miércoles, 9 de noviembre de 2016

Diseño de interiores

“Necesito renovar mi interior
dibujarse es vivir, el presente es un proyecto anterior
se agoto por aquí, necesito desarmar el taller
aprenderse es vivir, raspar el empapelado de ayer
no dejarse dormir…
Necesito refrescar el renglón, remojarse es vivir
darme fe, tener determinación, detenerse es morir…”.

Fernando Cabrera

Los dedos de sus manos son largos y finos. Su piel es suave. Suave como las lanas que mira, analiza, toca, selecciona, elige y se le enredan entre los dedos cuando la terminan de convencer y se convierten en una muestra. Ésa que primero fue apenas una idea y después se le metió entre ceja y ceja y, finalmente, concretó en un modelo. Un mantel, una manta, un centro de mesa, un amplio chal que cubre la espalda de cualquier mujer, una alfombra, un individual para que el plato caliente no toque la madera de la mesa, un cubre cama, un sweater, una bufanda… Y la lista sigue. Es larga. Es que Estefanía –Piru para la familia y los más queridos–  es muy inquieta. No para nunca. Su cabeza no para.
Economía, diseño, comunicación… Como muchas pibas cuando llegan a 5to. de bachillerato, no sabía para dónde agarrar. Los números siempre le atraparon. Los heredó de sangre: una hermana economista, una tía contadora. Pero la creatividad le nace de adentro, la lleva en el alma. Y contra eso no se puede. Si de algo le sirvió cursar un par de años la Facultad de Economía, fue para descubrir que ése no era su camino. Piru crea,  inventa, sueña. Sueña mucho.

Tengo la confianza para llamarla por ese sobrenombre que se fue achicando (primero fue Pirulita) con el que la bautizó Pepi, su abuelo materno mi tío cuando ni siquiera daba sus primeros pasos. Fui casi testigo de sus primeras palabras. La vi crecer, pasar de la infancia a la adolescencia. La vi transformarse en una mujer. Una mujer que ahora, dice con su sonrisa espontánea, está en busca de su propio camino, reencontrándose consigo. Diseñando su interior. Y en esos sueños la inspiran todo lo que ve, que no es poca cosa, y se palpitan más, acierta. Pero no fue fácil tomar la decisión, piensa en voz alta, arriesgarse, dejar de lado cuánto miedo aparece cuando la cuerda cincha fuerte para el lado de la meta tan anhelada, tan soñada y a la vez temida, de la independencia que no se ata a un salario nominal que paga un patrón o dueño de cualquier empresa, a marcar una tarjeta en un reloj con su nombre o el número de empleado que le toque o sencillamente dejar la huella de su pulgar, y se sujeta a órdenes que gusten o no deben cumplirse agachando la cabeza.

– Me daba miedo porque no tengo mano fácil para el dibujo ni tampoco hice bachillerato artístico– vuelve a soltar con la misma sonrisa espontánea pero ahora sutil, entre las palabras que quiero sacarle, y cuesta. Los cachetes se le ponen colorados como el tomate que acaba de comer. Pero a la hora de imaginarse en qué se veía, en su futuro, eso pasaba a un segundo plano. La práctica lo arreglaría. Entonces llegó el día en que no titubeó porque ya no existían dudas. La prueba de ingreso en el Centro de Diseño Industrial –ahora Escuela Universitaria Centro de Diseño– le llevó un mes. 30 días que le fascinaron y en los que se terminó de convencer.
Cuatro años más tarde, una noche de otoño un tanto fría, le aplastaron decenas de huevos en su pelo lacio y castaño oscuro y harina y yerba y polenta y engrudos que olían feo. A podrido. Ese día, para ella inolvidable –el 13 de mayo de 2014– no tanto por los huevos y la harina y la yerba y la polenta y los engrudos, Piru se recibía de Diseñadora Industrial. Y era como de no creer. La nena, la más chica de la familia que dudaba entre los números y las letras y el arte, creció e iba abriendo su camino con el telar. Un telar transportable, chico, plegable y en madera fue el producto que eligió para la tesis que le llevó días, semanas, meses, por ese tozudo y empecinado interés por una de las materias primas de excelencia que tiene Uruguay. 

