Me cogió desprevenida. El
Pulqui se detuvo. Levanté la vista. Campo a la derecha, campo a la izquierda.
Campo hacia adelante, campo hacia atrás. Una casa allá, otra más acá. Vacas,
caballos. Una ferretería inmensa como sacada del primer mundo para este pueblo que
sobrevive de la agricultura y el carbón a leña y no tiene cadenas de
supermercados. Apenas divisé el cartel verde con el nombre del pueblo en letras
blancas, comido por el tiempo. Había pasado una hora y media de viaje en el que
miré por la ventana apenas dos veces. Necesitaba registrar en mi diario digital
mi paso por Reconquista, bajo agua, relámpagos y rayos (1).
De ahí venía. No fue fácil escribir sobre los fierros de este bondi que para
los argentinos es un micro. Me pare a los saltos y me acerqué al chofer para
confirmar la primera parada. Si no llego
te bajas ahí, me había dicho Jimena. Después doblas a la derecha y caminas una
cuadra por Juan Domingo Perón, supe después. Allí las calles tienen nombre pero
no hay cartel ni flechas ni señalización. Iba a ver la Iglesia. Atrás, la casa
de las Hermanas del Sagrado Corazón. En Fortín Olmos no hay chance de perderse.
Cuando el archivo de texto
guardaba los cambios y la pantalla se ennegrecía, el Pulqui llegaba a la
segunda parada. Dos cuadras por ruta. Sentí veinte ojos sobre mi nuca y alguna
risa. Fue como aterrizar en el medio del desierto. En la nada. Venía escapando
de la tormenta que había sacudido a Reconquista y prometía lo mismo en Olmos.
Caminé con la mochila y un bolso, más pesado que mi cuerpo, hacia atrás por la
ruta Arturo di Paoli –la única calle asfaltada–
que divide al pueblo en dos. Y es que hoy, justo hoy, al Pulqui se le dio por
venir más rápido que nunca, sorprendí a Jimena al pasar el portón y con Luna
encima. Una perra sin raza que le hace fiesta a todo el que entra. La mascota
de las monjas.
Las sonrisas estiraron sus
pómulos. En dos de ellas incluso sus arrugas. Las vi a través de la puerta
mosquitero cuando aún no había puesto un pie adentro. En esa casa que me esperó
durante meses y fue mía, también, durante 12 días. Quedé envuelta entre ocho
brazos con ese abrazo que no esperaba y me hizo más chiquita. Como esos que uno
le da a alguien que conoce de toda la vida pero ve poco o nada porque la
distancia separa y el tiempo castiga. Sarita, Aída, Silvana. A las tres las conocía
por los cuentos. Sólo por los cuentos. La más veterana de edad y en Olmos, la
paraguaya, especialista en masajes (aunque no pude comprobarlo) y maestra de
yoga, la de Reconquista que anima cada fiesta
y misa con su guitarra. Ahora tengo el rostro de cada una (esos rostros que no
son como imaginaba), sus voces, sus acentos, sus risas, sus energías, sus
expresiones, sus picardías. Hasta sus mañas. Y con los días sus vivencias. Aída
me plantó dos besos. Uno en cada mejilla. Pensé que era una costumbre
paraguaya, pero no. En Olmos se saluda como en España. Así que acostúmbrate, me
dijeron.
Sobre la mesita de luz en la
habitación de visitas, dos bombones me
dieron la bienvenida. Y un dibujo –como hecho
por un niño– en colores. Un corazón, adentro: el pueblo. “Junto a esta querida y entrañable tierra te
abrimos el corazón…”, decían esas letras que conozco. Es que más que una prima Jimena,
es una hermana de sangre (hubiéramos compartimos más infancia juntas si no hubiera
sido por la distancia y el maldito tiempo). “¡Estás es tu casa!”, escribió en
una imprenta perfecta y violeta. Algo me corrió por las venas. La emoción, la adrenalina
del viaje, la gente y el pueblo que aún no conocía, ese pedacito diminuto del
norte argentino. Todo.
Un estante en la pared con
varias divisiones y una lámpara portátil, un placar con perchas y más estantes,
la mesita de luz y otra para la computadora, un 3 en 1 para no ser devorada por
los bichitos que no perdonan. Mejor que cualquier hotel. Del otro lado de la
ventana, un ternero a menos de dos metros me clavó lo ojos. Mugió. Después me
robó una sonrisa. Me dio la bienvenida, también, supongo. Un paisaje de campo
de colores ocres, de tanto sorgo, cambiaba la tonalidad según los colores del
cielo, la luz del día. Si hay tormenta los ocres son intensos. A la derecha dos
árboles, uno pegadito al otro. Una tremenda postal de este pueblo donde el
diablo perdió el poncho, dicen algunos de sus habitantes (2).
