Boliche en Ciudad Vieja. Montevideo. Octubre, 2015.
Decía Cartier Bresson: “La fotografía es una forma de gritar lo que sientes”. Y sí. Ella es huella de la realidad, ésa que captan mis ojos. A través de la imagen, y con mi sensibilidad mediante, intento expresar la vida cotidiana, sus momentos, sus personajes, sus gestos y el instante preciso e inolvidable, grabado en la memoria, por siempre.
martes, 28 de febrero de 2017
domingo, 26 de febrero de 2017
El café que no salió, el diluvio y la concha de la vaca
Maldito
tiempo. La negrura, la llovizna finita que empapa y, al ratito nomás, el sol
entre nubarrones que amagan, van y vienen, y dejan el cielo limpito para que el
astro, haga lo suyo y todo cuerpo sude los
33 grados. Y en menos de una hora, nuevamente la negrura y la llovizna que se
hace lluvia en cuestión de segundos. Y en minutos un diluvio con truenos y
rayos que alumbran la oscuridad de la noche, y las estrellas. Enseguida del
diluvio las estrellas. Acampar con tanta indecisión del tiempo es una
incertidumbre. Pero ya están jugadas. Son las vacaciones de ella. Se había
imaginado cientos de veces tirada en la arena, lagartenado hasta quedar negra,
flotando en las aguas que no eran las verdes ni transparentes de Brasil (en las
que había estado, por primera vez, unos meses antes), oliendo los eucaliptos
del camping y no los de un incienso, y a orillas del río, que es el arroyo Sarandí
en realidad, pero así suena más lindo y no hay como desayunar a los pies de
esas aguas dulces, entre los árboles y un silencio que sería estremecedor si no
fuera por el canto de los pájaros. El silencio de las 7.00 cuando el camping
parece más muerto que vivo. Cuando no andan ni las moscas ni los perros. Sólo
ella que madruga en la licencia por ese perverso reloj corporal acostumbrado a salir
de la cama más rápido que ligero, en pleno invierno, para no perder el bondi
que la traslada al destino que lleva su nombre para hacer las 12 horas diarias.
A veces más. Ella se maldice. Es que el sueño se le corta y tiene que apretar
los ojos fuerte, bien fuerte, y hacer añicos la almohada y abrazarla para
retomar el sueño. Y se da vueltas de un lado a otro y pega un ronquido para
seguir durmiendo, cuando no se sobresalta porque pierde ese bondi que ahora no
toma porque son las vacaciones. Entonces pega otra vuelta y sigue entre medio
de un respiro hecho suspiro.
Enseguida que el ómnibus pasa
el puente dobla a la izquierda. Ahí te bajas, le había indicado por mensaje a la flaca, aunque iría
a esperarla media hora antes de lo previsto porque el bondi demoró más de la
cuenta. Menos mal que traje el libro, le escribió
de nuevo cuando supo que a su amiga la paseaban por toda la costa. La saga de
Milenium la tenía atrapadísima cuando el tiempo se emperraba en llevarle la
contra. 10 minutos, nada. El sol a pleno después de tres días. El balneario
ardía. 20, nada. No había rasgos de bondi alguno, y tremendo día de playa.
Menos mal. Menos mal que tenía el libro, aunque no había banco ni murito ni un
poste para apoyar las nalgas.
Y qué lindo que llegaste. Hagamos
el mate y no perdamos ni un minuto, vamos ya para la playa. Y las
lenguas eran un pororó de cuentos porque había que ponerse al día. Y mirá qué día. Los brazos abiertos de
ella adoraban el cielo celeste de no creer por tanta indecisión del tiempo, cuando
justo a su celular le cayó un mensaje de ese número que no tiene nombre pero identifica
perfectamente y no sabe si reír o llorar porque, otra vez, el dolor que no se
le desprende por ese pasado tan maldito. Y
mándalo a la mierda y apagá ese
aparato y desenchúfate y vamos a darnos un baño, la sacó la flaca de ese
trance en el que hasta el camping era puro recuerdo. Pero mirá que agua verde, está bien verde y esto es vida, repitió ella
una, dos tres, cuatro veces, con esa risa que contagia. Y corrieron como dos pendejas
pegando un vozarrón por las gotas que arrancaron como llovizna y terminaron en
un diluvio como desatado por esa rabia interna, la de ella. Parecía joda tanto
protector en las pieles que sé iban a poner de gallina cuando salieran del mar
y bajo la lluvia, ahora más rebelde, porque el aire es otro. Para colmo, su
única campera de abrigo quedó en la cuerda. Es que jamás imaginó que se iba a
largar ese diluvio y, que si de noche me
da frío como estos días. Pero qué importa si no hay rutina, ni trabajo, ni
estrés, ni horarios. Y aunque las duchas no estén calientes porque hasta la
tarde-noche no se prenden, un duchazo vendría bien para calentar esos cuerpos,
ya quemados, que largaban risas por no llorar.