Junto a su amiga Sofía (con quien realizó la tesis), emprendieron una investigación de la lana, los distintos productos para su uso y las técnicas tradicionales, que las fue  llevando al desarrollo de un telar que en nuestro país se ven pocos, asegura, y tiene un máximo de tejido de 30 cm de tafetán [un tipo de elaboración para trabajar el tejido, fuerte y resistente]. La lana es un material noble, ecológico, sustentable, biodegradable, “calentito” y de larga duración. Razones suficientes para que se inclinaran por ahí. En el medio de la investigación observaron que el 90% de la lana en nuestro país se usa para exportación y sólo un 10% para uso local. Entonces, argumenta Piru mientras mis ojos intentan seguir los movimientos de sus dedos largos y finos en el aire, “tenemos un material de excelencia y no lo explotamos”. Y encima “vivimos en una sociedad en que todo se consume y se tira”. Sus ojos color miel se agrandan como para  refutar su argumento. Todo se consume y se tira, repite casi indignada.  La lana, en cambio, se puede reciclar, los tejidos se pueden desarmar y volver a hacer, valora y convence a cualquiera que la escuche.

Con los pies puestos en la tierra, la tesis salvada, miles de ideas en la cabeza y el producto entre manos, a Piru le faltaba sólo concretar los diseños y darle forma a su proyecto. Un proyecto al que, además, había que encontrarle un nombre, identificarlo con una imagen, una marca, que no sólo la identificara a ella, sino que reflejara las propiedades del producto. Y buscó y buscó. Armó una lista en la que se desplegaron cientos de nombres de plantas, países, y cuánto se le ocurrió. Los combinó, los consultó, pidió opiniones. Es que Piru es de esas pibas que no se conforma con lo primero que sale. Es perfeccionista y estricta para consigo. Algo positivo para algunas cosas, reconoce, pero para otras, quizás, le  hace  perder tiempo en los procesos y la elaboración para llegar a un resultado final, piensa en voz alta con los ojos calvados en la mesa, primero, en algún punto del aire después. Y fue como armar un puzzle de 1200 piezas. Las letras quedaron unidas y la palabra le sonó. Y le copó. Jardana. “Todos simpatizaron con el nombre, y yo también”. Se ríe. La sonrisa de Piru es más grande que su rostro. Y Jardana eso que tanto soñó.
Pero la cosa no terminó ahí. Tenía que encontrar una tipografía y un símbolo que visualmente “pegara”, que se viera. Compró telas de todos los tamaños y colores y agujas y experimentó un montón de cosas para saber por dónde quería ir. Y piró.

– En esa búsqueda mamá y papá me trajeron unos sellos de madera de la India para estampar telas. Y era como darle una estampa. Y empecé a buscar tipografías más artesanales. Quería que el nombre se viera claramente.

Entonces el sello quedó bien artesanal como los propios productos que ella diseña en ese proceso que fue puramente personal. Eso es Jardana: una transición en el que Piru se planteó poder desarrollar su pasión. Sacar a la luz lo que lleva adentro, lo que es. Y ahora lo mira, le cae la ficha, y piensa en todas las situaciones y desafíos que atravesó –desde bajar a tierra las ideas, diseñarlas, conseguir el material, contactarse con gente, trasladarse a cientos de lugares, conocer– para llegar a los resultados que están a la vista. Y le llena el alma. Y los ojos le brillan cuando lo dice: “Lo que más me llena es ver lo que se logra, ver el producto terminado, y sobre todo, el proceso que lleva hacer ese producto”.

