domingo, 26 de febrero de 2017

El café que no salió, el diluvio y la concha de la vaca

Maldito tiempo. La negrura, la llovizna finita que empapa y, al ratito nomás, el sol entre nubarrones que amagan, van y vienen, y dejan el cielo limpito para que el astro,  haga lo suyo y todo cuerpo sude los 33 grados. Y en menos de una hora, nuevamente la negrura y la llovizna que se hace lluvia en cuestión de segundos. Y en minutos un diluvio con truenos y rayos que alumbran la oscuridad de la noche, y las estrellas. Enseguida del diluvio las estrellas. Acampar con tanta indecisión del tiempo es una incertidumbre. Pero ya están jugadas. Son las vacaciones de ella. Se había imaginado cientos de veces tirada en la arena, lagartenado hasta quedar negra, flotando en las aguas que no eran las verdes ni transparentes de Brasil (en las que había estado, por primera vez, unos meses antes), oliendo los eucaliptos del camping y no los de un incienso, y a orillas del río, que es el arroyo Sarandí en realidad, pero así suena más lindo y no hay como desayunar a los pies de esas aguas dulces, entre los árboles y un silencio que sería estremecedor si no fuera por el canto de los pájaros. El silencio de las 7.00 cuando el camping parece más muerto que vivo. Cuando no andan ni las moscas ni los perros. Sólo ella que madruga en la licencia por ese perverso reloj corporal acostumbrado a salir de la cama más rápido que ligero, en pleno invierno, para no perder el bondi que la traslada al destino que lleva su nombre para hacer las 12 horas diarias. A veces más. Ella se maldice. Es que el sueño se le corta y tiene que apretar los ojos fuerte, bien fuerte, y hacer añicos la almohada y abrazarla para retomar el sueño. Y se da vueltas de un lado a otro y pega un ronquido para seguir durmiendo, cuando no se sobresalta porque pierde ese bondi que ahora no toma porque son las vacaciones. Entonces pega otra vuelta y sigue entre medio de un respiro hecho suspiro.  

Enseguida que el ómnibus pasa el puente dobla a la izquierda. Ahí te bajas, le había indicado por mensaje a la flaca, aunque iría a esperarla media hora antes de lo previsto porque el bondi demoró más de la cuenta.  Menos mal que traje el libro, le escribió de nuevo cuando supo que a su amiga la paseaban por toda la costa. La saga de Milenium la tenía atrapadísima cuando el tiempo se emperraba en llevarle la contra. 10 minutos, nada. El sol a pleno después de tres días. El balneario ardía. 20, nada. No había rasgos de bondi alguno, y tremendo día de playa. Menos mal. Menos mal que tenía el libro, aunque no había banco ni murito ni un poste para apoyar las nalgas. 

Y qué lindo que llegaste. Hagamos el mate y no perdamos ni un minuto, vamos ya para la playa. Y las lenguas eran un pororó de cuentos porque había que ponerse al día. Y mirá qué día. Los brazos abiertos de ella adoraban el cielo celeste de no creer por tanta indecisión del tiempo, cuando justo a su celular le cayó un mensaje de ese número que no tiene nombre pero identifica perfectamente y no sabe si reír o llorar porque, otra vez, el dolor que no se le desprende por ese pasado tan maldito. Y mándalo a la mierda y apagá ese aparato y desenchúfate y vamos a darnos un baño, la sacó la flaca de ese trance en el que hasta el camping era puro recuerdo. Pero mirá que agua verde, está bien verde y esto es vida, repitió ella una, dos tres, cuatro veces, con esa risa que contagia. Y corrieron como dos pendejas pegando un vozarrón por las gotas que arrancaron como llovizna y terminaron en un diluvio como desatado por esa rabia interna, la de ella. Parecía joda tanto protector en las pieles que sé iban a poner de gallina cuando salieran del mar y bajo la lluvia, ahora más rebelde, porque el aire es otro. Para colmo, su única campera de abrigo quedó en la cuerda. Es que jamás imaginó que se iba a largar ese diluvio y, que si de noche me da frío como estos días. Pero qué importa si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios. Y aunque las duchas no estén calientes porque hasta la tarde-noche no se prenden, un duchazo vendría bien para calentar esos cuerpos, ya quemados, que largaban risas por no llorar.

