Historias de vida I
7:30.
Una llamada lo despierta. Cruza a la casa de su madre, de 81 años, que lo
espera con el mate. Después, el apronte. Menea la cabeza, se pasa la mano sobre
la frente empujando la melena hacia atrás, delatante del espejo que le devuelve
unos ojos cansados y tristes. La mirada, perdida, se clava en sí misma. No
todos los payasos se ríen siempre.
De
un lado, Fidel Enrique González Páez. Aquel niño que esperaba la llegada del
tren para saludarlo, escuchar el silbato y jugar sobre las vías de la estación
Peñarol mientras los vagones se fugaban en aquel punto en el medio del
horizonte, con la ilusión, quizás, que su madre volviera. Desde pequeño tuvo
que, primero, andar desprendiéndose de sus padres que se pelaban
constantemente, luego, acostumbrarse a la separación de ellos. Mientras hizo la
primaria vivió con su “viejo”, con quien no tenía una buena relación. Así que
un día le preparó las valijas y lo mandó con su madre a Argentina, a probar
suerte. Trabajó en un circo, fue barman, mozo y hasta carnicero.
Del
otro lado del espejo, desde que la primera línea de pintura le marca la cara,
Pildorita: el payaso que nació en la esquina bonaerense de Lavalle y Florida,
en tiempos de democracia. “Años gloriosos” si los hubo. Así, lo apodó un amigo,
también artista. Y Pildorita subsistió, exitosamente tras sumergirse en libros
de psicología que le enseñaron cómo relacionarse con los niños, lo que todo
payaso debe saber. Y es que la pintura es “mi droga”, dice. Depende de su buen
humor para conquistar a la gente –robarle una risita, un guiño, una mueca, un
simple gesto– y ganarse la vida.
Es
miércoles. Por suerte, no llueve. Son las 10.45. De un 174 que viene de
Melilla, descienden varios pasajeros en Tres Cruces. Su figura resalta: Viste
un pantalón rojo con lunares negros y una remera que, en un círculo luce la
foto de Federico, su hijo, debajo de una chaqueta azul a cuadritos. Un lunar
rojo en la punta de la nariz y una sonrisa blanca con borde negro que le abarca
hasta la mitad de las mejillas, sobresalen en su rostro. Lentes grandes “HD
(high-definition)” y sin vidrio y un sombrero naranja fluo que, realza su
cabellera de rulos gris, le dan un toque personal.
Emprendo
el viaje con él. Primero un 180 a Cuidad Vieja. La mayoría de los montevideanos
ya lo conocen. El guarda y el chofer le revelan complicidad con una sonrisa y
un guiño, pero su presencia, incomoda a la mayoría de los pasajeros. Ni
siquiera recibe la respuesta de su “buenos días”.
“Estamos
en el horno”, mira al guarda, quien le devuelve una mueca de labios apretados.
Muchos ojos se voltean hacia fuera, otros se inmovilizan en las letras que
llevan en sus faldas o en los celulares, otros se cierran haciéndose los
dormidos para zafar de aquella situación o se hacen los distraídos con los
auriculares que les estallan los tímpanos.
Es
difícil convivir y Pildorita lo tiene claro. “Yo entiendo que ustedes están con
cara de colectivo chocado y están desesperados por el IRPF que les ha hecho
recortar gastos como la televisión por cable”, intenta romper el hielo. “Ahora
miramos Intrusos, Algo contigo, Verano perfecto…”, ironiza queriendo sacar
sonrisas. Y de a poco, lo logra. Algunos festejan tímidamente, aplauden y
sueltan algunas monedas. Él ya no se calienta. No tiene otra opción que la de
acostumbrarse a (algunas) malas ondas.
18
de Julio y Gaboto: Un 121 con destino a Punta Carretas. Ahora dice que “vivimos
en el mejor país del mundo” porque “tenemos un arroyo seco, un cerro chato, una
calle que se llama Libertad”. Se sienten carcajadas. “¿Cómo se llama la escuela
de vinos de Uruguay?”, pregunta. Un joven pide que le reafirme la pregunta y
piensa. Pildorita se adelanta: “¡Tomás Berreta!”, grita. Y de nuevo carcajadas.
“¿Y cómo se llama el fiscal del caso de Tania Ramírez?”. “[Carlos] Negro”,
respondió un pasajero entre risas. “Ahí está, una cosa de locos”, responde el
payaso. Los aplausos “son bravos de sacar”, me había dicho, pero salen casi
espontáneamente.
Entre
parada y parada recibe saludos, hace reír a niños e intercambia palabras con
músicos. El payaso es el referente de los Artistas Callejeros Asociados (ACA)
que hace tiempo reivindican sus derechos laborales. Les habla de una futura
reunión con el PIT CNT y discuten. Un guitarrista que toca acordes sobre ruedas
hace 10 años, está cansado de intentar formalizar ACA. Pero sin bajar los
brazos, Pildorita insiste en afirmar la convicción de “artista” y lograr el
respeto de la gente, no como esos que suben a los bondis con olor a vino en
busca de la moneda fácil. Pildorita no pretende vivir en Punta Gorda, sólo
luchar para que Federico, su hijo, no pase su misma historia “ni que ande en la
calle”.
Andrés
(otro artista), de gurí, tuvo que salir a vender estampitas en tiempos de
crisis. La del 2002, aquella en la que para muchos comer era cuestión de
suerte.
La
primera vez que Pildorita probó en un ómnibus fue intercambiando dinero por
chocolates, en un 156 con destino a Gruta de Lourdes. Un 17 de mayo. De 1996,
recuerda como si el tiempo no se hubiera detenido. Hasta que se animó a mostrar
sus cualidades humorísticas que le salen sin ensayo. Si hacen reír o no es otro
tema.
Lilián
es una de las que suelta carcajadas por su culpa, hasta agarrarse la barriga.
“Yo los admiro –me dice– porque a mí no me daría el rostro para hacer lo que
hacen. Es una lástima que el Estado no los apoye porque son verdaderamente
artistas que la gente no sabe valorar”. Acaso, “no es mejor que suban a los
ómnibus antes que salgan a robar”, cuestiona.
Andrés,
hoy, con 29 años, reparte sus poemas en los ómnibus mientras el payaso contagia
su chispa o al menos lo intenta. Entrega su tarjeta de "Pildorita
Producciones" por si sale alguna fiesta, con su imagen mirándose al
espejo, que revela los ojos penosos de Fidel Enrique González Páez, ante la
frase, paradójicamente, "Llámame te vas a divertir". Y a una joven
bonita que se la acepta le aclara: “Mirá que aparte de cumpleaños hago
divorcios también”.
*Articulo
relacionado: “De este a oeste, de sur a norte”. VMD
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