domingo, 23 de abril de 2017

Si Reconquista me conquista, Olmos me enamora

Me cogió desprevenida. El Pulqui se detuvo. Levanté la vista. Campo a la derecha, campo a la izquierda. Campo hacia adelante, campo hacia atrás. Una casa allá, otra más acá. Vacas, caballos. Una ferretería inmensa como sacada del primer mundo para este pueblo que sobrevive de la agricultura y el carbón a leña y no tiene cadenas de supermercados. Apenas divisé el cartel verde con el nombre del pueblo en letras blancas, comido por el tiempo. Había pasado una hora y media de viaje en el que miré por la ventana apenas dos veces. Necesitaba registrar en mi diario digital mi paso por Reconquista, bajo agua, relámpagos y rayos (1). De ahí venía. No fue fácil escribir sobre los fierros de este bondi que para los argentinos es un micro. Me pare a los saltos y me acerqué al chofer para confirmar la primera parada.  Si no llego te bajas ahí, me había dicho Jimena. Después doblas a la derecha y caminas una cuadra por Juan Domingo Perón, supe después. Allí las calles tienen nombre pero no hay cartel ni flechas ni señalización. Iba a ver la Iglesia. Atrás, la casa de las Hermanas del Sagrado Corazón. En Fortín Olmos no hay chance de perderse.

Cuando el archivo de texto guardaba los cambios y la pantalla se ennegrecía, el Pulqui llegaba a la segunda parada. Dos cuadras por ruta. Sentí veinte ojos sobre mi nuca y alguna risa. Fue como aterrizar en el medio del desierto. En la nada. Venía escapando de la tormenta que había sacudido a Reconquista y prometía lo mismo en Olmos. Caminé con la mochila y un bolso, más pesado que mi cuerpo, hacia atrás por la ruta Arturo di Paoli  –la única calle asfaltada– que divide al pueblo en dos. Y es que hoy, justo hoy, al Pulqui se le dio por venir más rápido que nunca, sorprendí a Jimena al pasar el portón y con Luna encima. Una perra sin raza que le hace fiesta a todo el que entra. La mascota de las monjas.

Las sonrisas estiraron sus pómulos. En dos de ellas incluso sus arrugas. Las vi a través de la puerta mosquitero cuando aún no había puesto un pie adentro. En esa casa que me esperó durante meses y fue mía, también, durante 12 días. Quedé envuelta entre ocho brazos con ese abrazo que no esperaba y me hizo más chiquita. Como esos que uno le da a alguien que conoce de toda la vida pero ve poco o nada porque la distancia separa y el tiempo castiga. Sarita, Aída, Silvana. A las tres las conocía por los cuentos. Sólo por los cuentos. La más veterana de edad y en Olmos, la paraguaya, especialista en masajes (aunque no pude comprobarlo) y maestra de yoga,  la de Reconquista que anima cada fiesta y misa con su guitarra. Ahora tengo el rostro de cada una (esos rostros que no son como imaginaba), sus voces, sus acentos, sus risas, sus energías, sus expresiones, sus picardías. Hasta sus mañas. Y con los días sus vivencias. Aída me plantó dos besos. Uno en cada mejilla. Pensé que era una costumbre paraguaya, pero no. En Olmos se saluda como en España. Así que acostúmbrate, me dijeron.

Sobre la mesita de luz en la habitación de visitas, dos bombones me dieron la bienvenida. Y  un dibujo –como hecho por un niño– en colores. Un corazón, adentro: el pueblo.  “Junto a esta querida y entrañable tierra te abrimos el corazón…”, decían esas letras que conozco. Es que más que una prima Jimena, es una hermana de sangre (hubiéramos compartimos más infancia juntas si no hubiera sido por la distancia y el maldito tiempo). “¡Estás es tu casa!”, escribió en una imprenta perfecta y violeta. Algo me corrió por las venas. La emoción, la adrenalina del viaje, la gente y el pueblo que aún no conocía, ese pedacito diminuto del norte argentino. Todo.