Otra
vez ella soltó el vozarrón porque tampoco imaginó que quedarían encerradas en
el baño durante casi dos horas por los caprichos del tiempo que más tarde le
aflojó al diluvio pero no a la llovizna constante que empapa y rompe los huevos
cuando querés caminar por el centro en busca de un abrigo para atajarte de cualquier
frío que pueda traer éste tiempo. Es que no hay ni una tienda abierta ni
boliche para un café hirviendo que caliente los cuerpos porque no hay nadie, ni una mente, que se le ocurra poner
un barcito para una tarde de lluvia,
la concha de la vaca, rezonga ella en la cuadra de la Gaviota, la pizzería
que no tiene pinta ni siquiera de abrir de noche, y cuanto más grande más idiota, le salió de alma justo cuando la
flaca se empinaba del jugo en caja que terminó escupiendo por el estúpido
chiste que le causó gracia por el tono de ella de tanta rabia y el perverso
tiempo que le llevaba la contra. Qué
tiempo. Y encima este balneario que está muerto y ni un cafecito se puede tomar, soltó ella después con menos cólera
y ya resignada, cuando estaban en la
otra punta, en el club Bello Horizonte porque la flaca juraba que estaba
abierto. Pero no. También pegaba la siesta y ni siquiera un cartel con horarios
para volver aunque sea más tarde por ese, ya maldito, café que ella buscó hasta
en el único almacén de puertas para atrás donde pensó que a lo mejor… Y la concha de la vaca. Pero mirá si ahí van a tener, metió la
flaca –que no aguantaba más el dolor de panza de tanta risa– a la altura ya de
la rambla en que la llovizna había amainado un poco y faltaba menos para
encontrar ese lugar en que se la jugaban a que estuviera abierto. Algo, al
menos algo, tenía que estar abierto.
Y
¡sí, sííííí!, alzaron los brazos en un solo grito al ver, un cuadra antes, que
alguien había adentro y podían sentarse para ese café que, al final (¡al final!),
se convirtió en una Stella rubia por inercia nomás y la costumbre y las ganas
de refrescar los cuerpos que después de casi dos horas de caminar de una punta
a la otra, transpiraban. ¿Y el café?,
se percató ella cuando a la botella le quedaba poco, entonces la flaca tuvo que
sostenerse de la mesa. Es que no podía con la risa y el cuerpo se le aflojó, y qué hija de puta. Pero qué importa si
ahora, mirá, estamos acá, en este
club de la costa bien servido y hasta con glamour como le gusta a ella, sentadas frente al mar venerando increíblemente
un atardecer con rojos y anaranjados y amarillos. Y esto es vida, apretó ella los labios agradeciendo ese momento, esos
aires, ese cielo, el mar, entre cuentos, anécdotas y hazañas que retomaron y
que en algún punto, saben, que las une como las ganas de seguir ya cuando la
tarde se hizo noche, sin estrellas pero despejada, rumbo al otro boliche que
ambas conocían, cada una por su cuenta, en donde también estarían bien servidas
y hasta con esa música que a ella le trajo momentos enterrados de otras
décadas. Las del dolor y el pasado que, ahora, sin embargo, merecían un brindis
porque es parte de la vida y la hizo
crecer tanto y “salú compañera”, y mirá esta
rambla y esta noche que tiene el boliche abierto de puro pedo porque casi
somos las únicas en el balneario por culpa de este tiempo, argumentó la dueña –joven,
bella y simpática– que servía y cobraba, y les recomendó un gramajo revuelto de
chuparse los dedos, antes de cruzar el puente para ir por un pool y otra Stella
porque la noche es joven aún, y ahora sí hay estrellas, se percataron al
balancearse sobre las dos únicas hamacas en el fondo de El tiburón, otra vez como dos pendejas, entre medio de ese aire que
les cacheteaba el rostro. Y qué lindo aire. Qué aire.