Otra vez ella soltó el vozarrón porque tampoco imaginó que quedarían encerradas en el baño durante casi dos horas por los caprichos del tiempo que más tarde le aflojó al diluvio pero no a la llovizna constante que empapa y rompe los huevos cuando querés caminar por el centro en busca de un abrigo para atajarte de cualquier frío que pueda traer éste tiempo. Es que no hay ni una tienda abierta ni boliche para un café hirviendo que caliente los cuerpos porque no hay nadie, ni una mente, que se le ocurra poner un barcito para una tarde de lluvia, la concha de la vaca, rezonga ella en la cuadra de la Gaviota, la pizzería que no tiene pinta ni siquiera de abrir de noche, y cuanto más grande más idiota, le salió de alma justo cuando la flaca se empinaba del jugo en caja que terminó escupiendo por el estúpido chiste que le causó gracia por el tono de ella de tanta rabia y el perverso tiempo que le llevaba la contra. Qué tiempo. Y encima este balneario que está muerto y ni un cafecito se puede tomar, soltó ella después con menos cólera y ya resignada, cuando estaban en la otra punta, en el club Bello Horizonte porque la flaca juraba que estaba abierto. Pero no. También pegaba la siesta y ni siquiera un cartel con horarios para volver aunque sea más tarde por ese, ya maldito, café que ella buscó hasta en el único almacén de puertas para atrás donde pensó que a lo mejor… Y la concha de la vaca. Pero mirá si ahí van a tener, metió la flaca –que no aguantaba más el dolor de panza de tanta risa– a la altura ya de la rambla en que la llovizna había amainado un poco y faltaba menos para encontrar ese lugar en que se la jugaban a que estuviera abierto. Algo, al menos algo, tenía que estar abierto.

Y ¡sí, sííííí!, alzaron los brazos en un solo grito al ver, un cuadra antes, que alguien había adentro y podían sentarse para ese café que, al final (¡al final!), se convirtió en una Stella rubia por inercia nomás y la costumbre y las ganas de refrescar los cuerpos que después de casi dos horas de caminar de una punta a la otra, transpiraban. ¿Y el café?, se percató ella cuando a la botella le quedaba poco, entonces la flaca tuvo que sostenerse de la mesa. Es que no podía con la risa y el cuerpo se le aflojó, y qué hija de puta. Pero qué importa si ahora, mirá, estamos acá, en este club de la costa bien servido y hasta con glamour como le gusta a ella, sentadas frente al mar venerando increíblemente un atardecer con rojos y anaranjados y amarillos. Y esto es vida, apretó ella los labios agradeciendo ese momento, esos aires, ese cielo, el mar, entre cuentos, anécdotas y hazañas que retomaron y que en algún punto, saben, que las une como las ganas de seguir ya cuando la tarde se hizo noche, sin estrellas pero despejada, rumbo al otro boliche que ambas conocían, cada una por su cuenta, en donde también estarían bien servidas y hasta con esa música que a ella le trajo momentos enterrados de otras décadas. Las del dolor y el pasado que, ahora, sin embargo, merecían un brindis porque es parte de la vida y la hizo crecer tanto y “salú compañera”, y mirá esta rambla y esta noche que tiene el boliche abierto de puro pedo porque casi somos las únicas en el balneario por culpa de este tiempo, argumentó la dueña –joven, bella y simpática– que servía y cobraba, y les recomendó un gramajo revuelto de chuparse los dedos, antes de cruzar el puente para ir por un pool y otra Stella porque la noche es joven aún, y ahora sí hay estrellas, se percataron al balancearse sobre las dos únicas hamacas en el fondo de El tiburón, otra vez como dos pendejas, entre medio de ese aire que les cacheteaba el rostro. Y qué lindo aire. Qué aire.

Esos aires entre el nubarrón que amaga de nuevo y larga una llovizna apenas. Y otra vez el diluvio, aunque el sol sigue dando pelea y este tiempo que no sabe qué carajo hacer, puteó ella contra la vaca y la madre que las parió, al amanecer del día siguiente. Que vamos a la playa o mejor nos metemos en el salón del camping y abusamos de la lectura porque mirá si nos mojamos la única ropa que nos queda. Pero no, ¡no!, le lleva ella ahora la contra al tiempo, porque para encerrarme y leer está el año, y vamos de una vez a la playa se convencieron después de una hora de las amenazas del tiempo, con este aire ahora más fresco y a la mierda el plan B que la sumergiría a ella, otra vez, en la saga criminal y a la flaca en cuentos suicidas de un pueblo patagónico.

