“Necesito
renovar mi interior
dibujarse
es vivir, el presente es un proyecto anterior
se
agoto por aquí, necesito desarmar el taller
aprenderse
es vivir, raspar el empapelado de ayer
no
dejarse dormir…
Necesito
refrescar el renglón, remojarse es vivir
darme
fe, tener determinación, detenerse es morir…”.
Fernando
Cabrera
Los dedos de sus manos son
largos y finos. Su piel es suave. Suave como las lanas que mira, analiza, toca,
selecciona, elige y se le enredan entre los dedos cuando la terminan de
convencer y se convierten en una muestra. Ésa que primero fue apenas una idea y
después se le metió entre ceja y ceja y, finalmente, concretó en un modelo. Un
mantel, una manta, un centro de mesa, un amplio chal que cubre la espalda de
cualquier mujer, una alfombra, un individual para que el plato caliente no
toque la madera de la mesa, un cubre cama, un sweater, una bufanda… Y la lista
sigue. Es larga. Es que Estefanía –Piru para la familia y los más
queridos– es muy inquieta. No para
nunca. Su cabeza no para.
Economía, diseño, comunicación…
Como muchas pibas cuando llegan a 5to. de bachillerato, no sabía para dónde
agarrar. Los números siempre le atraparon. Los heredó de sangre: una hermana
economista, una tía contadora. Pero la creatividad le nace de adentro, la lleva
en el alma. Y contra eso no se puede. Si de algo le sirvió cursar un par de
años la Facultad de Economía, fue para descubrir que ése no era su camino. Piru
crea, inventa, sueña. Sueña mucho.
Tengo la confianza para
llamarla por ese sobrenombre que se fue achicando (primero fue Pirulita) con el
que la bautizó Pepi, su abuelo materno –mi tío– cuando ni siquiera daba sus
primeros pasos. Fui casi testigo de sus primeras palabras. La vi crecer, pasar
de la infancia a la adolescencia. La vi transformarse en una mujer. Una mujer
que ahora, dice con su sonrisa espontánea, está en busca de su propio camino,
reencontrándose consigo. Diseñando su interior. Y en esos sueños la inspiran
todo lo que ve, que no es poca cosa, y se palpitan más, acierta. Pero no fue
fácil tomar la decisión, piensa en voz alta, arriesgarse, dejar de lado cuánto
miedo aparece cuando la cuerda cincha fuerte para el lado de la meta tan anhelada,
tan soñada y a la vez temida, de la independencia que no se ata a un salario
nominal que paga un patrón o dueño de cualquier empresa, a marcar una tarjeta en un reloj con su nombre o el número de empleado que le toque o sencillamente
dejar la huella de su pulgar, y se sujeta a órdenes que gusten o no deben
cumplirse agachando la cabeza.
– Me daba miedo porque no tengo
mano fácil para el dibujo ni tampoco hice bachillerato artístico– vuelve a
soltar con la misma sonrisa espontánea pero ahora sutil, entre las palabras que
quiero sacarle, y cuesta. Los cachetes se le ponen colorados como el tomate que
acaba de comer. Pero a la hora de imaginarse en qué se veía, en su futuro, eso
pasaba a un segundo plano. La práctica lo arreglaría. Entonces llegó el día en
que no titubeó porque ya no existían dudas. La prueba de ingreso en el Centro
de Diseño Industrial –ahora Escuela Universitaria Centro de Diseño– le llevó un
mes. 30 días que le fascinaron y en los que se terminó de convencer.
Cuatro años más tarde, una
noche de otoño un tanto fría, le aplastaron decenas de huevos en su pelo lacio
y castaño oscuro y harina y yerba y polenta y engrudos que olían
feo. A podrido. Ese día, para ella inolvidable –el 13 de mayo de 2014– no tanto
por los huevos y la harina y la yerba y la polenta y los engrudos, Piru se
recibía de Diseñadora Industrial. Y era como de no creer. La nena, la más chica
de la familia que dudaba entre los números y las letras y el arte, creció e iba
abriendo su camino con el telar. Un telar transportable, chico, plegable y en
madera fue el producto que eligió para la tesis que le llevó días, semanas,
meses, por ese tozudo y empecinado interés por una de las materias primas de excelencia que tiene Uruguay.