Esos
aires entre el nubarrón que amaga de nuevo y larga una llovizna apenas. Y otra vez el diluvio, aunque el sol sigue
dando pelea y este tiempo que no sabe qué carajo hacer, puteó ella contra la
vaca y la madre que las parió, al amanecer del día siguiente. Que vamos a la
playa o mejor nos metemos en el salón del camping y abusamos de la lectura porque
mirá si nos mojamos la única ropa que nos
queda. Pero no, ¡no!, le lleva ella ahora la contra al tiempo, porque para encerrarme y leer está el año,
y vamos de una vez a la playa se
convencieron después de una hora de las amenazas del tiempo, con este aire
ahora más fresco y a la mierda el plan B que la sumergiría a ella, otra vez, en
la saga criminal y a la flaca en cuentos suicidas de un pueblo patagónico.
A Dios gracias por estas
aguas que no son las verdes de Brasil, pero
qué mar, ahora algo dulce por el cambio de marea de este tiempo que trae viento
y agua como peste. Y el sol resplandece y ella se siente victoriosa porque le
ganó la batalla al tiempo con su plan de pura playa que le dejó el cuerpo exhausto
(y a esa altura más negro que rojo, y rosado en partes por la maya calada que
jamás se había puesto), pero qué importa,
si mirá lo que es esto, respiró profundo como soltando cada partícula de
aire mezclado por el mar, la arena, la brisa y el protector que embadurna su
piel. Mirá, mirá, estiró el cuello
para adorar el cielo limpito, ahora entre los chiflidos de su estómago que no
daba más porque ya había empezado la tarde y
vamos por un almuerzo y otra chela bien helada, que les trajo un mozo no
tan bonito pero buena onda de Floresta que hasta hizo sonar los parlantes especialmente
para ellas, saltando de una cumbia a la
otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como para que las
dos quedaran contentas, y esto es vida
repitió hasta el cansancio sin pensar en los mangos que va a tener que apretar el
mes que viene por darse el gusto de comer afuera. Pero esto son las vacaciones
y “salu compañera”, y yo no voy en tren,
voy en avión, parece un coro de ranas con los brazos en alto, pitada va
pitada viene, mientras la pizza no viene, y hacen reír a los viejitos de al
lado, que son abuelos como los de la Nada, pero no se sabe de dónde. Es que la
doña tiene pinta de gringa y de a ratos mete un buen inglés. Y qué rico está esto, saboreó el lehmeyún
la flaca que pidieron para frenar las ganas de algo diferente y esto no puede más, sonrió ella entre
la espuma de la chela que está de puta
madre con las jarras sacadas del frezzer –como debe ser– que chocan como
por quinta vez (perdieron la cuenta), antes de salir por más playa y sol y las olas y el viento, chiqui pun, chiqui
pun y el frío del mar, verde, bien verde, no como el de Brasil.
Pero qué mar, largó ella en medio de planes para
otro atardecer, esta vez, en la playa con un buen mate, previo a hacer las
compras para el asadito a la parrilla que la flaca hizo, por primera vez, y la
dejó tensa por mantener el fuego. Pero valió la pena porque ella, su amiga, se
chupó hasta los huesos, y qué bueno
estuvo el segundo pedazo y ese tinto de Mendoza que la flaca eligió porque
sabe más de vino, y tuvo que abrir con el sacacorcho que se negaba a comprar
porque salió más caro que el tinto. Pero
qué importa, mirá qué noche teté de pura estrella y ni
viento que apague el fuego que a la flaca la tiene en un sudor constante con más
de 30 de temperatura y los mosquitos en la vuelta. Y por eso también hicieron otro
brindis que no hizo ruido por el vaso de plástico de una y el de requesón de la
otra, y es lo que hay valor y “salú compañera”. Y menos mal que el camping no
duerme porque las risotadas hacen temblar hasta las aguas del río. Y esto es vida no se cansa de decir ella,
aunque sabe muy bien el laburo que les dará levantar el techo y la carpa y los
bolsos y la mar en coche, pero aún queda otro día espléndido porque las estrellas
y la luna lo prometen. Y te despierto a las
6.00, le juró a la flaca porque mañana es el último día, que amaneció sin
nubes. Por poco tiempo.
