija y la iba a cuidar con todo el amor del mundo, dice. Pero en esa rosca entró. Y se perdió. Se perdió en ese mar de violencia, de ninguneo, que tenía algunas cosas buenas: él planchaba y lavaba, mientras ella borraba cada agresión. Como aquel plato de fideos que una vez le tiró, y años después una amiga, que se enteró del cuento por su hija, le preguntó si era cierto. Y ella no lo recordaba. La hija sí. 

Porque cada hecho de violencia lo anuló como mecanismo de defensa para seguir viviendo. Y así hizo dos caminos. Uno que le llevó a ser un Carlitos, a cortarse el pelo horrible, a vestirse horrible, a no pintarse las uñas, a dejar de lado su femineidad, pensando que si él la quería, que la quisiera como era. El otro camino fue soportar. Soportar estoicamente tanta violencia a cambio de amor y comprensión. Cuando su hija llegó a los 20 años, las agresiones de él se convirtieron en “no te quiero más, no te quiero más, no te quiero más”. Ocho veces Lourdes repite el “no te quiero más” que él le recalcaba. Y “cuando termine la cooperativa me voy”. No hubo acto más agresivo, piensa ella ahora, que ventilar a cuatro vientos que él sólo estaba ahí para lavar sus culpas y dejar a su hija bajo techo. En una casa en que ella le puso el amor que él jamás sintió. Pero ella se dio cuenta de eso mucho después. Mientras, pensaba que no, que eso no iba a pasar. Y él se fue. Y ella se cansó de todo y hasta dejó de sentir.  El amor, el sexo. Todo. Y todo el amor se transformó en odio. Un odio visceral, dice. Y lo dice con odio.

Ahora, siete años después, ella habla y se siente diferente. La terapia la ayudó a descubrir que adentro de ella había otra Lourdes además de la que tanto soportó. Una mujer bellísima, fuerte, trabajadora, madraza, femenina, de tacos y pollera y aros largos y claritos en el pelo cada tanto, la que intentó perdonar a ese hombre que la lastimó desde el quinto día, y a ella. Perdonarse a ella, por sobre todas las cosas. Y a su hija que le mintió durante tantos años haciéndole creer que de las puertas para adentro eran una familia perfecta.

Un día ella se enojó con la hija y la rezongó. La hija de apenas 14 años, se dibujó una cara en la mano. Se la mostró a ella y le dijo: “Yo con vos no hablo, habla con mi cara”. Y le puso enfrente ese rostro dibujado. Es que Lourdes no tenía el respeto de su hija. Cómo lo iba a tener, si no me respetaba a mí misma, dice ahora aguantando el llanto que le provoca ese dolor. Hoy, dice, no sólo me respeta como mujer, nos adornamos. Y le es fiel. Y pudieron reformular la relación desde las cenizas. Por eso hoy Lourdes se siente más entera que nunca a pesar de esa historia, la suya, en la que la regla básica era soportar, aguantar. Pero ya no. Ya no, repite moviendo la cabeza. Ya no soporta ni siquiera que un milico quiera hacer su trabajo ni mucho menos que la quiera llevar presa por denunciar que le roban.

Ella sabe que hay muchísimas mujeres y hombres que sufren violencia. Más de lo que nos imaginamos, asegura. Es que ella lo ve todos los días. Trabaja con población vulnerable en donde se cagan a palos mutuamente, donde la violencia funciona de una manera perversa: “Vos me das, yo te doy”. Ella, en cambio, jamás le levantó la mano a ese hombre que tanto amó. Pero de alguna forma tenía que vengarse, entonces no le permitía tocar la guitarra que era su pasión. Y es que pasó 24 años sojuzgada, con miedo y sin ganas ya en los últimos años, de entrar a su casa porque seguro algo a él le había pasado. Y otra vez escuchar las quejas. “Saber qué problema tenía en el trabajo, qué carajo le molestaba ahora, qué lo enojaba de la cooperativa, que lo enojaba de nuestra hija, de mí”.  Y ella no podía evitar sentirse culpable. "Y la culpa se te va apoderando de las entrañas y te toma el cuerpo". Y es por eso que hoy su cuerpo le cobra factura. Si no es un mioma es un pólipo, si no es un pólipo es un mioma. Todo lo lleva adentro. Esos años de tanto dolor los lleva adentro, podridos, dice, y ella aguantaba. “Aguantaba que en Argentina yo era la esposa de, y él era el macho, el proveedor”. Al volverse a Uruguay ella, sin darse cuenta al principio, pasó a ser Lourdes, Lourdes la que trabaja en la ONG, Lourdes la capataza, Lourdes la cooperativista, Lourdes la jefa de casa, Lourdes, Lourdes. Y creo que eso, dice, no se lo fumó. “Porque una cosa es ningunear a una mujer que no tienen voz ni voto y otra cosa es hacerlo con alguien que sí tiene voz y voto”. Y él fue siempre tan hábil y manipulador, piensa en voz alta. Pero hasta el día de hoy no se acerca a su hija por serle fiel a ella, su madre. Y en realidad, cree, no se le acerca porque no puede hacerlo. Porque no tiene cómo.

Su ida, la de él, lo del robo, la violencia de las autoridades, del subcomisario, la indiferencia, la violencia del sistema, y el cuerpo que le pasa factura, a todo Lourdes le está agradecida porque si no hubiera sido por todo eso no se hubiera encontrado con ella misma. No sería feliz como hoy lo es. No disfrutaría de la vida como lo hace. No valoraría tantas cosas que antes no valoraba. En este momento, dice, si no hubiera pasado todo eso, me enroscaría y lloraría. Pero ya no llora. Ya no tiene con qué. Ni por qué. Ella, ahora, espera que la vida la sorprenda. Cuando lo hace para mal, tiene calma. Mucha calma. Cuando lo hace para bien, disfruta. Mucho. Cada detalle, todo. “Antes cuando la vida me sorprendía para mal me desacataba como una loca histérica y cuando me sorprendía para bien, era tan fugaz que no me permitía disfrutarlo”, dice entre risas. Fue un proceso de encontrarse consigo misma, de reconocer que en ella había una mujer “muy valiosa, única e irrepetible”, pero sobre todo, “muy valiosa”.

Pero no puede evitar calentarse y fastidiarse por tanta violencia social. No logra entender esas mentes que asesinan a sus mujeres por creerlas de su propiedad. Las mujeres no son de nadie, dice, con razón. De nadie. Y no puede más de impotencia, de tanta violencia, de abuso de poder. Y ver que nadie haga nada. Nada. Y ver que son cada vez más las mujeres que mueren por violencia.  Pero la violencia va más allá de esas muertes, dice, la violencia es permanente. La muerte es el sumo de la violencia. Mirá lo que me pasó a mí en la comisaria, se ríe porque las lágrimas ya se le secaron y un mes después es una anécdota. "El milico si hubiera querido miraba las cámaras del ómnibus, me pide el boleto y ve las cámaras. No te digo que agarres al chorro y me devuelvas el celular pero por lo menos hace algo. Así pasa todo lo que está pasando. Y nadie hace nada". Nada. Y por eso ella hoy, en este día inédito de Paro Internacional de las Mujeres, en el Día Internacional de las Mujeres, también paró. Porque ya no se aguanta más. No se aguanta más. 

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