lunes, 19 de enero de 2015

No son payasadas

Historias de vida I

7:30. Una llamada lo despierta. Cruza a la casa de su madre, de 81 años, que lo espera con el mate. Después, el apronte. Menea la cabeza, se pasa la mano sobre la frente empujando la melena hacia atrás, delatante del espejo que le devuelve unos ojos cansados y tristes. La mirada, perdida, se clava en sí misma. No todos los payasos se ríen siempre.
De un lado, Fidel Enrique González Páez. Aquel niño que esperaba la llegada del tren para saludarlo, escuchar el silbato y jugar sobre las vías de la estación Peñarol mientras los vagones se fugaban en aquel punto en el medio del horizonte, con la ilusión, quizás, que su madre volviera. Desde pequeño tuvo que, primero, andar desprendiéndose de sus padres que se pelaban constantemente, luego, acostumbrarse a la separación de ellos. Mientras hizo la primaria vivió con su “viejo”, con quien no tenía una buena relación. Así que un día le preparó las valijas y lo mandó con su madre a Argentina, a probar suerte. Trabajó en un circo, fue barman, mozo y hasta carnicero.
Del otro lado del espejo, desde que la primera línea de pintura le marca la cara, Pildorita: el payaso que nació en la esquina bonaerense de Lavalle y Florida, en tiempos de democracia. “Años gloriosos” si los hubo. Así, lo apodó un amigo, también artista. Y Pildorita subsistió, exitosamente tras sumergirse en libros de psicología que le enseñaron cómo relacionarse con los niños, lo que todo payaso debe saber. Y es que la pintura es “mi droga”, dice. Depende de su buen humor para conquistar a la gente –robarle una risita, un guiño, una mueca, un simple gesto–  y ganarse la vida.



Es miércoles. Por suerte, no llueve. Son las 10.45. De un 174 que viene de Melilla, descienden varios pasajeros en Tres Cruces. Su figura resalta: Viste un pantalón rojo con lunares negros y una remera que, en un círculo luce la foto de Federico, su hijo, debajo de una chaqueta azul a cuadritos. Un lunar rojo en la punta de la nariz y una sonrisa blanca con borde negro que le abarca hasta la mitad de las mejillas, sobresalen en su rostro. Lentes grandes “HD (high-definition)” y sin vidrio y un sombrero naranja fluo que, realza su cabellera de rulos gris, le dan un toque personal.
Emprendo el viaje con él. Primero un 180 a Cuidad Vieja. La mayoría de los montevideanos ya lo conocen. El guarda y el chofer le revelan complicidad con una sonrisa y un guiño, pero su presencia, incomoda a la mayoría de los pasajeros. Ni siquiera recibe la respuesta de su “buenos días”.
“Estamos en el horno”, mira al guarda, quien le devuelve una mueca de labios apretados. Muchos ojos se voltean hacia fuera, otros se inmovilizan en las letras que llevan en sus faldas o en los celulares, otros se cierran haciéndose los dormidos para zafar de aquella situación o se hacen los distraídos con los auriculares que les estallan los tímpanos.
Es difícil convivir y Pildorita lo tiene claro. “Yo entiendo que ustedes están con cara de colectivo chocado y están desesperados por el IRPF que les ha hecho recortar gastos como la televisión por cable”, intenta romper el hielo. “Ahora miramos Intrusos, Algo contigo, Verano perfecto…”, ironiza queriendo sacar sonrisas. Y de a poco, lo logra. Algunos festejan tímidamente, aplauden y sueltan algunas monedas. Él ya no se calienta. No tiene otra opción que la de acostumbrarse a (algunas) malas ondas.


18 de Julio y Gaboto: Un 121 con destino a Punta Carretas. Ahora dice que “vivimos en el mejor país del mundo” porque “tenemos un arroyo seco, un cerro chato, una calle que se llama Libertad”. Se sienten carcajadas. “¿Cómo se llama la escuela de vinos de Uruguay?”, pregunta. Un joven pide que le reafirme la pregunta y piensa. Pildorita se adelanta: “¡Tomás Berreta!”, grita. Y de nuevo carcajadas. “¿Y cómo se llama el fiscal del caso de Tania Ramírez?”. “[Carlos] Negro”, respondió un pasajero entre risas. “Ahí está, una cosa de locos”, responde el payaso. Los aplausos “son bravos de sacar”, me había dicho, pero salen casi espontáneamente.
Entre parada y parada recibe saludos, hace reír a niños e intercambia palabras con músicos. El payaso es el referente de los Artistas Callejeros Asociados (ACA) que hace tiempo reivindican sus derechos laborales. Les habla de una futura reunión con el PIT CNT y discuten. Un guitarrista que toca acordes sobre ruedas hace 10 años, está cansado de intentar formalizar ACA. Pero sin bajar los brazos, Pildorita insiste en afirmar la convicción de “artista” y lograr el respeto de la gente, no como esos que suben a los bondis con olor a vino en busca de la moneda fácil. Pildorita no pretende vivir en Punta Gorda, sólo luchar para que Federico, su hijo, no pase su misma historia “ni que ande en la calle”.
Andrés (otro artista), de gurí, tuvo que salir a vender estampitas en tiempos de crisis. La del 2002, aquella en la que para muchos comer era cuestión de suerte.



La primera vez que Pildorita probó en un ómnibus fue intercambiando dinero por chocolates, en un 156 con destino a Gruta de Lourdes. Un 17 de mayo. De 1996, recuerda como si el tiempo no se hubiera detenido. Hasta que se animó a mostrar sus cualidades humorísticas que le salen sin ensayo. Si hacen reír o no es otro tema.
Lilián es una de las que suelta carcajadas por su culpa, hasta agarrarse la barriga. “Yo los admiro –me dice– porque a mí no me daría el rostro para hacer lo que hacen. Es una lástima que el Estado no los apoye porque son verdaderamente artistas que la gente no sabe valorar”. Acaso, “no es mejor que suban a los ómnibus antes que salgan a robar”, cuestiona.
Andrés, hoy, con 29 años, reparte sus poemas en los ómnibus mientras el payaso contagia su chispa o al menos lo intenta. Entrega su tarjeta de "Pildorita Producciones" por si sale alguna fiesta, con su imagen mirándose al espejo, que revela los ojos penosos de Fidel Enrique González Páez, ante la frase, paradójicamente, "Llámame te vas a divertir". Y a una joven bonita que se la acepta le aclara: “Mirá que aparte de cumpleaños hago divorcios también”.





*Articulo relacionado: “De este a oeste, de sur a norte”. VMD

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