A Dios gracias por estas aguas que no son las verdes de Brasil, pero qué mar, ahora algo dulce por el cambio de marea de este tiempo que trae viento y agua como peste. Y el sol resplandece y ella se siente victoriosa porque le ganó la batalla al tiempo con su plan de pura playa que le dejó el cuerpo exhausto (y a esa altura más negro que rojo, y rosado en partes por la maya calada que jamás se había puesto), pero qué importa, si mirá lo que es esto, respiró profundo como soltando cada partícula de aire mezclado por el mar, la arena, la brisa y el protector que embadurna su piel. Mirá, mirá, estiró el cuello para adorar el cielo limpito, ahora entre los chiflidos de su estómago que no daba más porque ya había empezado la tarde y vamos por un almuerzo y otra chela bien helada, que les trajo un mozo no tan bonito pero buena onda de Floresta que hasta hizo sonar los parlantes especialmente para ellas, saltando de una cumbia a la otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como para que las dos quedaran contentas, y esto es vida repitió hasta el cansancio sin pensar en los mangos que va a tener que apretar el mes que viene por darse el gusto de comer afuera. Pero esto son las vacaciones y “salu compañera”, y yo no voy en tren, voy en avión, parece un coro de ranas con los brazos en alto, pitada va pitada viene, mientras la pizza no viene, y hacen reír a los viejitos de al lado, que son abuelos como los de la Nada, pero no se sabe de dónde. Es que la doña tiene pinta de gringa y de a ratos mete un buen inglés. Y qué rico está esto, saboreó el lehmeyún la flaca que pidieron para frenar las ganas de algo diferente y esto no puede más, sonrió ella entre la espuma de la chela que está de puta madre con las jarras sacadas del frezzer –como debe ser– que chocan como por quinta vez (perdieron la cuenta), antes de salir por más playa y sol y las olas y el viento, chiqui pun, chiqui pun y el frío del mar, verde, bien verde, no como el de Brasil.

Pero qué mar, largó ella en medio de planes para otro atardecer, esta vez, en la playa con un buen mate, previo a hacer las compras para el asadito a la parrilla que la flaca hizo, por primera vez, y la dejó tensa por mantener el fuego. Pero valió la pena porque ella, su amiga, se chupó hasta los huesos, y qué bueno estuvo el segundo pedazo y ese tinto de Mendoza que la flaca eligió porque sabe más de vino, y tuvo que abrir con el sacacorcho que se negaba a comprar porque salió más caro que el tinto. Pero qué importa, mirá qué noche teté de pura estrella y ni viento que apague el fuego que a la flaca la tiene en un sudor constante con más de 30 de temperatura y los mosquitos en la vuelta. Y por eso también hicieron otro brindis que no hizo ruido por el vaso de plástico de una y el de requesón de la otra, y es lo que hay valor y “salú compañera”. Y menos mal que el camping no duerme porque las risotadas hacen temblar hasta las aguas del río. Y esto es vida no se cansa de decir ella, aunque sabe muy bien el laburo que les dará levantar el techo y la carpa y los bolsos y la mar en coche, pero aún queda otro día espléndido porque las estrellas y la luna lo prometen. Y te despierto a las 6.00, le juró a la flaca porque mañana es el último día, que amaneció sin nubes. Por poco tiempo.

Qué tiempo y la concha. La de la vaca y la madre. Y este hijo de puta sigue emperrado, indeciso. Que sale el sol entre las nubes densas que amagan con otra lluvia sólo para joder nomás. Y la puta que los parió, pero se zambullen en esa playa en que hay que caminar más de una cuadra para que el agua llegue a las caderas, pero qué importa si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios. Y las dos quisieran que el agua esté más salada, pero éste tiempo. Y las piernas que no les dan más y las nubes traen una tormenta de la capital, pero el sol gana la pelea con esos rayos que la flaca no aguanta. Todo arde y las panzas chillan. Ya es mediodía. Vamos por esas galletas de campaña, que ella tuvo varios días entre ceja y ceja, para esos refuerzos de morcillas y el pedacito de asado de la noche anterior, y qué asado. Entonces sale un picnic a la orilla del río, que es arroyo en realidad pero queda más lindo llamar río, entre las sombras de los eucaliptos y la pantalla que las embadurna, y esos aires. Y mira lo que esto, dice ahora la flaca que se contagió. Y es que ella contagia. Su energía, su risa y su espíritu burlón que se le apagó cuando la venció el sueño porque los cuerpos no dan más de ir y venir, de playa en playa y de tanta ropa que sale y entra en el cuerpo grande de ella, y es que la maya húmeda y la seca y el pareó y el shorcito y la blusa y la concha de la vaca que hace largar la cargada de la flaca después de la siesta que se interrumpió por ese celular que pide auxilio, pero el Samsung con wassap (increíblemente ella tuvo wassap) se lo afanaron, y mejor no hablar de eso porque para qué amargarse ahora si no hay nada que  hacer. Y esto está divino, le dijo con ese vozarrón–que no hizo retumbar paredes porque no hay– al que la llamó antes de volver a la arena, al mar, a los médanos y esos aires que estaban calmos cuando se le prendió a la flaca del brazo y puso el grito en el cielo al ver el kiosquito de tragos abierto (¡al fin algo abierto!).