La casa de las monjas tiene
tantos recovecos como habitaciones. Para llegar al estar donde el televisor y
la computadora las distraen y se almuerza cuando hay visitas, hay que atravesar
un patio que tiene más verde que hormigón. Más allá una enredadera da sombra y
amortigua los 38 grados, pero no los bichitos que revolotean llenos de furia.
Hay que embadurnase de repelente para zafar de las ronchas. Como la pobreza, en
Olmos, los mosquitos no perdonan.
En esa casa, en la década del
60, vivieron los Hermanitos. Así llaman a los Hermanos de Jesús. Una
congregación religiosa dedicada al trabajo social y comprometida con los
pobres. Los que les abrieron los ojos a los habitantes y enseñaron de derechos
laborales y leyes y organización obrera y conciencia sindical y salarios dignos
y de la formación de la cooperativa de hacheros cuando los ingleses llegaron,
se instalaron e hicieron y deshicieron a su gusto. De la fabricación y la explotación.
De los habitantes, del quebracho. Del pueblo entero. Los ingleses tampoco
perdonaron. Aunque gracias a ellos hubo trabajo, opina Carlos, uno de los
reposteros de Olmos. Cuando no hubo más quebracho y vieron horizontes en otras
tierras, deshicieron todo, levantaron las vías, dejaron al pueblo aislado y sin
suficientes medios de subsistencia y se marcharon. Así nomás, de un día para el
otro. Y Olmos quedó entre la pampa y la vía, dice Ana, la maestra de canto del
pueblo que la dejé con un beso en el aire cuando nos presentaron. Es que no me acostumbro a los dos besos.
Cuando la dictadura hizo,
también, lo suyo, los hermanitos tuvieron que marchar. Entonces el contexto
comunitario que habían sembrado se fue yendo al diablo y cada cual sobrevivió
como pudo. Años después llegaron las Hermanas del Sagrado Corazón que, de
alguna manera, tomaron la posta y se integraron a la sociedad no sólo (y
únicamente) desde lo religioso. Sarita, Aída, Jimena y Silvana golpean puertas en casas y ranchos a ambos
lados de la ruta, llevan la hostia cuando el cura no puede, preguntan por la
familia, por el enfermo si es que hay alguien enfermo, por los gurises, los que
tiene discapacidad y los que no, escuchan a la vecina que se rebusca con changas
y tortas fritas para salvar la cena, construyen vínculos entre el vecindario, inventan
y recrean propuestas para niños, no tan niños, adultos, viejos y no tan viejos.
El pueblo sin ellas no sería lo mismo, dice Luisa hundiendo la bombilla en un
mate muy pequeño, en el galpón inmenso donde los telares esperan por sus manos.
En Olmos el mate es dulce; y todos abren sus puertas a cualquier visita. A
Luisa también la dejo pagando con un beso. No hay caso, no me acostumbro y ella
se ríe.
– Buenos días–me saluda con la
mano una veterana que sale de Los Abuelos,
la verdulería del pueblo. Aunque no muestren los dientes, allí hasta el más
desconfiado del pueblo sonríe. Me pregunta de dónde vengo. Es que nadie anda
con una cámara colgada al cuello. La doña no conoce Uruguay pero sabe que es el
país del mate amargo y del dientudo que la rompe en el fútbol (Luisito, le sale
el nombre después) y donde manda Tabaré.
– Te estás quedando con las
hermanas, adivina sin pista alguna ni bola de cristal entre manos. Es que los
pocos extranjeros que visitan Olmos vienen por las monjas. Trabajadores
sociales, voluntarios, amigos o parientes que se enamoran por los cuentos de
ese rincón escondido y olvidado del norte de Santa Fe.
– Soy la prima de Jimena, la más joven de las hermanas– alcancé a decirle. Pero la doña no precisa detalle. Sabe quién es cada una de ella y qué hacen. En el pueblo todos se conocen y las monjas son la referencia. Como Mariansu, la española que vivió 18 años en Olmos. La que me fue a buscar a Reconquista con una las botas de lluvia en una bolsa. Mariansu golpeaba puertas o sus manos sólo para ver cómo estaba la gente. Gloria la recuerda (yo también) en una de esas tardes en que la lluvia da de lleno contra las chapas de su techo. Todas dejan huellas en la gente, dice. Las monjas son uno más en el pueblo. No andan con vueltas ni con hábito que marque diferencias. Lo que pasa es que uno se encariña y después no las ve más, se lamenta esta mujer de cuerpo grande y corazón gigante que vive sola y adopta a cuánto niño caiga en su casa. Las hermanas van y vienen, chasque Gloria los dientes. De pueblo en pueblo. De misión en misión.