Qué tiempo y la
concha. La de la vaca y la madre. Y este
hijo de puta sigue emperrado, indeciso. Que sale el sol entre las nubes
densas que amagan con otra lluvia sólo para joder nomás. Y la puta que los parió, pero se zambullen en esa playa en que hay
que caminar más de una cuadra para que el agua llegue a las caderas, pero qué
importa si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios. Y las dos
quisieran que el agua esté más salada, pero éste tiempo. Y las piernas que no
les dan más y las nubes traen una tormenta de la capital, pero el sol gana la pelea
con esos rayos que la flaca no aguanta. Todo arde y las panzas chillan. Ya es
mediodía. Vamos por esas galletas de
campaña, que ella tuvo varios días entre ceja y ceja, para esos refuerzos de
morcillas y el pedacito de asado de la noche anterior, y qué asado. Entonces sale un picnic a la orilla del río, que es
arroyo en realidad pero queda más lindo llamar río, entre las sombras de los
eucaliptos y la pantalla que las embadurna, y esos aires. Y mira lo que esto, dice ahora la flaca que se contagió. Y es que
ella contagia. Su energía, su risa y su espíritu burlón que se le apagó cuando
la venció el sueño porque los cuerpos no dan más de ir y venir, de playa en
playa y de tanta ropa que sale y entra en el cuerpo grande de ella, y es que la
maya húmeda y la seca y el pareó y el shorcito y la blusa y la concha de la vaca que hace largar la
cargada de la flaca después de la siesta que se interrumpió por ese celular que
pide auxilio, pero el Samsung con wassap (increíblemente
ella tuvo wassap) se lo afanaron, y mejor no hablar de eso porque para qué
amargarse ahora si no hay nada que hacer.
Y esto está divino, le dijo con ese
vozarrón–que no hizo retumbar paredes porque no hay– al que la llamó antes de
volver a la arena, al mar, a los médanos y esos aires que estaban calmos cuando
se le prendió a la flaca del brazo y puso el grito en el cielo al ver el
kiosquito de tragos abierto (¡al fin algo abierto!).
Y
qué importa la guita si no hay rutina, ni trabajo, ni estrés, ni horarios y esto
son las vacaciones en las que para ella es imposible zafarle a ese ofertón de 2
x 1. Marche, entonces, un daikiri de durazno para ella y uno de melón para la
flaca, le pide al rubiecito delicadito de ojos lindos que la caga cuando habla.
Pero qué importa si mirá, mirá lo que
esto, dice ella estirando la ‘a’ en el placer de ese momento frente a la
inmensidad del mar del que se percata ahora, de más lejos, sentada en un banquito
hecho con cajones de supermercado a los pies de los médanos. Y es como que no
lo cree. Y gracias Dios y Universo, o
quién sea que la escuche. Y qué pelotuda
la gente que se amontona uno pegadito al otro habiendo tanta playa. Pero
qué importa si este daikiri no puede más
y el alcohol le afloja el cuerpo y la hace sentir como en esas nubes que la
persiguieron toda la semana. Y aún queda tiempo para otro mate y un último
atardecer, porque mañana hay que volver, la
concha de la vaca. Entonces, otra vez, los cuerpos se desprenden de las
mayas casi secas y se aprontan para una noche de pool y tragos porque ella
quiere la revancha del primer partido que perdió en buena ley con una única
bola para embocarle donde fuera. Y hasta se maquillan porque mirá si consigo novio, ironiza ella. Alguien,
aunque sea alguien. Y que lo parió la
noche, de pura estrella, estira el cuello su amiga adorando ese cielo antes
de llegar al almacén, frente al camping, al que fueron por un pomelo para
aliviar los caprichos estomacales, y antes de prender el celular de la flaca
para contarle al Quinteto de wassap de la playa, el mar, el daikiri, el
rubiecito y el mozo de La Floresta y la música y la lluvia y el pool que ella
jura que va a ganar porque quedó calentita. Pero no alcanzan a decir que no,
que al final no sale nada, porque el tiempo es perverso. Parece joda. Es que llegaron
al camino de los árboles, a la vuelta del campamento, y un viento fuerte nacido
de la nada, revolea lo que venga y la flaca no da abasto con su pollera negra. Y
ni siquiera llegaron a la rambla, pero mejor pegar la vuelta porque hasta las
estrellas se esfumaron. Parece mentira
che y que hijaputez, tiempo de mierda.
