martes, 4 de abril de 2017

El día que me hubiera empastillado

Siento como si un camión me hubiera pasado por encima. Son las 07.00. Llamo al ascensor. Miro la entrada del edificio. Qué fastidio. Tengo que hacer malabares para que la puerta de madera no se me cierre en la cara al entrar la bicicleta, sacar la llave, agarrar el diario que seguro dejaron hace poco, y pasar por la otra puerta, la de vidrio, también pesadísima, sin que se golpee. Miro el botón. La luz roja ya no está encendida. Alguien detuvo el ascensor en algún piso. Lo llamo de nuevo. Estoy deseando llegar y meterme debajo de la ducha hirviendo para sacarme el frío de ese aguazo que se desató de improvisto y me agarró a mitad de camino. Tormenta de mierda. Ningún meteorólogo la anunció. Estoy empapada. El ascensor demora. Son las 07.05. A esta altura, para mí, una eternidad. La noche fue terrible. Quiero cerrar los ojos y dormir. Veinte horas igual. Hoy no me importa perder el día durmiendo.

El ascensor llega. Me sorprende. No se detiene. Hace el amague y vuelve a subir.  Lo llamo de nuevo. Otro amague y se va. ¿Se habrá roto? Por la escalera aparece la vieja de pelo gris y lengua larga y el caniche blanco que chilla cuando ladra. La bolilla que faltaba. Le sonrío, sin mostrar los dientes, para responder al “buenos días mijita” de la anciana y al ladrido de ese perro inútil que se enreda en la correa.

–No sé qué paso– dice la vieja con cara de haber visto un monstruo, pero el ascensor quedó en el tercer piso y la puerta no abre. Siguió. Intentó iniciar una charla sin chance. Pretendía saber de dónde venía.
–De bailar no vengo señora, ironicé–cuando ella alzó al caniche porque mirá si lo rozas con la rueda, me dijo con la mirada. Qué carajo le importa mi vida a esta vieja.
–Hay mijita, tené cuidado– me encajó con cara de haber visto un segundo monstruo cuando levanté la bicicleta y la calcé al hombro. No sé qué dijo después. La dejé hablando sola. Desde el primer piso escuché que murmuró. Mi cuerpo pide auxilio. Tengo que hacer más malabares, ahora, para llegar al séptimo por la escalera angosta con la bicicleta encima de mi cuerpo y la mochila sobre la espalda. Llego al tercero. El ascensor está ahí. No hay caso. Toco el botón. Se va. Vuelve. Intento abrir. La puta madre. Respiro hondo. Junto fuerzas para los cuatro pisos que me quedan.

Abro la puerta del 703 con las piernas temblando, el calambre en la pantorrilla izquierda y la rabia de un bulldog. Me siento en una silla. “El enojo te contamina”, me resuena la voz de Alejandro con miles de emociones juntas y unas ganas tremendas de llorar que me atrapan de golpe, pero no. Estoy contaminadísima, me río ya en la ducha cuando aflojo la pesadez, el cansancio y el estrés de esa noche interminable que recuerdo porque un teléfono suena. Otra vez un teléfono.

–Ancap, minishop, buenas noches. Habla Virginia. ¿En qué lo puedo ayudar?
–Sí, buenas noches, quería saber si tienen nafta– interroga un hombre.
–Sí señor.
– Minishop, buenas noches. ¿En qué lo puedo ayudar?
–Hola, que tal, si, tienen nafta– quiere saber, ahora, una mujer.
–Sí señora.
– ¿Y se puede pagar en efectivo?
–No, desde las 22.00 hasta las 6 de la mañana la nafta se paga sólo con tarjeta.
–Ah, gracias.
–Minishop, buenas noches.
–…

