Me cautiva una sensación por
salir sin rumbo. Dos vueltas en la cerradura y veo el 148. Es ése. Cómo sería
aterrizar en “Aviación por Lezica”. La guarda me mira a los ojos con un “buenas
tardes” suave y amable y me agradece ni bien el ómnibus pega la vuelta en el
barrio más histórico. Buen comienzo. Busco un asiento contra la ventanilla.
Quedan sólo los de atrás, encima de las ruedas que te llevan a los saltos como
el zamba del Parque Rodó, pero con una buena visión. En la parada siguiente una
veterana sube con dificultad. Busca una ventana, sin registrar que la
trabajadora la saluda cordialmente. No tiene más opción que sentarse en el
fondo, de lado del chofer. Nadie se sienta con nadie. Son puras mejillas
pegadas al vidrio, ojos clavados en el afuera, pensamientos de ambulantes y
oídos con auriculares que simulan estar en otro mundo para no escuchar los
chusmeríos de los pelotudos que se prenden a exhibir sus rupturas amorosas en
la radio, celebradas y convertidas en el show de la tarde por Orlando
Petinatti. Por eso me enchufo también. Dejo que Astor me deleite con su
bandoneón mientras el aire fresco me alivia el olor insoportable del viejo con
nariz de borracho que va tambaleándose entre sus sueños y los fierros y cayendo
sobre mi hombro. Me muevo para zafar de ese cuerpo pesado, mientras un pibe
prendido del barrote me mira con consuelo. Qué momento, pero pobre tipo. Al
menos tiene cara de bueno, no como ese concheto cuarentón de lentes fashion que
se cambió de asiento ni bien quedó una ventanilla libre. Me sorprende: Aún
conserva la boletera de tamborcito.
Suspiro. El borracho reacciona
y se baja. Pero el ómnibus se va llenando y me espera una tortura. Un
adolescente ocupa su lugar con una cumbia que le aturden los tímpanos. Quiero
que desaparezca, pero apenas terminó de acomodarse en los fierros que siguen
sonando como si fueran a destartalarse y me conducen a la otra punta de la
ciudad, donde no hay mar y todo es distinto, supongo, y rezo para que no sea
también su destino.
Unos bajan, otros suben. Dos
mujeres hablan a los gritos. La teñida de caoba sin dientes delanteros, nos
cuenta que a las cuatro tiene que llegar a algún sitio y no sabe cómo va a
hacer. Son la vergüenza del ómnibus delatan las miradas cómplices entre algunos
pasajeros y otras que buscan la vista exterior evitando esas voces chillonas
que sobresalen en más de un auricular.
El celular del joven suena,
increíblemente, con un tono sutil. “Me dejó tirado”, le dice a la voz del otro
lado. “Me fui al seguro, se me cayó un somier en el pie y toy yendo pa’ casa”.
Y en eso veo un morenito de no más de 8 años que coloca estampitas sobre las
piernas de los pasajeros sin mediar palabra alguna con mirada pudorosa y
sumamente triste, en el instante en que casual o milagrosamente Piazzola me
toca la Milonga del ángel. Con desinterés por la imagen de algunos de los
santos que lleva impresos busco monedas en mi bolso, pero desapareció en un
santiamén para suerte del músico que con su guitarra nos canta Amándote de
Jaime Roos. ¿Amará ganarse la vida así? En ese recorrido son varios los que
buscan ganarse la vida sobre ruedas. Un tipo nos quiere vender un producto
“útil y necesario para el hogar” que elimina toda mancha como la exagerada que
se hizo en su camisa blanca para demostrarnos que no es puro verso. La
desdentada y su amiga murmuran a risas y le compran el quita manchas que a la
mayoría parece no convencernos.
Nos entremezclamos en el mismo
bondi, al decir de los chetos como esa veterana tan maquillada que da asco sólo
con verla por esa máscara de base que simula las arrugas y deja al descubierto
un cuello pálido; o el canoso sesentón de pelo engominado, gafas oscuras,
sobretodo largo y mocasines brillosos, que me echa un vistazo al descender
porque lo intimido. Ellos y la señora de uñas largas al rojo vivo que le
combinan con el pañuelo de seda y que ya descendió, no tienen ni puta idea de
lo que es vivir en el mundo de la desdentada ni del sacrificio que hacen para
ganarse unos pocos pesos la joven de campera y gorra azul de Esso, o la
veterana que lleva un pesado bolso de Seccom y pide una cama a gritos, o el
obrero que carga la máquina de cortar el pasto. Ni muchos menos imaginan la
vida de ese pobre niño, seguramente sin cédula, obligado a mendigar para
llevarles el pan y la leche a su madre y sus cuatro o cinco hermanos más chicos
que él. Ni del pibe que va a mi izquierda que sigue con su cumbia y la tararea
loco de contento por regresar a su casa sin mucho dolor, al parecer, por el
somier que le aplastó el pie. “Cuando para aquí, cuando para allá, canta
palmeándose la pierna.
Cruzando el mugriento arroyo
Miguelete un joven de ojos azules despampanantes que descolocan a la desdentada
y su amiga nos pide los boletos. Miméticamente todos revisamos bolsillos y
carteras y ellas cuchichean sin sacarle la vista de encima, mientras los de a
pie van apretados e incómodos, y otros tantos con rostros exhaustos o medio
amargos como el mío por tener que fumarme esa cumbia que ahora dice que “se
muere de celo y envidia”, y el boquitoqui del divino inspector del que salen
voces de algún sitio. Suspiro, nuevamente, con alivio: Llegamos a Colón, por
fin el plancha se baja.
Lezica no es el barrio que
imaginé, al estilo Casabó. En amplios jardines lucen grandes chalets de
ladrillo a la vista que bien podrían ser de aquel canoso engominado o la
coqueta con kilos de maquillaje. En la avenida que lleva su nombre la elegante
Iglesia María Auxiliadora espera a sus fieles, y más adelante, grandes galpones
son o fueron fábricas en algún tiempo.
“Destino” nos avisa la guarda a
mí y otra mujer que parece tan perdida como yo. Y ahí estoy, como en el medio
de la nada, con el viento golpeándome la cara y zumbándome el oído entre una
plaza sin nombre y un campo vallado donde descansan cinco avionetas. Un rubio
solitario me dice que “están buenos los aviones”, cuando se percata de mi
presencia. Eduardo es del barrio y va todos los días a verlos. Su padre era
aviador. “Se hace chiquito el avión, allá va”, lo sigue con el dedo hasta
perderlo en el horizonte. Me cuenta que andar una hora duele 1600 pesos.
Imposible para su bolsillo. Me despido y camino hacia el pueblo que aún no
despertó de la siesta y está lleno de perros y paradojas: En la plaza con
hamacas y juegos para niños, un cartel advierte Espacio para adultos, una
pancarta anuncia un candidato a diputado de un tal Vázquez con Pedro Bordaberry
y las garitas de ómnibus se disputan grafitis entre el Bolso y el Manja que
alcanzo a ver al subir a otro 148 que me dejará en la misma parada. Me vuelvo
con la sensación de haber estado en un interior profundo que nada se parece al
bullicio capitalino y con Eduardo que me susurra, pero no el soñador de
avionetas, sino el Darno que me canta que “aquellos aires me sedujeron”.
Lezica. Agosto, 2014. |
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