Y llegó el verano. Esas fechas
en que las calles y las veredas de Montevideo quedan más amplias porque muchos
aprontaron sus valijas y se fueron al este. Los balnearios del este tienen un…
qué se yo… lo paradisíaco del Cabo, las dunas de Valizas, los pescadores del
Diablo, las playas de La Paloma, el fuerte de Santa Teresa… Rocha. Los aires de
Rocha. Los de la costa, la de Oro, unos pegaditos al otro: San Luis, La Floresta,
Costa Azul, Bello Horizonte, Las Toscas, Cuchilla Alta y cada uno con sus
encantos y esas casas que alojaron a los treintañeros o cuarentones en su
infancia y están llenas de historias. Esos aires. Punta del Este, para los montevideanos
potentados que tienen apartamentos en el balneario más turístico por excelencia,
a donde, además, se hacen una escapada durante el año, los fines de semanas de
estufa y guiso. Otros aires. Y aquellos que eligen las aguas dulces, lo llano
de los ríos, y lo seductor de los campings ya sea porque el bolsillo no da para
más o porque armar la carpa y dormir en ella, a los pies del río y al lado la
parrilla, tiene lo suyo, aunque haya que ir al baño con el papel en la mano y
compartir la ducha. Esos aires. A donde sea que uno vaya, la sensación de libertad es otra, como los aires. Uno se deja llevar, se desparrama en la arena
y siente el mar –que no es el de Brasil pero sí verde y envidiable al fin– o
el río con los pies en la orilla y el chapuzón de lleno, que revienta el
pecho contra el agua y nada y nada, y saca tanto estrés acumulado y respira esos aires. Uno respira otra cosa. Más horas de sueño, de lectura, de
atardeceres, de mirar el horizonte debajo de una sombrilla, de familia y
amigos, descansa la mente y piensa lo menos posible, y se deja estar. Se siente más libre. Libre, sin relojes que marquen el tiempo. Entonces en las playas no
entra un alfiler. Y es verano. Y otro aire se respira. Esos aires. Esos aires.
Kiyú, San José. Febrero, 2014.
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