Y qué importa la guita si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios y esto son las vacaciones en las que para ella es imposible zafarle a ese ofertón de 2 x 1. Marche, entonces, un daikiri de durazno para ella y uno de melón para la flaca, le pide al rubiecito delicadito de ojos lindos que la caga cuando habla. Pero qué importa si mirá, mirá lo que esto, dice ella estirando la ‘a’ en el placer de ese momento frente a la inmensidad del mar del que se percata ahora, de más lejos, sentada en un banquito hecho con cajones de supermercado a los pies de los médanos. Y es como que no lo cree. Y gracias Dios y Universo, o quién sea que la escuche. Y qué pelotuda la gente que se amontona uno pegadito al otro habiendo tanta playa. Pero qué importa si este daikiri no puede más y el alcohol le afloja el cuerpo y la hace sentir como en esas nubes que la persiguieron toda la semana. Y aún queda tiempo para otro mate y un último atardecer, porque mañana hay que volver, la concha de la vaca. Entonces, otra vez, los cuerpos se desprenden de las mayas casi secas y se aprontan para una noche de pool y tragos porque ella quiere la revancha del primer partido que perdió en buena ley con una única bola para embocarle donde fuera. Y hasta se maquillan porque mirá  si consigo novio, ironiza ella. Alguien, aunque sea alguien. Y que lo parió la noche, de pura estrella, estira el cuello su amiga adorando ese cielo antes de llegar al almacén, frente al camping, al que fueron por un pomelo para aliviar los caprichos estomacales, y antes de prender el celular de la flaca para contarle al Quinteto de wassap de la playa, el mar, el daikiri, el rubiecito y el mozo de La Floresta y la música y la lluvia y el pool que ella jura que va a ganar porque quedó calentita. Pero no alcanzan a decir que no, que al final no sale nada, porque el tiempo es perverso. Parece joda. Es que llegaron al camino de los árboles, a la vuelta del campamento, y un viento fuerte nacido de la nada, revolea lo que venga y la flaca no da abasto con su pollera negra. Y ni siquiera llegaron a la rambla, pero mejor pegar la vuelta porque hasta las estrellas se esfumaron. Parece mentira che y que hijaputez, tiempo de mierda.


Con este aire que ya es otro y eriza los cuerpos cuando caen las primeras gotas ni bien cruzan el puentecito de madera en la entrada del camping y corren porque se viene una que va a quedar para el recuerdo y va a terminar con el mundo, pareciera. Las dos se ríen por no llorar porque ya ni siquiera una llovizna sino un diluvio desatado sin previo aviso con truenos y rayos, que hacen a ella evocar más que nunca a la concha de la vaca, a su madre, su padre, su hija, su hermana, sus sobrinos y todos los parientes que ni se imaginan que el techo de la carpa es pura agua, porque en la capital sí hay estrellas, y la canaleta se inunda y mirá si le entra agua a la carpa,  se acuerda ella de Dios que ahora le reza porque las papas queman, y meté todo en los bolsos flaca, meté todo como sea, mientras ella, otra vez, se desviste (en pleno camping) para ponerse la maya porque hay que armar de nuevo la canaleta que se inunda y éste viento, hay tatita, y menos mal que tenemos pala, y la flaca guarda que te guarda un poco nerviosa, pero segura porque ella, su amiga, es bien valiente y no tiene huevos pero es como si los tuviera. Aunque ya no está para estos trotes de idas y venidas al baño con el higiénico en la mano y el cepillo de dientes y el jabón y la toalla y la maya y la ropa y el shampoo y la crema de enguaje, y las idas y venidas en busca del agua caliente a la horas del mate, a las duchas frías, por estos terrenos ondulados y repechos de raíces que hay que andar esquivando, y que arma carpa y techo y colchón inflable y desarma, y la leña para el asado, que tronquito de acá y piña de allá y palito de más allá, y llevar hasta el parrillero, y todos esos bolsos y la silla y las frazadas. Y es que el bolsillo no da, y hasta el bondi sube de nuevo, asique quizás en las próximas vacaciones vuelvan con más de un abrigo y un destapador para el tinto, y por más daikiris (de ananá y frutilla porque hay que probar todo), y las tortas fritas que quedaron pendientes y la revancha. La del pool que ella quiere ganarle a la flaca como sea, y la del tiempo. También quiere ganarle al maldito tiempo que dos horas después del diluvio, en la última noche, dejó un cielo lleno de estrellas sólo para llevarle la contra, y la concha de la vaca y la madre que la parió. Y en  2018 vamos por la revancha.


 Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017.

sábado, 25 de febrero de 2017

miércoles, 22 de febrero de 2017

martes, 21 de febrero de 2017

Con la cara pintada III



“…Iluminando el pasado 
Desafiando al futuro 
Denunciando el presente 
Con un simple ritual 
Los futuros murguistas 
Van a ver cada noche 
A la murga ensayando 
El futuro carnaval…”


Canario Luna

Desfile de LLamadas, Barrio Sur. Montevideo. Febrero, 2015.

sábado, 18 de febrero de 2017

A pleno

“…De vez en cuando la vida, afina con el pincel:
 se nos eriza la piel y faltan palabras
 para nombrar lo que ofrece a los que saben usarla…”

Joan Manuel Serrat

Y contaba los días. Desde el 1 de febrero le hacía una cruz a cada día en el almanaque que colgaba en una de las paredes de su pequeña oficina de la planta que es pura basura.  Ella trabaja entre la basura. Respira basura. De lunes a  jueves  y cada sábado del año durante 8 horas vive entre la basura. Desde las 5.oo que sube con la taza térmica con café al ómnibus que la lleva a la otra punta de la ciudad, cuando en invierno aún es noche y el frío se mete entre los huesos, hasta las primeras horas de la tarde que se va al otro trabajo donde limpia, también, otra mugre. Contaba los días. Y faltaba menos. Menos para dejar de lidiar con el sistema, con la violencia social, con la falta de apoyo de instituciones que hacen para emparchar y tapar agujeros, con la dejadez y el egoísmo de los que mandan y se descansan en el otro, en el empleado que sabe, que la lucha, que va a laburar con fiebre y una contractura en el medio de la espalda porque tiene la camiseta puesta desde hace años y porque si no el bolsillo queda apretadísimo y no da, pero que se recate y se maneje como él (ella) sabe y puede y lo ha hecho con lo mínimo e indispensable. Ella lidia con lo mínimo de herramientas y lo indispensable de apoyo cuando no es nulo. Y más días aparecían en cruces en ese almanaque. Y sus ansiedades crecían y faltaba menos. Faltaba poco para zafarle también al estrés que sufrió por ese momento de mierda que la asaltó por sorpresa, en que la violencia social y policial le tocó hondo. La angustiaron, la envolvieron en tremenda impotencia (y no es para menos) y hasta casi le arruinan las vacaciones. Las que todo laburante espera ansioso durante todo el año o al menos el segundo semestre.

