Los platillos
de la batería suenan apenas. Despacito. Como haciendo una caricia. Le dan
entrada al saxo del veterano, aparente octogenario, de frente ancha y unos
pocos cabellos blancos. Las notas arrancan suavecito, también, de ese
instrumento que a ese saxofonista le queda hasta un poco grande. Raúl Lema no
mide más que un metro sesenta. La balada es un mimo para los oídos. Es “Peace” (“Paz”)
la composición de 1959, del pianista estadounidense Horace Silver, referente
del jazz contemporáneo.
La luz tenue, amarilla, a veces azul, acompasa la
melodía en ese sótano en donde, todos los viernes, el jazz hace vibrar. Raúl
mira a Daniel Rodons, le levanta una ceja, le hace una seña sobre los lentes,
grandes para su rostro, y le da paso. La guitarra empieza a hacer lo suyo. El
sonido es fino, finísimo. Daniel, el más joven de la banda, sostiene una pua
entre sus labios. Cierra los ojos y se balancea hacia adelante y hacia atrás
con los dedos perdidos entre las cuerdas. Su expresión es como... Como... Contagia. Uno también cierra los ojos.
“¡Peace!”, “¡Peace!”. Cuando la melodía levanta vuelo, un poco nomás porque es lenta, bien lenta, el veterano canoso que descose el piano, entra
en escena. Es Rolo Suzacq. Su pie izquierdo se
levanta dando golpes sutiles sobre la alfombra verde. Su índice derecho se alza,
ahora, y la cara a Rolo se transforma. Frunce la frente y la nariz, y la boca
hace puchero. El bajo acompaña. Ellos son la banda “Montevideo swing”.
Dicen
que “Peace” vino sola a Silver, así como de la nada, y tuvo la impresión de que
había un ángel de pie sobre él, impresionando su mente con esa melodía. Y allí, en el sótano del Hot Club, uno cierra
los ojos, se deja llevar y viaja. Es “Peace”. 10 minutos de “Peace”. Y la paz
se siente. Los aplausos
resuenan. Retumban.
El
público espera la próxima. Esto recién comienza. Se tiran un pique, otro. Se
miran, se hacen señas. Rolo toma el micrófono y nos cuenta que Bárbara era la
mujer de Silver, la canción que tocaran ahora. Pero es extraño, dice (Rolo siempre cuenta sobre un tema y otro y otro),
este pianista empezó a tocar en la década del 50 y recién en 1975 le dedicó el
tema a su mujer. Sonríe y contagia a unos cuántos. El vals arranca entonces de
una, sin anestesia. Los instrumentos suenan todos a la vez. Y aunque a uno no le gusta el vals, le entran
las ganas de pararse y bailar.
Rolo
cierra los ojos. La cabeza mira hacia un lado y hacia otro, aprieta los
dientes, la boca hace puchero de nuevo. Los dedos juguetean en el teclado
Yamaha. Enseguida endereza la cabeza llena de rulos blancos tirando a grises
que parecen como sacados de una peluca. Abre los ojos, mira la partitura
primero, después al saxo. Levanta el índice y Raúl empieza de nuevo a largar
notas del saxo con otro ritmo. El vals es más movido que “Peace”. La cara de
Raúl se infla y se desinfla. Los dedos de la mano izquierda no dan abasto entre
tantos botones del cuerpo de ese instrumento tan elegante que hace del jazz un
sonido diferente. El jazz no es lo mismo con saxo que sin saxo. Raúl se roba un
montón de aplausos. Después Daniel, después Rolo. Después el batero, veterano
calvo poco expresivo, que a esa altura revienta los platillos.
Se
despiden con “Song for My Father”, la canción que Silver hizo para su padre y
que le dio nombre a su álbum de 1965. El padre del pianista se llamaba Tabarez,
como el maestro, pero con v y s al final: Tavares.
En
el sótano pequeño no entra un alfiler. Los mozos hacen malabares para ir y
venir con bandejas que pasean muzzarellas y picadas y Patricias bien frías y
tragos y whisky. En la barra tres hombres mueven una pierna y dan un pie contra
el hierro del taburete. Es imposible no mover un pie, balancear el cuerpo,
cerrar los ojos. Uno negro de acento venezolano o colombiano, aterrizado hace
unos días al parecer, no da crédito con lo que ve. Y lo que escucha. La
escalera sostiene decenas de nalgas de pibes y pibas hacia ambos lados. La
pasada se hace difícil. Los ventiladores no dan abasto.
Raúl
cierra los ojos. Los cachetes se hinchan y desinchan todo el tiempo y la frente
se le hace líneas. Roba aplausos. Daniel cierra los ojos. Mueve su cuerpo hacia
adelante y hacia atrás. Abre la boca y tambalea la cabeza hacia atrás. Goza, siente. La música se apodera de él, de su cuerpo y es como... Como si tuviera un
orgasmo, se me ocurre, por esa expresión tan placentera. También le roba aplausos
al público. Rolo cierra los ojos. Hace muecas, levanta los hombros. Sus ojos
brillan sobre el vidrio de los lentes mientras muestra los dientes. Es pura risa.
Pasea uno de sus dedos largos, sólo uno, por todas las teclas, de corrido, y el
cuerpo inclinado. Rolo juguetea. Abre los ojos, vuelve a reír. Goza. Todos gozan.
Cuando
la melodía empieza a bajar, Rolo mira al batero y le dice: “!Va!”. Entonces se
pone de pie, lleva los hombros hacia el cuello y apoya los dedos en el teclado como descargando toda la adrenalina junta, en una sola
nota que repiten el saxo y la guitarra. Tiembla, todo tiembla. Y el sótano
explota en aplausos y silbidos cuando Rolo ya inclinado hacia su derecha lleva
la mano hacia las últimas teclas, levanta el índice y “Song for My Father”,
culmina a pura adrenalina. Todo vibra. Y esas notas son un mimo para los oídos.
Una leve caricia, pero caricia al fin.
Saxofonista Raúl Lema, en el Hot Club. Kalima Boliche. Montevideo. Marzo, 2017.
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