Voló alto. Como tocando el
cielo. Entre su inmensa sonrisa divisé la tormenta. Era cuestión de segundos.
Para atrás y para adelante, se zarandeaba en hamacas negras. Jamás había visto
de esas. Al certificar su forma en semicírculo, entendí lo alto de su vuelo. Su
risa, de felicidad íntegra, se perdía en el aire. Se la llevaba el viento. Al
igual que al brincar en un pie, rodeada de tantos verdes, margaritas, agapantus
y eucaliptos.
Se enamoró del pequeñísimo
bichito prendido del tronco. Un San Antonio que apuró el pasó cuando se percató
de sus manitos. Sin gotas aún asomándose, abrió el paraguas y jugó, fascinada
por lo gigante del objeto o de su propia pequeñez. Después, se agachó en busca
de algo que no alcancé a reconocer. Prendió la vuelta y en otro salto se me
acercó: “Esto es para ti, tía”, me dijo calzándome la margarita en la oreja, y
su alma pura.
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