Y el día llegó entre la indecisión del tiempo que si llovía o no, que si el temporal y mirá que si te agarra en el medio del camping armando la carpa, poniendo el techo, y que mejor me voy el sábado porque el viernes hay alerta, cambió el plan. Ese sábado en que además pasó a tener 51 febreros*. Y qué mejor que cazar los bolsos, la carpa y mandarse mudar para respirar esos aires. Esos aires. El de la costa, los médanos, la playa, el mar, los rayos del sol, el protector solar sumergido en el cuerpo, los eucaliptos, lo agreste del camping, el arroyo a los pies de la carpa, y hasta el olor a tierra mojada porque una vez que estás allí, y aunque no es lo ideal, qué importa si llueve si hasta disfrutas del aire a tierra mojada y aprovechas a sumergirte en la lectura que durante el año querés y ni podés porque el tiempo es tirano y que el trabajo y la casa y la cooperativa y el hogar y los recicladores y el sindicato y los padres y los sobrinos y las amigas. Pero no, ahora no es tiempo de pensar en eso. Ahora ella, aunque se despierta a las 5.00 porque el cuerpo es un reloj a cuerda, se queda en la cama que es un colchón inflable morrongueando y dando vueltas entre el sueño que sigue un par de horas más –por fin duerme hasta las 9.00 o las 10.00 y le parece mentira–  hasta que el cuerpo se cansa de ese inflable y le falta el aire entre las paredes del iglú y le entran las hormigas porque no se queda quieta. Nunca está quieta. Entonces se levanta y camina una cuadra con el higiénico en la mano y, 
vuelve y apronta el mate, y se embadurna el cuerpo con la pantalla 30 para ir a respirar esos aires. Los médanos, la playa, la arena, el mar. Ella puede estar horas sentada frente al mar. Es lo único que la deja quieta, al menos hasta que las rodillas y las piernas se le acalambran y sale a caminar por la orilla. Siempre por la orilla para que los pies sientan el mar. El mar. A ella le fascina el mar. Y la buena vida. Los placeres de la vida, dice mirando el cielo limpito de nubes (las horas que estuvo bien celeste), la línea fina del horizonte, lo llano de la costa, el banco que se forma en la orilla, los árboles detrás de los médanos, y más tarde el sol ocultándose frente a ella que a esa altura ya tiene otro mate y bizcochos o tortas fritas, y si el kiosquito de la playa abrió un daikiri de durazno encima. Y menos mal que no abrió todos los días porque sino me hubiera quedado sin guita, suelta con esa risa (que contagia) como de niña chica que se encapricha con algo y no para hasta conseguirlo. Y es que para eso están las vacaciones, y mirá lo que es esto, dice después, soltando despacito cada partícula de aire y adorando la naturaleza, el mar, la brisa, el momento. Ese momento tan ansiado en que se libera, se siente más feliz que nunca y agradecida por la vida aunque 350 días del año esté rodeada de basura, y aunque para otros sea tan accesible armar un bolso y marchar a cualquier balneario, cualquier fin de semana, para ella no es tan fácil. Pero ella se conforma con poco,  y cada momento, cada cosa que la vida le ofrece lo vive a pleno. Y así hace que uno lo sienta cuando está con ella, por más poco que eso sea. Es que ella contagia. Y es imposible no quererla. 

Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017. 



viernes, 17 de febrero de 2017

de Postales Orientales

Las nubes, el mar, la arena, los rayos del sol. El mar. Esos aires. Ese aire.  

Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017.

domingo, 12 de febrero de 2017

Con la cara pintada II


“De donde vienen
de dónde salen
los herederos de
la tradición
escuchen otra voz
de quién será
la murga vive
nadie la enseña en ningún lugar
los botijas se la saben
y después quieren cantar…”


Canario Luna

Rostros de Carnaval

Desfile de Carnaval por la Av. 18 de julio. Enero, 2017.

viernes, 10 de febrero de 2017

Y arrancaron las llamadas

Y los tambores suenan. Y las sillas se amontonan unas pegaditas a otras. Y los balcones se alquilan para los fanáticos y los turistas que vienen expresamente porque no hay que perdérselo. Y los tambores suenan. Y los vecinos aprovechan: que agua para el mate, que tortas fritas –a pesar del calor– y el pancho y las golosinas y la cerveza para ir entrando en calor. El calor de la fiesta donde los tambores mandan, suenan. Y las comparsas desfilan. Y Barrio Sur y Palermo reviven. Todo es una fiesta. Y los tambores suenan.

Desfile de LLamadas. Montevideo. Febrero, 2015.

jueves, 9 de febrero de 2017

La noticia, la rabia y el dolor

Valeria, Deborah, Gloria, Susana, Graciela, Alicia, Dayana, Martha, Dorita, Rebeca, Claudia, Carmen, Silvia… Los nombres son cientos. Esos figuraban en los carteles que ayer integrantes del movimiento Feministas en Alerta y en las Calles preparaban para levantar en alto y marchar por el centro de Montevideo. Han muerto 5 mujeres en lo que va del 2017, “producto de una violencia estructural, patriarcal y capitalista”, decía la consigna. “Muertes que no son accidentales, ni incidentes aislados, ni casos policiales, ni notas periodísticas”. Por eso “una vez más: la noticia, la rabia, el dolor”. La plaza Cagancha, desde donde partió la marcha, se vio plagada de rostros de indignación y abrazos. Y silencio. 

Movilización de la Coordinadora de Feminismos, ayer, en la plaza Cagancha. Montevideo, 2017.

domingo, 5 de febrero de 2017

Esos aires IV

“Imágenes de imágenes
luz filtrada y silencio”.