– Soy la prima de Jimena, la más joven de las hermanas– alcancé a decirle. Pero la doña no precisa detalle. Sabe quién es cada una de ella y qué hacen. En el pueblo todos se conocen y las monjas son la referencia. Como Mariansu, la española que vivió 18 años en Olmos. La que me fue a buscar a Reconquista con una las botas de lluvia en una bolsa. Mariansu golpeaba puertas o sus manos sólo para ver cómo estaba la gente. Gloria la recuerda (yo también) en una de esas tardes en que la lluvia da de lleno contra las chapas de su techo. Todas dejan huellas en la gente, dice. Las monjas son uno más en el pueblo. No andan con vueltas ni con hábito que marque diferencias. Lo que pasa es que uno se encariña y después no las ve más, se lamenta esta mujer de cuerpo grande y corazón gigante que vive sola y adopta a cuánto niño caiga en su casa. Las hermanas van y vienen, chasque Gloria los dientes. De pueblo en pueblo. De misión en misión.
***
Los gallos cacarean. Los
pájaros cantan. Las monjas se levantan. Le ganan al amanecer. A las 07.00 en
punto se encuentran en la capilla. Rezan por el pueblo. Estrujan a Dios por sus
familias, los niños con hambre, las mujeres maltratadas, los países en guerra.
Celebran la palabra, agradecen. Se unen en espíritu, oración y alma. Cada
mañana me uno al ritual. Allí uno respira otra cosa. Aunque no hable, ni opine,
ni rece, ni crea (o crea poco) ni tenga fe. Allí hay paz. Después cada una a su
tarea. De la cocina son todas dueñas. Un día le toca a una, otro a otra. Quien
cocina hace los mandados y friega, es una de las reglas de la casa. También me
uno a ese ritual. Un día la salvo a Jimena con unas lasañas que hasta Juan
José, el cura, se prende; otro a Aída. Ah, la agarron pa’ cocinar, me dice el
almacenero cuando voy en busca de los ingredientes para las lasañas. Y no puedo
olvidarme del tinto. La copa de vino para Sarita es sagrada. Igual que el
postre. Crema, gelatina, galletitas, un cucharón de dulce de leche igual. Algo
dulce para Jimena. Silvana es de estómago débil. No toma alcohol ni refresco ni
gaseosa con gas, no come harinas, la carne la evita. No es fácil pensar un menú
para ella. Aída le prende a lo que venga. Y es mi aliada para las Quilmes bien
frías. Sin espuma mejor. Y para Janet todo es un sabor nuevo al paladar. Es Hermana
del Sagrado Corazón y, también, lleva siempre una cámara colgada al cuello. A
ella se le nota más lo extranjero. Eligió Olmos para desarrollar su experiencia
internacional. Su español es dificultoso, pero se entiende. Es inglesa como
tantas huellas de este pueblo. En el paraje 29 salimos juntas a fotografiar las
cabras, los niños, los hornos a leña, los ranchos, la gente. Todas las semanas,
las hermanas y el cura, visitan un paraje. Cerrito, Santa Lucía, El Toba,
Charrúa, Chilca, el 12, el 17, el 40, el 70, el 115. Pero apenas conocí el 29 por
la maldita lluvia, que en esos días, le dio por llevarme la contra. El tiempo
tampoco perdona. Cuando llueve no hay calle que no se inunde. Cuando al sol le
da por estancarse lo hace por semanas, meses, y deja sequías interminables.
Algunas monjas no conocieron lo verde del
pueblo, cuentan.