Así hasta las 03.00. Maldito teléfono. Lo descolgaría si no fuera por las cámaras que me vigilan todo el tiempo. Antes de marcar la tarjeta de entrada me dan la noticia: Ayer una pareja nos robó en la cara y no nos dimos cuenta. Dos kilos de yerba y algo más. Después el enojo del canoso que no pudo sacar su Nissan por un corsa estacionado delante suyo. Cómo mierda hago se alteró el tipo sin entender que no había número ninguno para llamar al pelotudo del Chevrolet; el pichi que insistió en canjear dos envases por un encendedor (ni siquiera un par de galletitas), pero no flaco, rajate de acá, le había dicho a las 02.30 cuando al guardia se le terminó el turno. Después el flaco que quiso afanarse un corona escondiéndola debajo del pantalón; la psiquiátrica que se coló en la fila porque el taxi la esperaba. No, no señora estamos todos haciendo la cola se quejó un cliente; los pendejos que putean porque no hay cigarro sin cédula y cerveza después de las 00.00. ¡Qué mierda!, soltó un rubio concheto por el Concha y Toro que no pudo llevar a las 00.03.  Respiré profundo, también, cuando el tachero desalineado y ordinario, que aparece siempre a la misma hora, quiso destrabar la máquina de café a los golpes. Pero no pará, así no.

–Bueno dame un coronado box a ver si por lo menos el pucho me despierta– soltó tirando la guita en el mostrador y sin un “gracias”. Después las minitas que hacen cola por dos curitas para el dedo gordo lastimado por esas sandalias de plataforma que visten para hacerse las lindas; las de culo y tetas al aire que se enojan porque el baño de noche está cerrado; el pibe que salió de las ocho horas del shopping y pone su mejor cara de orto porque no le cambio un billete de 1000 por un Top Line de 16 pesos para que el de Cutcsa lo lleva a su casa, y no flaco no llego con el cambio; la heladera que se apaga y deja un charco que todo el que entra, pisa –de gusto, parece– para dejar las huellas por todo el minimercado. Qué noche teté. Para colmo, a cinco minutos de mi retirada, el relevo no aparece (sentir el sonido del reloj en mi tarjeta a esa hora me da un placer enorme). Ahora, a las 07.35, me siento más aliviada en la ducha, pero pienso en esos 700 pesos que me faltaron. Mañana será otro día. Los ojos se me cierran. Hoy me empastillaría para dormir sin alarma ni despertador. Pero no tengo pastillas.

Un taladro enfurecido quiere agujerear una pared. Alguien grita que le afloje a la cuerda y que el balde está lleno. Miro el reloj. 09.33. La concha de la lora. Doy un almohadón contra el placard. El papel. El papel pegado al espejo del ascensor en letras diminutas, que vi hace unos días, le avisa a los vecinos que en estos días se va a proceder a la reparación, refacción y pinturas de las paredes exteriores del edificio. Me doy vuelta intentando reconciliar el sueño, pero un martillazo suena más fuerte. Por qué carajo no se desatará una tormenta. Ahora hay sol. Para llevarme la contra nomás. La puerta de algún apartamento se golpea. Todos los días la misma historia que hizo llevar a algún vecino molesto,  colar una frase en el mismo papel del ascensor con una imprenta temblorosa: “No golpear las puertas”. Los martillazos siguen. Me levanto. Corro la cortina de la ventana de la cocina. Un tipo con anteojos oscuros, casco blanco y un martillo en la mano cuelga en el aire a la altura de mi ventana, como si fuera el hombre araña, con una cuerda que lo sostiene, le ata la espalda y lo agarra de los huevos.

–¿Tenés para mucho?– le grito histéricamente, entre el ruido, y contaminadísima.
– ¡Sí!
–¡La puta madre!– le digo cerrándole la cortina en la cara. Pero el tipo no me escucha.
Son las 11.00. Un perro ladra. Un niño grita “¡Mamáaaa!”, muchas veces. Una música molesta. Una cisterna se lleva los restos de alguien al caño de vaya a saber dónde. Una lavadora chilla. Un teléfono suena y la voz de una vieja contesta. ¿Será la del caniche? Otra vez un teléfono. En el apartamento de al lado unas ollas caen al piso. Me empastillaría para reconciliar el sueño. Maldigo no tener pastillas. Mi cuerpo sigue igual, como si un camión me hubiera pasado por encima. Y la panza, ahora, me chifla.