Circe Maia


El mar está más calmo ya a esa altura de la tarde. La tarde que empieza a hacerse noche. Los pájaros ya no cantan tanto como al mediodía, como en las primeras horas de la tarde. Las olas no rompen contra la orilla. Las gaviotas revolotean menos. Casi nada. Nada. La brisa es suave, sutil, diminuta. Todo se aquieta. El mar, las olas, la brisa, el viento. Hasta el aire. Ese aire que uno respira estando afuera. En ese paraíso terrenal. Y en la línea fina del horizonte el sol se esconde. La gente aplaude. En cada atardecer de verano, la gente hace sonar las palmas. Y sí, los atardeceres son merecedores de aplausos.  Dejan cielos multicolores. Y todo se aquieta. Hasta el silencio. Y ya está. Uno siente que ya está. Después de ese espectáculo en que el astro rey se esfuma entre la finísima línea entre el cielo y el mar, uno siente que ya está. Que mañana será otro día. Que mañana será. Que mañana. Mañana. Será. Y esos aires volverán. Esos aires. Esos aires.


Playa Hermosa, Maldonado. Diciembre, 2016. 

sábado, 4 de febrero de 2017

Hasta que las velas ardan

“En el borde de tu falda
hoy te vienen a entregar,
madre fuerza de las aguas,
flores blancas en el mar…
 En el borde de tus aguas
hay un murmullo de sal,
son aladas tus espumas,
es salado tu cantar.
Hay flores en el mar,
hay flores en el mar…”

Jorge Drexler

Nelsa le sonríe a la cámara. Es vendedora vieja, de hace años, años, dice al alpiste de que alguien se acerque a preguntarle sobre una vela, una estampita, una flor artificial, un rosario o la concha de mar decorada con brillantina y una leyenda alrededor de la imagen de Iemanjá. O la Virgencita misma. Las estatuillas de todos los tamaños y materiales y precios. Nelsa espera que alguien pregunte un precio. Y si compra, mejor. Pero es mucha la competencia. El parque está rodeado de puestitos hechos con un par de fierros y un toldo. A veces ni toldo que ataje una posible llovizna o un inesperado ventarrón. Son muchos los que ofrecen velas (en su mayoría blancas y celestes), rosarios, estampitas, claveles y rosas (la de verdad y las de mentira), barcas de espuma plast pequeñas, grandes y no tan grandes, y veladoras y cadenitas y remeras. Banderas, toallas y hasta mates y bombillas. Hay virgencitas por doquier. Para donde sea que uno mire. “Velas, velas” anuncia Nelsa para atraer público. Pero su voz es muy fina y suave. En el tumulto apenas se escucha. Todos los años venimos, suelta sin que le pregunte, pero este año mermó mucho. Muchísimo. Nelsa viene desde Toledo con un flete que contrata. Es que si no cómo traemos todos estos fierros y todo esto, dice con las manos apoyadas en la tabla que hace de mesa y al alpiste que alguien se acerque, pregunte un precio. Algún precio. Y compre.

En la vereda de enfrente, en la esquina del edificio Mercosur, mirando hacia la playa Ramírez donde está la multitud, un grupo de ocho mujeres sostiene una pancarta que en una cuidadosa imprenta grande y de color negro clama: “No más sacrificio de animales”. Y con letras rojas, bien rojas, y signos de exclamación remata que “violencia es matar”. Es que ellas consideran que se puede vivir y comer bien sin tener que sacrificar a los animales. Son activistas independientes, algunas integrantes de la Asociación de Veganos y Vegetarianos del Uruguay. Saben que no pueden exigirle al gobierno que a los frigoríficos les prohíban matar a los animales, pero por lo menos, dice Clora, que haya una ley que no los maten así porque sí, por sacrificarlos nomás. Y es por eso “que estamos acá pacíficamente”, bajo la consigna “Religión sin sacrificio”, sin mucha alharaca, frente a las miles de creyentes “que está muy bien que tengan sus creencias religiosas, pero que no tienen por qué sacrificar a ningún animal”. ¿Sabes lo qué pasa?, se indigna Clora atajando la pancarta desde una punta, que hay cosas que no se saben, que no se difunden. “Hace unos días apareció la cabeza de una cabra en la playa del Buceo. Y por qué, por qué”, pregunta y se pregunta sin tener respuesta. Son varias los que pasan, observan, se detienen, miran el cartel, lo leen. Unos pocos preguntan, se ineteresan. La pancarta se mantiene en alto y ellas casi en silencio, hasta que las velas ardan.

