“…Ahora la veo y pienso
que no hay nada que
salvar,
no hay nada, no hay nada…”
Eduardo Darnauchans
El silencio sería perturbador
si no fuera por el viento que no da tregua y el canto de los pájaros. Está
gris. Bien gris. Un gato negro de ojos verdes y grandes, descansa en el sillón
de entrada y observa atentamente a todo el que entra y atraviesa la puerta del
Cementerio Central donde descansan los muertos. China, la de la televisión y el
teatro, Mario, el que nos dejó poemas, cuentos y novelas, Jorge, el que murió
hace apenas unos días y resultó, según unos pocos, uno de los mejores
presidentes que tuvo el país, el Coronel, el agente, los alumnos, Fernando,
Pilar, José, Javier, Arsenio, Beatriz, Casimiro, Mirta, Merceditas y millones
de nombres, estampados en las tumbas, conocidos sólo para sus familias. Y miles
de familias que también tienen sus tumbas: Tort, De Márquez, Sánchez y Sánches,
García, Dolores. Dolores. Todos esos muertos. Miles de muertos. Millones de
muertos.
Algunas
flores reviven en este Día de los Difuntos. Los muertos también tienen su día,
aunque no se enteren. O sí, porque antes de morirnos, todos sabemos que el 2 de
noviembre, seguro, alguien nos llevará flores. O no. Porque son muchos los que no
pisan un cementerio ni por jodete. Para qué revivir esa muerte, ese dolor, esa
ausencia, aquel velorio, aquella sepultura y tanto llanto y abrazo de consuelo.
La muerte lisa y llana. Y en eso pienso cuando me cruzo con un gato amarillo
que husmea y mea entre las tumbas y me topo contra la de Benedetti que en su homenaje dice que hay “defender la
alegría como una trinchera, defenderla del escándalo y la rutina, de la miseria
y los miserables, de las ausencias transitorias y las definitivas…”, y los
visitantes son pocos, poquísimos, en ese inmenso terreno lleno de cruces,
cipreses, panteones de todo tipo, color y forma, placas, ángeles, Jesucristos,
macetas de mármol, palomas y gatos, rosas y claveles de todos los colores, flores
artificiales, muertas como sus muertos, flores naturales que simbolizan la vida
pero el tiempo las marchita y las deja casi muertas como sus muertos. Tela
arañas que dan cuenta del tiempo en que en esos huesos están deshuesados,
desintegrados, sin vida hace quién sabe cuántos años. Los años que ayudan a
quienes quedan en vida, a olvidar –aunque sea un poco– el dolor de esa
ausencia, de ese muerto al que se le rinde homenaje cuando viene a la memoria y
el recuerdo revive. Y miles de tumbas que hacen diferencia de clases entre los
muertos. “…Los Epson, los Moore o los Hughes pueden tener las tumbas más
costosas o estar enterrados en un pedazo modesto de tierra, lo mismo para los
Rodríguez, los Pérez o los Fernández. Eso habla de buen acierto social post mortem: en este país ha importado
el apellido, es claro, pero finalmente será la plata la que te dará la mejor
tumba… y eso nos recuerda que la muerte
también es un negocio: “Administración, información, ventas”, decía Apegé*. La
muerte es un negocio. Un negocio. Y que importa la tumba si el muerto está
muerto. Qué importa. Que importa la flor si el muerto no la ve, no la toca, no
la siente, no la olfatea. Que importa. Al salir me cruzo con una placa: Familia
Paz. Las flores rojas reviven esa tumba como el canto de los pájaros. Lo único
vivo allí. Y esas tumbas que por más mármol que contengan en algún momento nos
esperan. A todos, aunque no se esté preparado para ello. Nadie se salva de esa.
Nadie. Y es que “después de todo, la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida”,
escribió Mario en algún momento. Y todos nos quedamos con esas almas que ya no
están. O están en el cielo, en algún lugar. O en otra alma, que ya no se puede salvar.
Cementerio Central, ayer, en el Día de los Difuntos. Montevideo, 2016. |
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Cementerio Central, ayer, en el Día de los Difuntos. Montevideo, 2016. |
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