Abro la heladera. Una jarra de agua helada hasta la mitad, tres manzanas, dos peras, los fideos de hace dos días, cuatro huevos, un bolsa de leche que no tiene ni para una taza, verdura que ni en pedo me pongo a cocinar, una pulpa de tomate sin abrir que espera por algo, un sachet de mayonesa aplastado y el pote de mermelada que da sólo para un par de galletitas. En el placar, la yerba no alcanza para un mate. Ojeo el diario. Hago una lista y salgo en busca del desayuno aunque es hora del almuerzo. Siete pisos por escalera. Maldito ascensor. Otra vez mi sonrisa que no muestra los dientes le responde el buenos días al pelado con cara de poker, aunque para mí de bueno el día no tiene nada. El portero brilla por la ausencia justo cuando quiero saber del ascensor.

Decido ir al super más lejano por las ofertas que quizás ya terminaron. En la segunda esquina el semáforo me frena. Un flaco de lentes negros y la cabeza tapada por la capucha del canguro camina detrás mío. Tiene toda la pinta de pibe chorro. Me detengo en un kiosko a ojear titulares. El flaco se detiene y se ata un cordón atado. ¿Me persigue? Doblo a la derecha. Aminoro el paso para comprobarlo. El flaco dobla. Lo que me faltaba. La cabeza se me parte y si a la panza no le meto algo en cualquier momento me desmayo. Pero no tengo un mango encima. Ni siquiera para una torta frita que olfateo y, sé, está a la vuelta. Tengo que ir a un cajero. Pero no puedo regalarme. ¿Si el tipo entra conmigo y me pide todo? Busco una parada de ómnibus. La más cerca está a cuatro cuadras. Mierda. Cruzo. El flaco también. ¿Si tiene un chumbo? ¿O un cuchillo? Miro a la gente. Alguien que me ayude. ¡Alguien! Le hago señas a un taxi, le pido que me lleve y me aguante mientras subo a buscar la plata, se me ocurre. Pero en casa tampoco tengo un mango. ¿Y si el flaco sigue el taxi? Me suena el celular. Lo dejo. Traspiro de nuevo. Me detengo en una vidriera. El flaco sigue atrás sin sacarme los ojos de encima. Lleva las manos en el bolsillo del canguro. ¿Tendrá algo en el bolsillo? Doy la vuelta. Entro a una farmacia y aviso que me siguen, que por favor llamen a la policía, planifico. En el super tiene que haber uno. ¿Y si no hay? ¿Y si entra y le roba a alguien? ¿Si agarra a un cliente de rehén o a una cajera? Seguro a una cajera. Pasa un patrullero. Le hago señas, pero nada. Milicos de mierda. ¿Y ahora? Seguro el flaco se dio cuenta. ¿Se querrá vengar? Entro a una zapatería para despistar. Pregunto por un zapato, una suela despegada.

–¿Estás bien?–me pregunta el veterano gigante. Mi cara seguro está blanca. Soy horrible para disimular. Giro el cuerpo. Lo veo al flaco pasar. Le cuento al hombre.
–¿Querés llamar a la policía?– me ofrece el teléfono muy amablemente.
–No, sé. No, mejor no–dudo con el corazón a punto de explotar y la respiración entrecortada.
–Calmate, calmate– me agarra del brazo y le pega el grito a la mujer. Le cuento que soy vecina, de mi intento fallido del cajero, del super. Roberto, se presenta después, me da un vaso de agua y se ofrece acompañarme hasta donde vivo, pero no, no es necesario. Le agradezco de mil maneras. Él insiste y sale conmigo. Me habla de lo mal que está todo, que la gente vive con miedo, que así no se puede vivir. ¡Basta!, quiero que se calle.
–Tranquila, cualquier cosa quedamos a las órdenes– me palmea la espalda. 

Espera que entre. Apenas puedo con la puerta. Son las tres de la tarde. El ascensor sigue en el tercero. En el tramo de la escalera veo la llamada perdida de mí amiga. No le contesto. Se va a dar cuenta que algo pasa. Para qué preocuparla. Abro la puerta. Me siento otra vez en la silla. La panza ya no me chifla. Se me fueron las ganas de comer. Mi cuerpo sigue como si un camión le hubiera pasado por encima. Exploto en un llanto. La voz de Alejandro me resuena de nuevo. Estoy contaminadísima. Por hoy basta. Mañana será otro día. 

Montevideo. Abril, 2017. 

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