Un estante en la pared con varias divisiones y una lámpara portátil, un placar con perchas y más estantes, la mesita de luz y otra para la computadora, un 3 en 1 para no ser devorada por los bichitos que no perdonan. Mejor que cualquier hotel. Del otro lado de la ventana, un ternero a menos de dos metros me clavó lo ojos. Mugió. Después me robó una sonrisa. Me dio la bienvenida, también, supongo. Un paisaje de campo de colores ocres, de tanto sorgo, cambiaba la tonalidad según los colores del cielo, la luz del día. Si hay tormenta los ocres son intensos. A la derecha dos árboles, uno pegadito al otro. Una tremenda postal de este pueblo donde el diablo perdió el poncho, dicen algunos de sus habitantes (2).
La casa de las monjas tiene tantos recovecos como habitaciones. Para llegar al estar donde el televisor y la computadora las distraen y se almuerza cuando hay visitas, hay que atravesar un patio que tiene más verde que hormigón. Más allá una enredadera da sombra y amortigua los 38 grados, pero no los bichitos que revolotean llenos de furia. Hay que embadurnase de repelente para zafar de las ronchas. Como la pobreza, en Olmos, los mosquitos no perdonan.

En esa casa, en la década del 60, vivieron los Hermanitos. Así llaman a los Hermanos de Jesús. Una congregación religiosa dedicada al trabajo social y comprometida con los pobres. Los que les abrieron los ojos a los habitantes y enseñaron de derechos laborales y leyes y organización obrera y conciencia sindical y salarios dignos y de la formación de la cooperativa de hacheros cuando los ingleses llegaron, se instalaron e hicieron y deshicieron a su gusto. De la fabricación y la explotación. De los habitantes, del quebracho. Del pueblo entero. Los ingleses tampoco perdonaron. Aunque gracias a ellos hubo trabajo, opina Carlos, uno de los reposteros de Olmos. Cuando no hubo más quebracho y vieron horizontes en otras tierras, deshicieron todo, levantaron las vías, dejaron al pueblo aislado y sin suficientes medios de subsistencia y se marcharon. Así nomás, de un día para el otro. Y Olmos quedó entre la pampa y la vía, dice Ana, la maestra de canto del pueblo que la dejé con un beso en el aire cuando nos presentaron.  Es que no me acostumbro a los dos besos.

Cuando la dictadura hizo, también, lo suyo, los hermanitos tuvieron que marchar. Entonces el contexto comunitario que habían sembrado se fue yendo al diablo y cada cual sobrevivió como pudo. Años después llegaron las Hermanas del Sagrado Corazón que, de alguna manera, tomaron la posta y se integraron a la sociedad no sólo (y únicamente) desde lo religioso. Sarita, Aída, Jimena y Silvana  golpean puertas en casas y ranchos a ambos lados de la ruta, llevan la hostia cuando el cura no puede, preguntan por la familia, por el enfermo si es que hay alguien enfermo, por los gurises, los que tiene discapacidad y los que no, escuchan a la vecina que se rebusca con changas y tortas fritas para salvar la cena, construyen vínculos entre el vecindario, inventan y recrean propuestas para niños, no tan niños, adultos, viejos y no tan viejos. El pueblo sin ellas no sería lo mismo, dice Luisa hundiendo la bombilla en un mate muy pequeño, en el galpón inmenso donde los telares esperan por sus manos. En Olmos el mate es dulce; y todos abren sus puertas a cualquier visita. A Luisa también la dejo pagando con un beso. No hay caso, no me acostumbro y ella se ríe.

– Buenos días–me saluda con la mano una veterana que sale de Los Abuelos, la verdulería del pueblo. Aunque no muestren los dientes, allí hasta el más desconfiado del pueblo sonríe. Me pregunta de dónde vengo. Es que nadie anda con una cámara colgada al cuello. La doña no conoce Uruguay pero sabe que es el país del mate amargo y del dientudo que la rompe en el fútbol (Luisito, le sale el nombre después) y donde manda Tabaré.
­– Te estás quedando con las hermanas, adivina sin pista alguna ni bola de cristal entre manos. Es que los pocos extranjeros que visitan Olmos vienen por las monjas. Trabajadores sociales, voluntarios, amigos o parientes que se enamoran por los cuentos de ese rincón escondido y olvidado del norte de Santa Fe.

