martes, 28 de marzo de 2017

No se fijan avisos, se hacen tortas, de las fritas

Centro de Montevideo. Marzo, 2017. 

Me entran las ganas dos cuadras antes de llegar al puesto. Encima me baje un termo de mate durante la mañana y no me dio el tiempo de meterle nada al estómago. Apenas una café con leche tempranísimo, cuando aún tenía la almohada pegada al rostro y lagañas en los ojos. Entonces la panza me chilla.  Voy avanzando por las veredas céntricas, descuajaringadas, que sí o sí tengo que mirar porque en la primera de cambio, piso en falso y ¡plaf!, vuelo con termo y mate y todo.¡Ese aroma! Y la panza que no para de chillar.

Ese aroma de grasa calentándose mientras la masa ya está redonda y con el agujerito en el medio, y que me trae los recuerdos de aquella torta frita que quise comer en la tarde de lluvia de verano y no pude porque justo me agarró de sopetón y no llevaba un mango encima (sólo la radio diminuta y los auriculares enchufados a las orejas). La panza sigue. Chilla. Pero ya estoy ahí. Las veo. Queda menos.

Veo esas manos que amasan hace años. Hace cuatro que andamos por la vuelta, dice la doña de esas manos arrugadas que hacen malabares con la masa y que, también, envuelven cuatros pastelitos de membrillo en un par de servilletas para ese cliente de camisita y pantalón de vestir, buen mozo (como decían antes las viejas), y después estiran más masa, ahora, para una empanada rellena de carne para otro cliente, un veterano con pinta de verdulero, bicicletero, ferretero, qué se yo. Esas manos. Qué manos. Tenemos clientela en pila, cuenta el muchacho que acompaña a la doña y es el hijo. Y estoy ahí mirando y escuchando. La panza chilla. Los ojos de ella se revolean entre la torta frita y la empanada que ya tiene forma y los bordes armados con un tenedor. Son fritas, pero bien sequitas, dice la doña mirando de reojo y levantando el índice derecho a los tres que esperamos. Y entre los tres nos miramos cuando la doña repite que las empanadas son bien sequitas mientras uno espera que la torta se cocine de una vez. El aroma se potencia. La clientela también. Y la panza no da más.

Los viernes estamos en la otra esquina, sigue el muchacho –que seguro tiene menos años de los que aparenta–para que no nos olvidemos. Por la feria, se justifica. La de los martes se muda de cuadra los viernes. A Canelones y Wilson Ferreira Aldunate. Así que camina una cuadra más, sólo una, y no te pierdas la torta frita. Entonces los viernes se pegan un madrugón. “Desde tempranito estamos”. Y venden bien. Cada tanto se instalan en el Parque Rodó, también, y cuando renacen las semanas criollas en el Prado, no para de hablar el pibe que de flaco no tiene nada, mientras me agarro la panza. “Estuvimos un par de años en Mercedes y Convención, pero pusieron un gimnasio y el dueño se quejó del olor”, siguió cuando mis ojos se calvaban en la masa redonda que tomaba color y empezaba a inflarse como un globo. Pero “estos días de mucho calor no”, porque no hay torta que se aguante ni cuerpo que soporte una olla de  grasa ardiendo, al lado.

–¿Vos sos vecina?, porque nunca te vi por acá– me pregunta. Le digo que sí, que hace poco me mudé. Ella me mira sobre los lentes que se apoyan en la punta de su nariz y sonríe.
 –¿Le pones azúcar?
–No, no– la prefiero así, como sale de la olla. Calentita, apenas tostadita. Y arranco de nuevo por esas veredas céntricas descuajaringadas envuelta en el aroma a grasa, con el mate en una mano y el termo debajo de un brazo y pegado al pecho, la cartera que me cruza el cuerpo, la bolsa del mandado en la otra mano, la cabeza que me estalla y la torta frita caliente, inflada y crocante. Y mi panza ya no chilla.


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