Junto a su amiga Sofía (con
quien realizó la tesis), emprendieron una investigación de la lana, los
distintos productos para su uso y las técnicas tradicionales, que las fue llevando al desarrollo de un telar que en
nuestro país se ven pocos, asegura, y tiene un máximo de tejido de 30 cm de
tafetán [un tipo de elaboración para trabajar el tejido, fuerte y resistente]. La lana es un material noble,
ecológico, sustentable, biodegradable, “calentito” y de larga duración. Razones
suficientes para que se inclinaran por ahí. En el medio de la investigación
observaron que el 90% de la lana en nuestro país se usa para exportación y sólo
un 10% para uso local. Entonces, argumenta Piru mientras mis ojos intentan
seguir los movimientos de sus dedos largos y finos en el aire, “tenemos un
material de excelencia y no lo explotamos”. Y encima “vivimos en una sociedad en que todo se consume y se tira”. Sus ojos color miel se agrandan como para refutar su argumento. Todo se consume y
se tira, repite casi indignada. La lana,
en cambio, se puede reciclar, los tejidos se pueden desarmar y volver a hacer,
valora y convence a cualquiera que la escuche.
Con los pies puestos en la
tierra, la tesis salvada, miles de ideas en la cabeza y el producto entre
manos, a Piru le faltaba sólo concretar los diseños y darle forma a su
proyecto. Un proyecto al que, además, había que encontrarle un nombre,
identificarlo con una imagen, una marca, que no sólo la identificara a ella,
sino que reflejara las propiedades del producto. Y buscó y buscó. Armó una
lista en la que se desplegaron cientos de nombres de plantas, países, y cuánto
se le ocurrió. Los combinó, los consultó, pidió opiniones. Es que Piru es de
esas pibas que no se conforma con lo primero que sale. Es perfeccionista y
estricta para consigo. Algo positivo para algunas cosas, reconoce, pero
para otras, quizás, le hace perder tiempo en los procesos y la elaboración
para llegar a un resultado final, piensa en voz alta con los ojos calvados en
la mesa, primero, en algún punto del aire después. Y fue como armar un puzzle de
1200 piezas. Las letras quedaron unidas y la palabra le sonó. Y le copó.
Jardana. “Todos simpatizaron con el nombre, y yo también”. Se ríe. La sonrisa
de Piru es más grande que su rostro. Y Jardana eso que tanto soñó.
Pero la cosa no terminó ahí.
Tenía que encontrar una tipografía y un símbolo que visualmente “pegara”, que
se viera. Compró telas de todos los tamaños y colores y agujas y experimentó un
montón de cosas para saber por dónde quería ir. Y piró.
– En esa búsqueda mamá y papá
me trajeron unos sellos de madera de la India para estampar telas. Y era como
darle una estampa. Y empecé a buscar tipografías más artesanales. Quería que el
nombre se viera claramente.
Entonces el sello quedó bien
artesanal como los propios productos que ella diseña en ese proceso que fue
puramente personal. Eso es Jardana: una transición en el que Piru se planteó
poder desarrollar su pasión. Sacar a la luz lo que lleva adentro, lo que es. Y
ahora lo mira, le cae la ficha, y piensa en todas las situaciones y desafíos
que atravesó –desde bajar a tierra las ideas, diseñarlas, conseguir el material,
contactarse con gente, trasladarse a cientos de lugares, conocer– para llegar a
los resultados que están a la vista. Y le llena el alma. Y los ojos le brillan
cuando lo dice: “Lo que más me llena es ver lo que se logra, ver el producto
terminado, y sobre todo, el proceso que lleva hacer ese producto”.
