Sandy está sentada sobre el
mármol de una casona vieja que hace de escalón. A sus pies un paño grande
ofrece a los paseantes sombreros para hombres y mujeres que cuestan entre 150 y
250 pesos. Es el cuarto día del 2017. Hace mucho calor y el cielo no está del
todo limpio. La tormenta amenaza en volver, después de dos días en que tiró
árboles y rompió vidrios y dejo agua por debajo de muchas puertas y ocupó casi
todo el espacio de todos los noticieros. Esos días en que Sandy no puede vender
“nadita”. Por ahora Sandy está, pero en un “ratico” no sabe si no tiene que
levantarse de apuro y salir. Trabajar en la calle no es fácil. Depende del
clima, de la gente, del turismo.
Ciudad Vieja tiene otro
movimiento. Desde diciembre. Miles de turistas descienden de cruceros que se
ven a lo lejos, desde varias cuadras paralelas a la rambla del puerto, y
pasean. Y se enamoran. Desde hace un par de años el barrio se ha puesto más
bello. Para los turistas. Los comerciantes aprovechan. Los laburantes, que
salen a ganarse la vida como pueden, también. Los de acá y los de allá.
Montevideo, esta ciudad tan tranquila, dicen, está llena de peruanos y
ecuatorianos y dominicanos. Inmigrantes buscavidas. Los niños de la cuadra
juegan, esperan ansiosos a los Reyes. Los vecinos van y vienen con las bolsas
del supermercado. Otros matan el tiempo. Extranjeros andan sin prisa y con
pausa con cámaras al cuello. Los idiomas se entremezclan y los rasgos saltan a
la legua. Pérez Castellano –la peatonal que desemboca en el Mercado del Puerto
de un lado y en el mar del otro– tiene otro movimiento.
Cada tanto alguien se detiene,
observa, pregunta un precio, se prueba. Se mira en el espejo de bordes rojos
que Sandy lleva. Cuando nadie se acerca, ella le da color a una tela blanca que
tiene entre sus manos y se apoya en un aro que la estira y la sostiene: un
tambor. Con un hilo color rosa le da forma al pétalo de una flor. La sexta. La
tela ya tiene varias y luce colores verdes, rosas, rojos y anaranjados. Un
bordado de tonos vivos que no es para la venta. Esa tela es parte de una blusa
que usará luego. A Sandy le gusta bordar y coser. Y es una forma de aprovechar
el tiempo y sobrellevar las más de ocho horas de trabajo, la mayoría de las
veces, al rayo del sol. Es una de esas prendas que usan en su país. “Acá si te
vestís así, con una pollera larga de algodón negro, tipo lienzo, te miran como
bicho raro”. Cuando van por la calle “se golpean con un poste”, se ríe. Y
recuerda a un señor que se dio contra una vidriera de un shopping por mirla.
Tampoco usa los collares típicos de Ecuador. Collares dorados que no son de oro
pero simbolizan la riqueza de su país o del sector al que pertenecen. Ecuador está dividido en 24 etnias. “Nosotros
somos indígenas y nuestra etnia se llama Habyalalas”. Lo deletrea para que entienda.
Y ríe de nuevo. Su sonrisa es tímida, casi silenciosa.
Sandy es de las sierras del
norte de Ecuador, frente a Otavalo, una ciudad puramente de desarrollo
comercial. “Por eso nosotros somos comerciantes desde siempre”, suelta con
orgullo y su tono suave y hablar lento. Al igual que la gran mayoría de la
población. Y es por eso que muchos viajan a otros países “a ganar más dinero”.
Es mucha la competencia, dice. Demasiada.
Una mujer elegante se acerca.
Flexiona su cuerpo, se agacha. Mira. Señala un sombrero que alrededor lleva una
cinta de colores y pregunta el precio. Es extranjera. Lo levanta y se lo
prueba. Sandy saca su espejo, el de bordes rojos, de una bolsa blanca de
supermercado. La señora se mira, menea la cabeza. Agradece y se va. Sandy se queda
con el espejo en la mano. Lo da vueltas, lo gira de un lado a otro. Piensa. Y
mira a la gente pasar. Y pasear.
Un día “común” Sandy vende entre 8 y 10
sombreros. Los días de cruceros entre 10 y 30. Si le va bien en una semana hace
cerca de 13.000 pesos. Hoy es día de cruceros pero en las ventas un día
“común”. Ahora el espejo lo da contra su pierna, despacito, apenas. Sandy tiene
un andar suave y lento. Por eso, quizás, le cuesta adaptarse a las costumbres
de esta ciudad triste, callada, gris. Para Sandy Montevideo es gris y su gente
triste, callada. Aunque ahora en verano hay como más colores, piensa en voz
alta. “Me costó dos años acostumbrarme y me quedé por mis padres”, dice con esa
sutil sonrisa que se le escapa de a ratos, mientras busca las palabras para
contarme cómo se siente en este país tan chiquito donde tiene un hermano cinco
años menor que ella. Sandy tiene 25. Extraña mucho, me confiesa sosteniendo de
nuevo el tambor con la tela con flores que será vestimenta y usará de nuevo
como en “su” Ecuador. Se extraña, repite. Las costumbres, los habitantes. “Acá
todos los días es lo mismo, es igual. Trabajas todo el día, de 8.00 a 19.00 y a
veces hasta las 20.00”. Sin parar. Al rayo del sol en verano, al frío en
invierno, y expuesta al viento cuando al clima le da por enloquecer. Allá, en
Ecuador, sigue, tenía más tiempo para salir, para ir a la costa, a veces por un
día o dos. Acá trabajas y trabajas.