Un día antes de irme sale el
sol. Parece mentira. Me cubro los pies con las botas de lluvia –las de goma
azul que usaba de niña– porque cuando llueve tanto es imposible esquivar los
charcos y zafarle al barro. Las cuerdas de ropa se llenan. Algunos vecinos
hacen balcón aunque no tienen para aprovechar el sol. Pabla está en eso. Se
apoya en el marco de la puerta a mirar al que pasa. Un padre lleva a su hija en
el fierro de la bicicleta, un hombre recorre las calles con un caballo, cuatro
perros los siguen, en el hall de una casa una anciana en silla de ruedas
enfrenta el sol, tres niños juegan a la bolita, otros dos pelean por subir a
una BMX de asiento bajo y sin guardabarros,
un camión de Conaprole deja productos en un almacén, Melani va al kiosko
con su hermanita en brazos en busca del pan y la leche, Toribio saca agua y
barro con un balde del pasaje que lo lleva hasta su casa en el barrio Los
Pilares, en otra alguien hace tortas fritas (las tortas fritas en Olmos son
como el pan de cada cada día), en otra se
hacen costuras, el Tito se agarra del poste sin bandera de la plaza del pueblo,
inaugurada hace unos meses, para no caer de la borrachera, la Tere abre el
kisoko que la salva todos los meses, las hamacas intentan secarse antes de venga
otra lluvia y Lorena y Gloria vanyan de nuevo a atender a los chicos con
discapacidad en el centro Nueva Esperanza. Daniela, Florencia y Juliana salen
del liceo y vuelven a sus casas en el paraje 48, a 12 kilómetros de Olmos, a
pie. No hay quien las lleve. Si tienen suerte, alguien las levanta en la ruta. Más
de un hombre mete pico y pala para llevar unos pesos al hogar, otros esperan
que la lluvia deje de emperrarse para cortar leña y hacer carbón. Las changas
escasean en el pueblo. Hay que rebuscarse. Luisa y Gloria hacen las ocho horas diarias
en la cooperativa de telares, que ya no es cooperativa. Hilan alfombras y chalinas
para zafar del invierno. Tiago corretea una gallina debajo de la mesa. Víctor
emparcha gomas de bicicletas. Armando sigue en su lucha de adaptarse a la
rutina y a los cambios. Como todo autista le resulta más complejo, pero Vale se
encarga de hacércela fácil. Si hay algo que a Armando no le falta es amor. Ana
María disfruta su jubilación reciente aunque siempre encuentra algo para hacer.
Ana María no se queda quieta. Olmos está lleno de vida, de historia. Y de
historias.
Sarita
riega las plantas que adornan el amplio jardín. Las poda, limpia las hojas con
algodón, recorta un par para el florero de la mesa del estar, les habla, las
mima. Aída anda en las vueltas del almuerzo. Ese sábado, mi último en Olmos, en
la cocina manda ella. Piensa en el menú, hace la lista, los mandados y se
instala en el fogón. Pela papas y las corta. Dos cacerolas hierven. Jimena
atiende la biblioteca (los sábados es su turno), revuelve papeles, se enreda en
lo administrativo, actualiza las redes sociales, programa talleres, recibe a
los que van, sonríe. Jimena siempre sonríe. Silvana está rodeada de gurises en
pleno Arco Iris. Un taller para que
se junten, jueguen, intercambien ideas, reflexionen sobre temas de actualidad, compartan
vivencias, se pasen una pelota y cumplan
una prenda si se les cae, rían juntos y hasta expresen lo que en otros espacios
no pueden. O no se animan. Lo hacen en el
patio de la casa de las monjas. Ese mañana el sol le ganó a la lluvia pero por
poco tiempo. Ana María llega de sorpresa. Viene a despedirme. Le doy dos besos.
Se ríe de oreja a oreja.
–Esto es para vos– y me entrega un sobrecito con una moña del
mismo plateado que la cadenita y el dije con forma de árbol. El Árbol de la
Vida, para que te acuerdes de nosotros. Ella dice que todos los extranjeros que visitan al pueblo se
enamoran de él, y siempre quieren volver. Y tiene razón. Si reconquista me
conquista, Olmos me enamora. A pesar de la pobreza, a pesar de tener que andar embadurnada
en repelente, a pesar de que no hay ropa que se empape. No puedo olvidar los
championes –las zapatillas, dice Sarita– que se secan detrás de la heladera
mientras las vacas mugen, los mosquitos siguen en la vuelta y el calor
no da tregua. El cielo se oscurece. La tormenta amenaza de nuevo.
Aída me prepara el último té de
mi estadía. Son más de las 16.00. Silvana renuncia a sus tareas para pasar los
últimos minutos conmigo. Sarita abandona la siesta por lo mismo. Juan José
viene a despedirme. Jimena se prepara para manejar los 78 kilómetros hasta
Reconquista. Los sábados no hay Pulqui que salga de Olmos. Me voy con la imagen
estampada de Silvana, Sarita y Aída –en ese orden– con la mano levantada y una
sonrisa en cada rostro, y Luna moviendo
el rabo, cuando la hermana más joven, mi prima, pone el pie izquierdo en la
camioneta y da marcha atrás. Hoy hace un año de aquel día en que marché de ese
pueblo que me enamoró. Aún tengo la imagen. Miles de imágenes. La de Jimena
siguiendo la línea de la ruta y su
sonrisa cuando largó: Tenés que hacer un texto, como el de Reconquista. Me fui
con el alma llena y, como llegué, escapándole a la lluvia.
Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.
Entradas
relacionadas:
No hay comentarios:
Publicar un comentario