Piru hace enfásis en ese punto,
en ese viaje en el que no estuvo ni está sola. Es que las mantas, los manteles,
los centros de mesa, los ponchos, tienen miles de historias, tienen tensiones.
Historias y tensiones de 10 mujeres artesanas, maragatas y floridenses, que
tejen casi como respiran, que aceptaron su emprendimiento, le siguieron la cabeza y se colgaron casi o, incluso, más
que ella después que Piru googleó y googleó, levantó el tubo de línea, apoyó
el índice derecho en los números de la pantalla táctil de su Samsung para hablar con alguien
de un Municipio en algún departamento, incluso al Correo y preguntaba si
conocían a alguien que tejiera, y en esas se colgaba charlando y le decían
‘mira no conozco a nadie, pero sé que fulanita sí’, entonces le pasaban un
número y otro y otro. Y eso también le fascinó. El trato con la gente del
interior, la amabilidad que los caracteriza, dice. Y así fue dando con un
montón de tejedoras, por las que también tuvo que optar –otro desafío, dice– y con las que hizo una
especie de gran ovillo para emprender cuanto producto tenía en mente.
Piru se detiene de nuevo en ese
detalle de que en este viaje, en el que al principio se sintió como
en el medio de una nube, no está sola. Y ahí la detengo para que especifique cómo es eso de sentirse en el medio de una nube.
– Es que yo salí sin nada.
Tenía que buscar fábricas que acá en Uruguay es muy complicado porque con la
crisis de 2002 cerraron pila y, además, conseguir un buen precio, la confianza
que depositas en las tejedoras. Es un proceso un poco riesgoso, en el que tuve
varias reuniones para que ellas me mostraran sus productos, cuánto tiempo les llevaba trabajarlo y contaran sus
experiencias como tejedoras.
No es moco de pavo. Había que
coordinar intereses, inquietudes de ambos lados, costumbres de trabajar un
material y con ciertas herramientas. Y en ese trabajo Piru se encontró con una
calidez en el trato que por eso se detiene en detallarlo. Y lo repite. Como un
punto de lana que ella misma empieza y las demás la siguen. Ella propone, pero
“ellas son las que las tejen”, recalca. Entonces “es ver juntas las técnicas,
ver juntas si conviene hacer una cosa u otra”. Y es eso lo que a Piru la
enriquece “pila”. Piru se empecina en dejar claro que
más allá de que Jardana es un reflejo de lo que ella es, es el proceso del
trabajo de todas las que se embarcaron en ese emprendimiento, es el reflejo de
la personalidad de las manos de esas mujeres que están detrás, meta aguja y
lana.
En ese proceso, como en todos,
surgen las imperfecciones, los desafíos que llevan a miles de aprendizajes en
donde “hay momentos que se teje con una tensión, después con otra, que es
propio del estado de un persona, y a veces
de repente estás tejiendo y te queda mal un punto”. “Es entender que eso
es parte de ese producto, de su proceso de elaboración”, sigue. Y si la manta,
por ejemplo, “quedó como ‘trancada’ y no está bien terminada se desarma, porque
ese punto mal hecho es parte del proceso de elaboración y es parte de cómo somos nosotros”. A eso se
refiere Piru cuando habla de la perfección y la imperfección, “de asumir que
cada ser humano tiene sus defectos”. Y ese trabajo, para nada rutinario y entre
lana y lana, Piru y las tejedoras prueban todo el tiempo. Discuten, opinan,
intercambian ideas. Porque si bien ella es la que diseña, también suplica,
exige que ellas le tiren ideas. Piru no se queda
quieta, le gusta aprender todo el tiempo, especialmente de quienes llevan años
en un viaje que ella viene soñando hace tiempo. Las tejedoras son quienes hacen
el trabajo, dice Piru de nuevo. Esas mujeres a las que no les
conozco el rostro pero sí su trabajo. Y me quedan rondando en la cabeza. Esa es
otra historia.
Jardana:
https://www.facebook.com/JardanaUruguay/
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