Piru hace enfásis en ese punto, en ese viaje en el que no estuvo ni está sola. Es que las mantas, los manteles, los centros de mesa, los ponchos, tienen miles de historias, tienen tensiones. Historias y tensiones de 10 mujeres artesanas, maragatas y floridenses, que tejen casi como respiran, que aceptaron su emprendimiento, le siguieron  la cabeza y se colgaron casi o, incluso, más que ella después que Piru googleó y googleó, levantó el tubo de línea, apoyó el índice derecho en los números de la pantalla táctil de su Samsung para hablar con alguien de un Municipio en algún departamento, incluso al Correo y preguntaba si conocían a alguien que tejiera, y en esas se colgaba charlando y le decían ‘mira no conozco a nadie, pero sé que fulanita sí’, entonces le pasaban un número y otro y otro. Y eso también le fascinó. El trato con la gente del interior, la amabilidad que los caracteriza, dice. Y así fue dando con un montón de tejedoras, por las que también tuvo que optar –otro desafío, dice– y  con las que hizo una especie de gran ovillo para emprender cuanto producto tenía en mente.

Piru se detiene de nuevo en ese detalle de que en este viaje, en el que al principio se sintió como en el medio de una nube, no está sola. Y ahí la detengo para que especifique cómo es eso de sentirse en el medio de una nube.
– Es que yo salí sin nada. Tenía que buscar fábricas que acá en Uruguay es muy complicado porque con la crisis de 2002 cerraron pila y, además, conseguir un buen precio, la confianza que depositas en las tejedoras. Es un proceso un poco riesgoso, en el que tuve varias reuniones para que ellas me mostraran sus productos, cuánto tiempo les llevaba trabajarlo y contaran sus experiencias como tejedoras.

No es moco de pavo. Había que coordinar intereses, inquietudes de ambos lados, costumbres de trabajar un material y con ciertas herramientas. Y en ese trabajo Piru se encontró con una calidez en el trato que por eso se detiene en detallarlo. Y lo repite. Como un punto de lana que ella misma empieza y las demás la siguen. Ella propone, pero “ellas son las que las tejen”, recalca. Entonces “es ver juntas las técnicas, ver juntas si conviene hacer una cosa u otra”. Y es eso lo que a Piru la enriquece “pila”. Piru se empecina en dejar claro que más allá de que Jardana es un reflejo de lo que ella es, es el proceso del trabajo de todas las que se embarcaron en ese emprendimiento, es el reflejo de la personalidad de las manos de esas mujeres que están detrás, meta aguja y lana.

En ese proceso, como en todos, surgen las imperfecciones, los desafíos que llevan a miles de aprendizajes en donde “hay momentos que se teje con una tensión, después con otra, que es propio del estado de un persona, y a veces  de repente estás tejiendo y te queda mal un punto”. “Es entender que eso es parte de ese producto, de su proceso de elaboración”, sigue. Y si la manta, por ejemplo, “quedó como ‘trancada’ y no está bien terminada se desarma, porque ese punto mal hecho es parte del proceso de elaboración y es parte de cómo somos nosotros”. A eso se refiere Piru cuando habla de la perfección y la imperfección, “de asumir que cada ser humano tiene sus defectos”. Y ese trabajo, para nada rutinario y entre lana y lana, Piru y las tejedoras prueban todo el tiempo. Discuten, opinan, intercambian ideas. Porque si bien ella es la que diseña, también suplica, exige que ellas le tiren ideas. Piru no se queda quieta, le gusta aprender todo el tiempo, especialmente de quienes llevan años en un viaje que ella viene soñando hace tiempo. Las tejedoras son quienes hacen el trabajo, dice Piru de nuevo. Esas mujeres a las que no les conozco el rostro pero sí su trabajo. Y me quedan rondando en la cabeza. Esa es otra historia.

Piru se prueba uno de los sweater diseñados por ella.

Cubre cama y cubre sofá.

Jardana:
https://www.facebook.com/JardanaUruguay/




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