lunes, 16 de enero de 2017

Qué será de Sandy, qué será

Sandy está sentada sobre el mármol de una casona vieja que hace de escalón. A sus pies un paño grande ofrece a los paseantes sombreros para hombres y mujeres que cuestan entre 150 y 250 pesos. Es el cuarto día del 2017. Hace mucho calor y el cielo no está del todo limpio. La tormenta amenaza en volver, después de dos días en que tiró árboles y rompió vidrios y dejo agua por debajo de muchas puertas y ocupó casi todo el espacio de todos los noticieros. Esos días en que Sandy no puede vender “nadita”. Por ahora Sandy está, pero en un “ratico” no sabe si no tiene que levantarse de apuro y salir. Trabajar en la calle no es fácil. Depende del clima, de la gente, del turismo. 

Ciudad Vieja tiene otro movimiento. Desde diciembre. Miles de turistas descienden de cruceros que se ven a lo lejos, desde varias cuadras paralelas a la rambla del puerto, y pasean. Y se enamoran. Desde hace un par de años el barrio se ha puesto más bello. Para los turistas. Los comerciantes aprovechan. Los laburantes, que salen a ganarse la vida como pueden, también. Los de acá y los de allá. Montevideo, esta ciudad tan tranquila, dicen, está llena de peruanos y ecuatorianos y dominicanos. Inmigrantes buscavidas. Los niños de la cuadra juegan, esperan ansiosos a los Reyes. Los vecinos van y vienen con las bolsas del supermercado. Otros matan el tiempo. Extranjeros andan sin prisa y con pausa con cámaras al cuello. Los idiomas se entremezclan y los rasgos saltan a la legua. Pérez Castellano –la peatonal que desemboca en el Mercado del Puerto de un lado y en el mar del otro– tiene otro movimiento.

Cada tanto alguien se detiene, observa, pregunta un precio, se prueba. Se mira en el espejo de bordes rojos que Sandy lleva. Cuando nadie se acerca, ella le da color a una tela blanca que tiene entre sus manos y se apoya en un aro que la estira y la sostiene: un tambor. Con un hilo color rosa le da forma al pétalo de una flor. La sexta. La tela ya tiene varias y luce colores verdes, rosas, rojos y anaranjados. Un bordado de tonos vivos que no es para la venta. Esa tela es parte de una blusa que usará luego. A Sandy le gusta bordar y coser. Y es una forma de aprovechar el tiempo y sobrellevar las más de ocho horas de trabajo, la mayoría de las veces, al rayo del sol. Es una de esas prendas que usan en su país. “Acá si te vestís así, con una pollera larga de algodón negro, tipo lienzo, te miran como bicho raro”. Cuando van por la calle “se golpean con un poste”, se ríe. Y recuerda a un señor que se dio contra una vidriera de un shopping por mirla. Tampoco usa los collares típicos de Ecuador. Collares dorados que no son de oro pero simbolizan la riqueza de su país o del sector al que pertenecen.  Ecuador está dividido en 24 etnias. “Nosotros somos indígenas y nuestra etnia se llama Habyalalas”. Lo deletrea para que entienda. Y ríe de nuevo. Su sonrisa es tímida, casi silenciosa.

Sandy es de las sierras del norte de Ecuador, frente a Otavalo, una ciudad puramente de desarrollo comercial. “Por eso nosotros somos comerciantes desde siempre”, suelta con orgullo y su tono suave y hablar lento. Al igual que la gran mayoría de la población. Y es por eso que muchos viajan a otros países “a ganar más dinero”. Es mucha la competencia, dice. Demasiada.

Una mujer elegante se acerca. Flexiona su cuerpo, se agacha. Mira. Señala un sombrero que alrededor lleva una cinta de colores y pregunta el precio. Es extranjera. Lo levanta y se lo prueba. Sandy saca su espejo, el de bordes rojos, de una bolsa blanca de supermercado. La señora se mira, menea la cabeza. Agradece y se va. Sandy se queda con el espejo en la mano. Lo da vueltas, lo gira de un lado a otro. Piensa. Y mira a la gente pasar. Y pasear. 

Un día “común” Sandy vende entre 8 y 10 sombreros. Los días de cruceros entre 10 y 30. Si le va bien en una semana hace cerca de 13.000 pesos. Hoy es día de cruceros pero en las ventas un día “común”. Ahora el espejo lo da contra su pierna, despacito, apenas. Sandy tiene un andar suave y lento. Por eso, quizás, le cuesta adaptarse a las costumbres de esta ciudad triste, callada, gris. Para Sandy Montevideo es gris y su gente triste, callada. Aunque ahora en verano hay como más colores, piensa en voz alta. “Me costó dos años acostumbrarme y me quedé por mis padres”, dice con esa sutil sonrisa que se le escapa de a ratos, mientras busca las palabras para contarme cómo se siente en este país tan chiquito donde tiene un hermano cinco años menor que ella. Sandy tiene 25. Extraña mucho, me confiesa sosteniendo de nuevo el tambor con la tela con flores que será vestimenta y usará de nuevo como en “su” Ecuador. Se extraña, repite. Las costumbres, los habitantes. “Acá todos los días es lo mismo, es igual. Trabajas todo el día, de 8.00 a 19.00 y a veces hasta las 20.00”. Sin parar. Al rayo del sol en verano, al frío en invierno, y expuesta al viento cuando al clima le da por enloquecer. Allá, en Ecuador, sigue, tenía más tiempo para salir, para ir a la costa, a veces por un día o dos. Acá trabajas y trabajas.

