Historias simples: Fortín Olmos
Pabla.
Fortín Olmos. Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.
Está de pie, apoyada contra el
marco de la puerta de su casa aprovechando el sol. Es que hace dos semanas que en
Fortín Olmos no se ve el sol. Quiere saber de dónde soy, de dónde vengo. Quiere
conversar. Le digo que no le quiero robar tiempo, pero ella insiste.
– Pero no, si tengo todo el
tiempo del mundo– dice estirando todas las “0” mientras saca de su casa dos
sillas de plástico. No quiere perderse el sol. Yo tampoco.
–Te vi de lejos y pensé que
eras un muchacho. Es que no es común ver a una muchachita de pelo tan corto, me
confiesa con vergüenza. Yo repito su nombre: Paula. No Pabla, aclara pronunciando
cada letra. Le admito que es la primera mujer que conozco que lleva de nombre
el femenino de Pablo. Nos reímos. Ella representa más edad de la que tiene. Como
casi todas en Olmos. A los 15, tuvo su primera hija.
– ¿Te gustan las tortas fritas?
– Sí, claro si son uruguayas– me
sale como retrucando.
– Enserio– exclama con los ojos
bien grandes y estirando de nuevo la “o”. Entonces no me vas a desperdiciar
ninguna. No me da opción. Me trae cuatro. Las tortas fritas en Olmos son el pan
de cada día.
Frente a su casa de material,
donde vive desde agosto de 2013, todo es campo. La calle de barro no tiene
nombre pero está ubicada al final de un pasaje donde termina el barrio Las
Piedritas. Allí las casas están pegaditas, una seguidita de la otra.
– Un día vinieron y me dijeron que
tenían un terreno para mí. Yo me reía. Mirá si me iban a dar uno, suelta de nuevo
aquella risa que le trae el recuerdo llevando los ojos al piso y moviendo la
cabeza para un lado y para otro como si aún no pudiera creerlo. Y para que a mí
no entre sospecha alguna se levanta, entra, abre un cajón en la habitación que es
cocina living-comedor y saca unos papeles. Un registro de contrato público número
272, escritura 78 y fecha de 2013 que responde a la donación de la Comuna de
Fortín Olmos del terreno a Pabla. Pabla Rivero.
Mejorar la situación de las
viviendas de la población más vulnerable del pueblo era imprescindible. El ex
presidente de la comuna Abel Gómez se puso el problema al hombro y encaró. Sobre
todo, los del norte donde la pobreza salta a la vista. Donde tampoco había
saneamiento hasta hace un par de años, sólo luz eléctrica. Ella vivía en una
casa de barro con sus cinco pequeños hijos y Daniel, su marido, a unos pocos
metros, en el barrio de al lado que aún no tiene saneamiento: Los Pilares.
–Yo no me quería ir de ahí
porque me gustaba mi casita de barro– dice en un tono suave y tímido bien
santafecino. Con los años Pabla se acostumbró a su casa de material y, ahora,
valora los cambios de tener paredes de portland. Aunque dos de sus hijas, ya
grandes, de 13 y 16 años, duermen juntas en un colchón finito, finito, repite
juntando el pulgar y el índice derechos para que yo imagine el grosor de esa finitez que les produce un dolor de
espalda tremendo.
–Pero si compro un colchón nos
quedamos un mes sin comer– chasquea los dientes.
Pabla hacía limpiezas en la
casa de una señora en Olmos hasta que un día apareció con el rostro hinchado y
muchos dolores que le provocaban, dice, la tiroides y la diabetes.
– La doña me dijo que mejor dejara,
que me fuera a hacer los estudios. Que ella no quería tener problemas, que no
podía tomar a una persona enferma. Así no te puedo tener, me dijo.
Hace poco más de un año que
Pabla está sin empleo. Dice que en Olmos no hay trabajo para las mujeres que no
son policías o maestras, o tienen un quiosco o algún comercio. Y para los
hombres, poca cosa. Daniel vive de las changas: cortar leña y hacer carbón
cuando el clima se lo permite. Estuvo una semana parado por la lluvia, se
lamenta revoleando un trapo que ahora tiene entre sus manos. Daniel es albañil pero
en Olmos no hay grandes obras de albañilería. Son trabajos chiquitos que no dan
para nada. Cada tanto el matrimonio recibe una ayudita de Sergio, unos de los
hijos del medio, el de 21 años y el único varón.
– El más “mamango”– suelta con
orgullo su madre. Trabaja en Córdoba en un tambo, pero ahora se está por venir
porque allá todo está pasado por agua.
En Olmos nadie te da nada,
sigue Pabla. Nadie. Hay una asistente social que “no saca el culo de la silla”.
El gobierno le paga pero nunca viene a recorrer los barrios ni a ver a los
abuelitos que no pueden ni moverse. El gobierno no te ayuda en nada, repite
indignada. El gobierno, el gobierno… No es como en otras ciudades, dice.
Le digo que no, que no es lo
que ella piensa. Que en las grandes ciudades como Buenos Aires hay muchas
villas, y grandes villas, donde la pobreza también castiga y arrasa con todo.
Le nombro mi Montevideo querido, un lugar que ella jamás había escuchado. Ni
mucho menos imagina en un mapa. Me mira sorprendida, cuando le explico que el mundo
está lleno de gobiernos que se olvidan de los pobres, que el de su país, su
pueblo, no es el único. Los gobiernos, los gobiernos… La convenzo.
– Pero este es una barrio
tranquilo– afirma como queriendo arrepentirse, ahora, de algunas palabras que
soltó como un pororó segundos antes. La tranquilidad de acá no se paga con nada–
asegura. Y en eso le doy la razón.
Falta media hora para el
mediodía. En la casa que está detrás de la capilla, Sarita, Jimena, Aída y
Silvana me esperan con un banquete. Hoy en la cocina manda Silvana. Seguro
hervirá verduras. Pabla me acompaña un par de cuadras.
– Tengo que ir a comprar carne–
me cuenta.
– Que vas a cocinar hoy– quiero
saber.
– Ah, lo de siempre: Guiso.
Nosotros siempre comemos guiso. Cada tanto un
estofado, pero es lo que hay– suelta mientras me da una bolsa para que
me lleve dos de las tortas fritas que no pude desperdiciar. Las otras dos me
las comí escuchando sus cuentos.