En la playa una multitud se congrega. Y cada vez son más. Aunque Nelsa dice que hay menos gente que otros años. Fieles que rezan y tiran ofrendas al mar y hacen pozos en la arena para encender una vela por cada petición, religiosos inmaculados de blanco que le cantan a la diosa del mar, curiosos que se acercan a observar la fiesta, el ritual, los pobres tipos que aprovechan la multitud para hacerse unos pesos a cambio de maní, pororo y velas. Los vendedores de velan pululan. Hasta niños venden velas. Y otros que no entienden de que va, se zambullen en las olas  –el mar está movido– y juegan en la arena entre los restos de ofrendas que es pura mugre. Y entre tanta suciedad que forma una franja extensa y abarca desde una punta a la otra de la playa, un linyera intenta rescatar alguna ofrenda. Aunque sea algo. Hay que andar con cuidado sobre la orilla para no pisar ni las flores, ni la espuma plast, ni los plásticos, ni las sandías, ni las velas, ni las aves y las ratas. Son muchas las aves y las ratas muertas a la orilla del mar.  

Y son cientos los fieles que hacen cola durante horas para que un umbanda los santigüe y les llene de “el espíritu de luz”.  Es “caridad”, dice María que está de blanco de pies a cabeza y mantiene en orden la fila que zigzaguea, también, hasta la orilla del mar. Cuando la tarde se va haciendo noche  y después del trabajo con los fieles, los umbandas llevan la barca al mar entre cánticos y rezos y medio cuerpo en el agua. Otros tantos caminan en círculo, bailan y alaban a Iemanjá rodeados de creyentes rabiosos, de creyentes y de curiosos más que creyentes. Son muchos los que asisten y los fieles, pero no todos participan. Yo vengo desde hace tiempo me dice una cuarentona petiza, pero más bien porque a mi marido le gusta mirar. Es creyente y a su hija, ahora adolescente, la trae desde chiquita, pero me da un poco de miedo eso, dice con los ojos clavados en los inmaculados de blanco que no dejan de girar en una ronda iluminada por velas blancas y celestes, cuando la línea fina, finísima, del horizonte ya no se ve porque cayo la noche, y los niños no juegan en las olas y el linyera no distingue entre la mugre y los restos, y Nelsa seguro ya levanta campamento, y decenas, decenas de barcas y flores flotan en el mar.  Y las velas arden por la diosa del mar.

Celebración de Iemanjá, en la playa Ramírez. Montevideo. Febrero, 2017. 


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viernes, 3 de febrero de 2017

miércoles, 1 de febrero de 2017

Alzaibar no es Sarandí

Son casi las 14.00 de un viernes de enero de intenso calor. Por la calle Alzaibar quedan cajones, fierros, camiones que se cargan, restos de fruta y verdura y papeles. Basura. Los feriantes levantan los restos de un agobiante día al rayo del sol. Sudan la gota gorda. Los turistas van y vienen. Algunos pasean por esas calles llenas de historia. Otros almuerzan entre glamourosas ofertas y platos típicos que hay en la vuelta. Hay menús por doquier. A unos pasos, para estampar el recuerdo, algunos fotografían el monumento a Zabala en una de las plazas más antiguas del barrio y la ciudad, y el majestuoso Palacio Taranco.  A los pies de todos ellos, Taiana levanta los sombreros que vende a cambio de unos mangos. Es ecuatoriana, como Sandy*. Y vende lo mismo que Sandy. Pero Taiana hace unos meses nomás que piso nuestras tierras para ganarse la vida. Sólo unos meses, me dice casi sin levantar la vista. Sus manos están ocupadas (y apuradas) en guardar las prendas en una bolsa blanca y grande de arpillera. Dice que los días de feria [martes y viernes] la dejan instalarse en la peatonal. La de la feria. No Sarandí, la peatonal principal de Ciudad Vieja, la más transitada por todos esos cuerpos de otros continentes que viajan miles de horas en monstrusos barcos que avisan cuando estancan y llegan a puerto. Algo se movió, dice Taiana respecto a las ventas. Sus manos no se quedan quietas. Aún le queda un montón para guardar. La manta es grande, amplia. Pero no es lo mismo que estar en la peatonal, retoma en su tono suave, meneando la cabeza y dando una mano contra su pierna. La Sarandí. No es lo mismo, dice. No es lo mismo.


Calle Alzaibar, Ciudad Vieja. Montevideo. Enero, 2017.


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