“Gime, bandoneón, grave y
rezongón en la nocturna verbena.
En mi corazón tu gangoso son hace
más honda mi pena”.
Enrique Cadícamo
Media
mañana. Domingo otoñal de 2011. Paseábamos por la feria Tristán Narvaja. Y en
esas, algo de un bolichito que no conocíamos, nos llamó. Sonaban un bandoneón y
un par de guitarras. La voz del tango era la de Andrés Deus, supimos después. Y
el bandoneonista, Ignacio Aldabe. Entre whiskys y picadas, nos deleitaron con
Gardel, Sosa, Piazzola y otros. Nacho llevaba puestos unos oscuros lentes.
Poseído en las notas, los ritmos y las melodías, como todo músico, su cabeza se
movía de un lado a otro y, a veces, quedaba mirando el techo. A nosotros, por
esas cosas de la vida, nos hizo pensar que era ciego. Y nos impresionaba cómo
tocaba el bandoneón.
Marzo de
2014. Volvimos. Supimos que Nacho no era ciego. Y ése domingo, el espectáculo
tuvo un impasse. El bandoneón había sufrido, al parecer, serias
roturas. Nacho sacó un destornillador de una valijita y como médico que opera,
hizo todo por reponerlo. No se resistía a quedarse sin su instrumento. Su
paciencia, su fé, su experiencia, quizás, hicieron que el fuelle resucitara. Y
los Piazzolas y otras tantas interpretaciones siguieron sonando como si nada
hubiera pasado. Como si el propio bandoneón pidiera un descanso ante tanta
energía de su dueño.
Tres años
después, volvimos a encontrarlos en el Centro Cultural de España. Esta vez, en
el marco de Boliches en Agosto. A Nacho y su bandoneón los
acompañaba un grupo de jóvenes, cultivadores del tango. Y el bandoneón sonó.
Sonó fuerte, con personalidad, con desgarro, durante poco más de una hora. No
es difícil darse cuenta que ese bandoneón, marca ELA, de color madera y
malaquitas verdes, es todo para Nacho. Su herramienta de trabajo, su forma de
expresarse, su compañero, su vida. Como dijo Astor una vez, “mi bandoneón es
como tener una mujer en los brazos”. Y como lo es para nosotros los fotógrafos,
la cámara. La diferencia que, quizás, nosotros, podemos encariñarnos con esa
primera cámara con la que empezamos el viaje –en mi caso una Zenit 12XP a
rollo–, pero con el tiempo debemos abandonarla o usarla por pura pasión y amor,
y acostumbrarnos a las nuevas cámaras que la tecnología nos obliga a adaptarnos
en esta era digital. Con los bandoneones eso no pasa. Por más que algunos
solidarios juntáramos dinero (que no estaría mal) para que Nacho siga en pie,
ganándose la vida con el tango, su pasión, y un nuevo bandoneón, para él
seguramente no sería lo mismo. Si ese bandoneón, que por un descuido de
su dueño, una muy mala persona se apoderó de él, hablara, cuántas historias y
andanzas nos contaría.
Boliche Verde, Tristán Narvaja. Marzo, 2014. |
Y aquel domingo otoñal inspiró a mi compañero. Con
su permiso, su crónica.
Texto: Iván Franco
El ciego
En el bandoneón no se puede tocar y mirar las
teclas, se hace de memoria y al tacto; quizás por eso es el instrumento elegido
por muchos ciegos. En el pequeño restaurante de Tristán Narvaja, sobre la acera
oeste, la luz del sol entraba oblicua por la puerta y por el ventanal sin
cortinas, era una fresca y hermosa mañana otoñal. La pareja de músicos estaba
ubicada cerca de la puerta quedando, para los clientes, de costado a un bonito
contraluz. El ciego, mientras tocaba, dirigía sus ojos hacia el cielo raso, a
su lado un guitarrista y cantor completaba el dúo. La muchacha de vestido de
lino no paraba de mirarlo y de comentar a su compañero el mérito del ejecutante
del fuelle. Tangos, milongas y valses iban arrancando aplausos.
Afuera, pasaban los visitantes de la feria
dominguera y algunos se paraban un rato a escuchar a los músicos. En un
momento, una pareja de veteranos que vestían humildemente, no pudieron reprimir
la tentación y entraron a bailar una milonga que sonaba repicadita. Lo hacían
balanceándose al ritmo y dando pequeños saltitos, como se baila la milonga.
Cuando terminó se despidieron saludando, mientras recibían el aplauso de todos.
Entre tema y tema los músicos conversaban en voz baja y anunciaban el tema
siguiente, el cantor mientras hablaba miraba al ciego, y éste inclinaba la
cabeza hacia su compañero como para oírlo mejor. El guitarrista, que llevaba la
voz cantante del dúo, agradecía, ofrecía discos compactos con grabaciones
caseras y hacía algunos comentarios graciosos. El ciego se limitaba a tocar.
La chica, abstraída de todo, centraba su atención
en el ciego. El misterio de su vida, la cotidianeidad de una persona que no
percibe la luz, el universo mental de quién no conoce colores, brillos,
fotografías, parecían pertubarla. El ciego, sin embargo, muy tranquilo,
ejecutaba un instrumento tan difícil como el bandoneón y disfrutaba de lo que
hacía. La sacó de esos pensamientos la voz de su compañero cuando le dijo
“¿Vamos?”.
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