– Soy la prima de Jimena, la más joven de las hermanas alcancé a decirle. Pero la doña no precisa detalle. Sabe quién es cada una de ella y qué hacen. En el pueblo todos se conocen y las monjas son la referencia. Como Mariansu, la española que vivió 18 años en Olmos. La que me fue a buscar a Reconquista con una las botas de lluvia en una bolsa. Mariansu golpeaba puertas o sus manos sólo para ver cómo estaba la gente. Gloria la recuerda (yo también) en una de esas tardes en que la lluvia da de lleno contra las chapas de su techo. Todas dejan huellas en la gente, dice. Las monjas son uno más en el pueblo. No andan con vueltas ni con hábito que marque diferencias. Lo que pasa es que uno se encariña y después no las ve más, se lamenta esta mujer de cuerpo grande y corazón gigante que vive sola y adopta a cuánto niño caiga en su casa. Las hermanas van y vienen, chasque Gloria los dientes. De pueblo en pueblo. De misión en misión.

***

Los gallos cacarean. Los pájaros cantan. Las monjas se levantan. Le ganan al amanecer. A las 07.00 en punto se encuentran en la capilla. Rezan por el pueblo. Estrujan a Dios por sus familias, los niños con hambre, las mujeres maltratadas, los países en guerra. Celebran la palabra, agradecen. Se unen en espíritu, oración y alma. Cada mañana me uno al ritual. Allí uno respira otra cosa. Aunque no hable, ni opine, ni rece, ni crea (o crea poco) ni tenga fe. Allí hay paz. Después cada una a su tarea. De la cocina son todas dueñas. Un día le toca a una, otro a otra. Quien cocina hace los mandados y friega, es una de las reglas de la casa. También me uno a ese ritual. Un día la salvo a Jimena con unas lasañas que hasta Juan José, el cura, se prende; otro a Aída. Ah, la agarron pa’ cocinar, me dice el almacenero cuando voy en busca de los ingredientes para las lasañas. Y no puedo olvidarme del tinto. La copa de vino para Sarita es sagrada. Igual que el postre. Crema, gelatina, galletitas, un cucharón de dulce de leche igual. Algo dulce para Jimena. Silvana es de estómago débil. No toma alcohol ni refresco ni gaseosa con gas, no come harinas, la carne la evita. No es fácil pensar un menú para ella. Aída le prende a lo que venga. Y es mi aliada para las Quilmes bien frías. Sin espuma mejor. Y para Janet todo es un sabor nuevo al paladar. Es Hermana del Sagrado Corazón y, también, lleva siempre una cámara colgada al cuello. A ella se le nota más lo extranjero. Eligió Olmos para desarrollar su experiencia internacional. Su español es dificultoso, pero se entiende. Es inglesa como tantas huellas de este pueblo. En el paraje 29 salimos juntas a fotografiar las cabras, los niños, los hornos a leña, los ranchos, la gente. Todas las semanas, las hermanas y el cura, visitan un paraje. Cerrito, Santa Lucía, El Toba, Charrúa, Chilca, el 12, el 17, el 40, el 70, el 115. Pero apenas conocí el 29 por la maldita lluvia, que en esos días, le dio por llevarme la contra. El tiempo tampoco perdona. Cuando llueve no hay calle que no se inunde. Cuando al sol le da por estancarse lo hace por semanas, meses, y deja sequías interminables. Algunas monjas no conocieron  lo verde del pueblo, cuentan.

