Centro de Montevideo. Marzo, 2017.
Me entran las ganas dos cuadras
antes de llegar al puesto. Encima me baje un termo de mate durante la mañana y no
me dio el tiempo de meterle nada al estómago. Apenas una café con leche
tempranísimo, cuando aún tenía la almohada pegada al rostro y lagañas en los
ojos. Entonces la panza me chilla. Voy
avanzando por las veredas céntricas, descuajaringadas, que sí o sí tengo que
mirar porque en la primera de cambio, piso en falso y ¡plaf!, vuelo con termo y
mate y todo.¡Ese aroma! Y la panza que no para de chillar.
Ese aroma de grasa calentándose
mientras la masa ya está redonda y con el agujerito en el medio, y que me trae los
recuerdos de aquella torta frita que quise comer en la tarde de lluvia de
verano y no pude porque justo me agarró de sopetón y no llevaba un mango encima
(sólo la radio diminuta y los auriculares enchufados a las orejas). La panza
sigue. Chilla. Pero ya estoy ahí. Las veo. Queda menos.
Veo esas manos que amasan hace
años. Hace cuatro que andamos por la vuelta, dice la doña de esas manos arrugadas
que hacen malabares con la masa y que, también, envuelven cuatros pastelitos de
membrillo en un par de servilletas para ese cliente de camisita y pantalón de
vestir, buen mozo (como decían antes las viejas), y después estiran más masa,
ahora, para una empanada rellena de carne para otro cliente, un veterano con
pinta de verdulero, bicicletero, ferretero, qué se yo. Esas manos. Qué manos. Tenemos
clientela en pila, cuenta el muchacho que acompaña a la doña y es el hijo. Y estoy
ahí mirando y escuchando. La panza chilla. Los ojos de ella se revolean entre
la torta frita y la empanada que ya tiene forma y los bordes armados con un
tenedor. Son fritas, pero bien sequitas, dice la doña mirando de reojo y
levantando el índice derecho a los tres que esperamos. Y entre los tres nos
miramos cuando la doña repite que las empanadas son bien sequitas mientras uno
espera que la torta se cocine de una vez. El aroma se potencia. La clientela
también. Y la panza no da más.
Los viernes estamos en la otra
esquina, sigue el muchacho –que seguro tiene menos años de los que aparenta–para
que no nos olvidemos. Por la feria, se justifica. La de los martes se muda de
cuadra los viernes. A Canelones y Wilson Ferreira Aldunate. Así que camina una
cuadra más, sólo una, y no te pierdas la torta frita. Entonces los viernes se
pegan un madrugón. “Desde tempranito estamos”. Y venden bien. Cada tanto se
instalan en el Parque Rodó, también, y cuando renacen las semanas criollas en
el Prado, no para de hablar el pibe que de flaco no tiene nada, mientras me
agarro la panza. “Estuvimos un par de años en Mercedes y Convención, pero
pusieron un gimnasio y el dueño se quejó del olor”, siguió cuando mis ojos se
calvaban en la masa redonda que tomaba color y empezaba a inflarse como un
globo. Pero “estos días de mucho calor no”, porque no hay torta que se aguante
ni cuerpo que soporte una olla de grasa
ardiendo, al lado.
–¿Vos sos vecina?, porque nunca
te vi por acá– me pregunta. Le digo que sí, que hace poco me mudé. Ella me mira
sobre los lentes que se apoyan en la punta de su nariz y sonríe.
–¿Le pones azúcar?
–No, no– la prefiero así, como
sale de la olla. Calentita, apenas tostadita. Y arranco de nuevo por esas
veredas céntricas descuajaringadas envuelta en el aroma a grasa, con el mate en
una mano y el termo debajo de un brazo y pegado al pecho, la cartera que me
cruza el cuerpo, la bolsa del mandado en la otra mano, la cabeza que me estalla
y la torta frita caliente, inflada y crocante. Y mi panza ya no chilla.
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