jueves, 8 de enero de 2015

Sin alma


“Gime, bandoneón, grave y rezongón en la nocturna verbena.
En mi corazón tu gangoso son hace más honda mi pena”.
 Enrique Cadícamo


Boliche Verde, Tristan Narvaja.Marzo, 2014.

Media mañana. Domingo otoñal de 2011. Paseábamos por la feria Tristán Narvaja. Y en esas, algo de un bolichito que no conocíamos, nos llamó. Sonaban un bandoneón y un par de guitarras. La voz del tango era la de Andrés Deus, supimos después. Y el bandoneonista, Ignacio Aldabe. Entre whiskys y picadas, nos deleitaron con Gardel, Sosa, Piazzola y otros. Nacho llevaba puestos unos oscuros lentes. Poseído en las notas, los ritmos y las melodías, como todo músico, su cabeza se movía de un lado a otro y, a veces, quedaba mirando el techo. A nosotros, por esas cosas de la vida, nos hizo pensar que era ciego. Y nos impresionaba cómo tocaba el bandoneón.
Marzo de 2014. Volvimos. Supimos que Nacho no era ciego. Y ése domingo, el espectáculo tuvo un impasse. El bandoneón había sufrido, al parecer, serias roturas. Nacho sacó un destornillador de una valijita y como médico que opera, hizo todo por reponerlo. No se resistía a quedarse sin su instrumento. Su paciencia, su fé, su experiencia, quizás, hicieron que el fuelle resucitara. Y los Piazzolas y otras tantas interpretaciones siguieron sonando como si nada hubiera pasado. Como si el propio bandoneón pidiera un descanso ante tanta energía de su dueño.

Tres años después, volvimos a encontrarlos en el Centro Cultural de España. Esta vez, en el marco de Boliches en Agosto. A Nacho y su bandoneón los acompañaba un grupo de jóvenes, cultivadores del tango. Y el bandoneón sonó. Sonó fuerte, con personalidad, con desgarro, durante poco más de una hora. No es difícil darse cuenta que ese bandoneón, marca ELA, de color madera y malaquitas verdes, es todo para Nacho. Su herramienta de trabajo, su forma de expresarse, su compañero, su vida. Como dijo Astor una vez, “mi bandoneón es como tener una mujer en los brazos”. Y como lo es para nosotros los fotógrafos, la cámara. La diferencia que, quizás, nosotros, podemos encariñarnos con esa primera cámara con la que empezamos el viaje –en mi caso una Zenit 12XP a rollo–, pero con el tiempo debemos abandonarla o usarla por pura pasión y amor, y acostumbrarnos a las nuevas cámaras que la tecnología nos obliga a adaptarnos en esta era digital. Con los bandoneones eso no pasa. Por más que algunos solidarios juntáramos dinero (que no estaría mal) para que Nacho siga en pie, ganándose la vida con el tango, su pasión, y un nuevo bandoneón, para él seguramente no sería lo mismo.  Si ese bandoneón, que por un descuido de su dueño, una muy mala persona se apoderó de él, hablara, cuántas historias y andanzas nos contaría.



Boliche Verde, Tristán Narvaja. Marzo, 2014.

Boliche Verde, Tristan Narvaja. Marzo, 2014. 


Y aquel domingo otoñal inspiró a mi compañero. Con su permiso, su crónica.

Texto: Iván Franco
El ciego

En el bandoneón no se puede tocar y mirar las teclas, se hace de memoria y al tacto; quizás por eso es el instrumento elegido por muchos ciegos. En el pequeño restaurante de Tristán Narvaja, sobre la acera oeste, la luz del sol entraba oblicua por la puerta y por el ventanal sin cortinas, era una fresca y hermosa mañana otoñal. La pareja de músicos estaba ubicada cerca de la puerta quedando, para los clientes, de costado a un bonito contraluz. El ciego, mientras tocaba, dirigía sus ojos hacia el cielo raso, a su lado un guitarrista y cantor completaba el dúo. La muchacha de vestido de lino no paraba de mirarlo y de comentar a su compañero el mérito del ejecutante del fuelle. Tangos, milongas y valses iban arrancando aplausos.
Afuera, pasaban los visitantes de la feria dominguera y algunos se paraban un rato a escuchar a los músicos. En un momento, una pareja de veteranos que vestían humildemente, no pudieron reprimir la tentación y entraron a bailar una milonga que sonaba repicadita. Lo hacían balanceándose al ritmo y dando pequeños saltitos, como se baila la milonga. Cuando terminó se despidieron saludando, mientras recibían el aplauso de todos. Entre tema y tema los músicos conversaban en voz baja y anunciaban el tema siguiente, el cantor mientras hablaba miraba al ciego, y éste inclinaba la cabeza hacia su compañero como para oírlo mejor. El guitarrista, que llevaba la voz cantante del dúo, agradecía, ofrecía discos compactos con grabaciones caseras y hacía algunos comentarios graciosos. El ciego se limitaba a tocar.
La chica, abstraída de todo, centraba su atención en el ciego. El misterio de su vida, la cotidianeidad de una persona que no percibe la luz, el universo mental de quién no conoce colores, brillos, fotografías, parecían pertubarla. El ciego, sin embargo, muy tranquilo, ejecutaba un instrumento tan difícil como el bandoneón y disfrutaba de lo que hacía. La sacó de esos pensamientos la voz de su compañero cuando le dijo “¿Vamos?”.
Pidieron la cuenta, y compraron un disco. Al salir, ella se inclinó para dejar un billete en el estuche de guitarra que estaba en el piso, delante de los músicos. Al incorporarse, miró al ciego que la miraba y le decía: “Gracias, bonito vestido”.



Boliche Verde, Tristán Narvaja. Marzo, 2014. 

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