Un día antes de irme sale el sol. Parece mentira. Me cubro los pies con las botas de lluvia –las de goma azul que usaba de niña– porque cuando llueve tanto es imposible esquivar los charcos y zafarle al barro. Las cuerdas de ropa se llenan. Algunos vecinos hacen balcón aunque no tienen para aprovechar el sol. Pabla está en eso. Se apoya en el marco de la puerta a mirar al que pasa. Un padre lleva a su hija en el fierro de la bicicleta, un hombre recorre las calles con un caballo, cuatro perros los siguen, en el hall de una casa una anciana en silla de ruedas enfrenta el sol, tres niños juegan a la bolita, otros dos pelean por subir a una BMX de asiento bajo y sin guardabarros,  un camión de Conaprole deja productos en un almacén, Melani va al kiosko con su hermanita en brazos en busca del pan y la leche, Toribio saca agua y barro con un balde del pasaje que lo lleva hasta su casa en el barrio Los Pilares, en otra alguien hace tortas fritas (las tortas fritas en Olmos son como el pan de cada cada día), en  otra se hacen costuras, el Tito se agarra del poste sin bandera de la plaza del pueblo, inaugurada hace unos meses, para no caer de la borrachera, la Tere abre el kisoko que la salva todos los meses, las hamacas intentan secarse antes de venga otra lluvia y Lorena y Gloria vanyan de nuevo a atender a los chicos con discapacidad en el centro Nueva Esperanza. Daniela, Florencia y Juliana salen del liceo y vuelven a sus casas en el paraje 48, a 12 kilómetros de Olmos, a pie. No hay quien las lleve. Si tienen suerte, alguien las levanta en la ruta. Más de un hombre mete pico y pala para llevar unos pesos al hogar, otros esperan que la lluvia deje de emperrarse para cortar leña y hacer carbón. Las changas escasean en el pueblo. Hay que rebuscarse. Luisa y Gloria hacen las ocho horas diarias en la cooperativa de telares, que ya no es cooperativa. Hilan alfombras y chalinas para zafar del invierno. Tiago corretea una gallina debajo de la mesa. Víctor emparcha gomas de bicicletas. Armando sigue en su lucha de adaptarse a la rutina y a los cambios. Como todo autista le resulta más complejo, pero Vale se encarga de hacércela fácil. Si hay algo que a Armando no le falta es amor. Ana María disfruta su jubilación reciente aunque siempre encuentra algo para hacer. Ana María no se queda quieta. Olmos está lleno de vida, de historia. Y de historias.

Sarita riega las plantas que adornan el amplio jardín. Las poda, limpia las hojas con algodón, recorta un par para el florero de la mesa del estar, les habla, las mima. Aída anda en las vueltas del almuerzo. Ese sábado, mi último en Olmos, en la cocina manda ella. Piensa en el menú, hace la lista, los mandados y se instala en el fogón. Pela papas y las corta. Dos cacerolas hierven. Jimena atiende la biblioteca (los sábados es su turno), revuelve papeles, se enreda en lo administrativo, actualiza las redes sociales, programa talleres, recibe a los que van, sonríe. Jimena siempre sonríe. Silvana está rodeada de gurises en pleno Arco Iris. Un taller para que se junten, jueguen, intercambien ideas, reflexionen sobre temas de actualidad, compartan vivencias,  se pasen una pelota y cumplan una prenda si se les cae, rían juntos y hasta expresen lo que en otros espacios no pueden. O no se animan. Lo hacen  en el patio de la casa de las monjas. Ese mañana el sol le ganó a la lluvia pero por poco tiempo. Ana María llega de sorpresa. Viene a despedirme. Le doy dos besos. Se ríe de oreja a oreja.

Esto es para vos– y me entrega un sobrecito con una moña del mismo plateado que la cadenita y el dije con forma de árbol. El Árbol de la Vida, para que te acuerdes de nosotros. Ella dice que todos los extranjeros que visitan al pueblo se enamoran de él, y siempre quieren volver. Y tiene razón. Si reconquista me conquista, Olmos me enamora. A pesar de la pobreza, a pesar de tener que andar embadurnada en repelente, a pesar de que no hay ropa que se empape. No puedo olvidar los championes –las zapatillas, dice Sarita– que se secan detrás de la heladera mientras las vacas mugen, los mosquitos siguen en la vuelta y el calor no da tregua. El cielo se oscurece. La tormenta amenaza de nuevo.

Aída me prepara el último té de mi estadía. Son más de las 16.00. Silvana renuncia a sus tareas para pasar los últimos minutos conmigo. Sarita abandona la siesta por lo mismo. Juan José viene a despedirme. Jimena se prepara para manejar los 78 kilómetros hasta Reconquista. Los sábados no hay Pulqui que salga de Olmos. Me voy con la imagen estampada de Silvana, Sarita y Aída –en ese orden– con la mano levantada y una sonrisa en cada rostro, y Luna  moviendo el rabo, cuando la hermana más joven, mi prima, pone el pie izquierdo en la camioneta y da marcha atrás. Hoy hace un año de aquel día en que marché de ese pueblo que me enamoró. Aún tengo la imagen. Miles de imágenes. La de Jimena siguiendo la línea de la ruta y  su sonrisa cuando largó: Tenés que hacer un texto, como el de Reconquista. Me fui con el alma llena y, como llegué, escapándole a la lluvia.



Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.


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