Alfonso, su padre, ya había venido en los 90’. Después la familia recorrió Chile, Brasil, Argentina. Pero siempre regresan a Uruguay. Por su hermano. Desde 2010 están instalados en la peatonal. “Fuimos los primeros en Sarandí vendiendo”. Ahora está lleno, además de trabajadores, de hippies que se instalan sólo para hacer la cerveza, dice algo molesta, aunque casi no lo demuestra. “Hay gente que nos dice de todo, que les quitamos el pan de cada día, que les venimos a quitar el trabajo, pero eso no es así”. Sandy ya está acostumbrada a escuchar eso y mucho más. Pero ya no se toca. Ahora le preocupa qué van a hacer porque en dos días ya no podrán ocupar ese espacio y vender y hacer el dinero para el “arriendo” –el techo que alquilan gracias a un peruano, amigo de Alfonso, que les consiguió un apartamento y les salió de garantía, cerca la de la Plaza Seregni–,  y la comida y la inversión de los productos. La Intendencia de Montevideo desaloja a todos los artesanos de la peatonal que hace tiempo han querido regularizarse. Es pura incertidumbre. Sandy no sabe qué van a hacer, a dónde van a ir a parar. Quizás recorramos las playas, dice. Quizás. Apenas fue algo que pensaron con su padre, pero no sabe. Sandy mira su paño, los sombreros. Y el espejo, que volvió a sostener, sigue dando vueltas entre sus manos, ahora, a la altura de sus piernas.

Hasta hace unos años Alfonso exportaba los productos de Ecuador, pero ahora “no se puede traer mucho”. Más bien nada. Los impuestos están por las nubes. Entonces no le queda otra que comprarle a los judíos. Ahora mientras tanto espera, al igual que otros artesanos, que las autoridades de la intendencia apuren los trámites, que les den un lugar. Sandy dice que su padre se hizo de una empresita unipersonal, pero no tiene dónde exhibir los morrales, las chalinas, las hamacas, los pantalones y las prendas típicas de su país y lo que compra en el barrio montevideano de ventas al por mayor. Ahora se hace la idea de caminar por las playas, pero no sabe. Tampoco tiene claro si dar el examen y hacer la tesis que le queda para terminar el curso de Marketing que empezó hace unos años en la UTU. Es que es un “desgaste” porque tiene que ayudar a sus padres y sus 5 hermanos. No sabe.

A veces nos convencemos de que sea lo que sea y cómo sea nos vamos a arreglar. Es que nosotros tenemos un Dios en el que creemos, no como acá que son casi todos ateos, se asombra. Sandy piensa que está muy mal que la religión no se enseñe desde la primaria, porque con la religión “uno tiene ciertos valores y cierto respeto hacia la gente y hacia uno mismo, cierta humildad”. “En mi país si te casas con un hombre es para toda la vida. Está mal visto que una mujer tenga varios hijos con hombres diferentes”. A Sandy no le entra en la cabeza que eso sea “normal”, y frunce la frente. “Les haría daño a mis hijos casarme con otro hombre que no sea el padre de ellos”. Y acá, sigue –ahora mirando para arriba porque el cielo está cada vez más gris y amenaza con traer agua– hay gente buena y mala. Como en todos lados, pero cómo puede ser, me pregunta, que los chiquitos hablen mal y sean groseros con sus madres. “Lo he visto mucho eso”, y le llama poderosamente la atención. La frente se le frunce de nuevo y el espejo de bordes rojos que sigue entre sus manos, ahora refleja su rostro.

Sandy tiene pila de ganas de volver a pisar sus tierras. Pero no para vivir, me aclara, para visitar a sus tíos y abuelitos. Y cuenta los días porque en marzo se irá. Ahora no sabe que pasará. Ahora depende de esa gente, la de intendencia. Otra mujer se acerca. Mira. Pregunta un precio. Señala uno de los sombreros de cinta negra alrededor. Ella le da el precio y a mí, un beso. Le agradezco la charla, el tiempo, su historia.

 – Bueno, espero que te sirva– me dice con ese tono que se escucha con dificultad entre el ruido del vecindario, los turistas que van y vienen y los niños que juegan en la vuelta. Pérez Castellano tiene otro movimiento. La Ciudad Vieja tiene otro movimiento. Los turistas van y vienen. Sandy no sabe que será en unos días de su paño, sus sombreros, su trabajo. Y varias cuadras más adelante, cuando llego a mí destino, pienso que Sandy no sabe del suyo y que, seguro, estará levantando todo. Es que las gotas caen, ahora, con fuerza. Y su destino es incierto, pero sea como sea se van a arreglar. Y Sandy, seguro, ya no está.  

Sandy. Peatonal Pérez Castellanos, Ciudad Vieja. Montevideo. Enero, 2017.


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