Alfonso, su padre, ya había
venido en los 90’. Después la familia recorrió Chile, Brasil, Argentina. Pero
siempre regresan a Uruguay. Por su hermano. Desde 2010 están instalados en la
peatonal. “Fuimos los primeros en Sarandí vendiendo”. Ahora está lleno, además
de trabajadores, de hippies que se instalan sólo para hacer la cerveza, dice
algo molesta, aunque casi no lo demuestra. “Hay gente que nos dice de todo, que
les quitamos el pan de cada día, que les venimos a quitar el trabajo, pero eso
no es así”. Sandy ya está acostumbrada a escuchar eso y mucho más. Pero ya no
se toca. Ahora le preocupa qué van a hacer porque en dos días ya no podrán
ocupar ese espacio y vender y hacer el dinero para el “arriendo” –el techo que
alquilan gracias a un peruano, amigo de Alfonso, que les consiguió un
apartamento y les salió de garantía, cerca la de la Plaza Seregni–, y la comida y la inversión de los productos.
La Intendencia de Montevideo desaloja a todos los artesanos de la peatonal que
hace tiempo han querido regularizarse. Es pura incertidumbre. Sandy no sabe qué
van a hacer, a dónde van a ir a parar. Quizás recorramos las playas, dice.
Quizás. Apenas fue algo que pensaron con su padre, pero no sabe. Sandy mira su
paño, los sombreros. Y el espejo, que volvió a sostener, sigue dando vueltas
entre sus manos, ahora, a la altura de sus piernas.
Hasta hace unos años Alfonso
exportaba los productos de Ecuador, pero ahora “no se puede traer mucho”. Más
bien nada. Los impuestos están por las nubes. Entonces no le queda otra que
comprarle a los judíos. Ahora mientras tanto espera, al igual que otros
artesanos, que las autoridades de la intendencia apuren los trámites, que les
den un lugar. Sandy dice que su padre se hizo de una empresita unipersonal,
pero no tiene dónde exhibir los morrales, las chalinas, las hamacas, los
pantalones y las prendas típicas de su país y lo que compra en el barrio
montevideano de ventas al por mayor. Ahora se hace la idea de caminar por las
playas, pero no sabe. Tampoco tiene claro si dar el examen y hacer la tesis que
le queda para terminar el curso de Marketing que empezó hace unos años en la
UTU. Es que es un “desgaste” porque tiene que ayudar a sus padres y sus 5
hermanos. No sabe.
A veces nos convencemos de que
sea lo que sea y cómo sea nos vamos a arreglar. Es que nosotros tenemos un Dios
en el que creemos, no como acá que son casi todos ateos, se asombra. Sandy
piensa que está muy mal que la religión no se enseñe desde la primaria, porque
con la religión “uno tiene ciertos valores y cierto respeto hacia la gente y
hacia uno mismo, cierta humildad”. “En mi país si te casas con un hombre es
para toda la vida. Está mal visto que una mujer tenga varios hijos con hombres
diferentes”. A Sandy no le entra en la cabeza que eso sea “normal”, y frunce la
frente. “Les haría daño a mis hijos casarme con otro hombre que no sea el padre
de ellos”. Y acá, sigue –ahora mirando para arriba porque el cielo está cada
vez más gris y amenaza con traer agua– hay gente buena y mala. Como en todos
lados, pero cómo puede ser, me pregunta, que los chiquitos hablen mal y sean
groseros con sus madres. “Lo he visto mucho eso”, y le llama poderosamente la atención.
La frente se le frunce de nuevo y el espejo de bordes rojos que sigue entre sus
manos, ahora refleja su rostro.
Sandy tiene pila de ganas de
volver a pisar sus tierras. Pero no para vivir, me aclara, para visitar a sus tíos
y abuelitos. Y cuenta los días porque en marzo se irá. Ahora no sabe que
pasará. Ahora depende de esa gente, la de intendencia. Otra mujer se acerca.
Mira. Pregunta un precio. Señala uno de los sombreros de cinta negra alrededor.
Ella le da el precio y a mí, un beso. Le agradezco la charla, el tiempo, su
historia.
– Bueno, espero que te sirva– me dice con ese
tono que se escucha con dificultad entre el ruido del vecindario, los turistas que
van y vienen y los niños que juegan en la vuelta. Pérez Castellano tiene otro
movimiento. La Ciudad Vieja tiene otro movimiento. Los turistas van y vienen.
Sandy no sabe que será en unos días de su paño, sus sombreros, su trabajo. Y
varias cuadras más adelante, cuando llego a mí destino, pienso que Sandy no
sabe del suyo y que, seguro, estará levantando todo. Es que las gotas caen,
ahora, con fuerza. Y su destino es incierto, pero sea como sea se van a
arreglar. Y Sandy, seguro, ya no está.
Sandy. Peatonal Pérez Castellanos, Ciudad Vieja. Montevideo. Enero, 2017.
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