Con
este aire que ya es otro y eriza los cuerpos cuando caen las primeras gotas ni
bien cruzan el puentecito de madera en la entrada del camping y corren porque se
viene una que va a quedar para el recuerdo y va a terminar con el mundo,
pareciera. Las dos se ríen por no llorar porque ya ni siquiera una llovizna
sino un diluvio desatado sin previo aviso con truenos y rayos, que hacen a ella
evocar más que nunca a la concha de la vaca, a su madre, su padre, su hija, su
hermana, sus sobrinos y todos los parientes que ni se imaginan que el techo de
la carpa es pura agua, porque en la capital sí hay estrellas, y la canaleta se
inunda y mirá si le entra agua a la carpa, se acuerda ella de Dios que ahora le reza
porque las papas queman, y meté todo en
los bolsos flaca, meté todo como sea,
mientras ella, otra vez, se desviste (en pleno camping) para ponerse la maya porque
hay que armar de nuevo la canaleta que se inunda y éste viento, hay tatita, y menos mal que tenemos pala, y la flaca guarda que te guarda un poco
nerviosa, pero segura porque ella, su amiga, es bien valiente y no tiene huevos
pero es como si los tuviera. Aunque ya no está para estos trotes de idas y
venidas al baño con el higiénico en la mano y el cepillo de dientes y el jabón
y la toalla y la maya y la ropa y el shampoo y la crema de enguaje, y las idas
y venidas en busca del agua caliente a la horas del mate, a las duchas frías, por
estos terrenos ondulados y repechos de raíces que hay que andar esquivando, y
que arma carpa y techo y colchón inflable y desarma, y la leña para el asado,
que tronquito de acá y piña de allá y palito de más allá, y llevar hasta el parrillero,
y todos esos bolsos y la silla y las frazadas. Y es que el bolsillo no da, y
hasta el bondi sube de nuevo, asique quizás en las próximas vacaciones vuelvan con
más de un abrigo y un destapador para el tinto, y por más daikiris (de ananá y
frutilla porque hay que probar todo), y las tortas fritas que quedaron
pendientes y la revancha. La del pool que ella quiere ganarle a la flaca como
sea, y la del tiempo. También quiere ganarle al maldito tiempo que dos horas
después del diluvio, en la última noche, dejó un cielo lleno de estrellas sólo
para llevarle la contra, y la concha de la vaca y la madre que la parió. Y en 2018 vamos
por la revancha.
Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017.
sábado, 25 de febrero de 2017
miércoles, 22 de febrero de 2017
martes, 21 de febrero de 2017
Con la cara pintada III
“…Iluminando el pasado
Desafiando al futuro
Denunciando el presente
Con un simple ritual
Los futuros murguistas
Van a ver cada noche
A la murga ensayando
El futuro carnaval…”
Canario Luna
Desfile de LLamadas, Barrio Sur. Montevideo. Febrero, 2015.
sábado, 18 de febrero de 2017
A pleno
“…De
vez en cuando la vida, afina con el pincel:
se nos eriza la piel y faltan palabras
para nombrar lo que ofrece a los que saben
usarla…”
Joan
Manuel Serrat
Y contaba los días. Desde el 1 de
febrero le hacía una cruz a cada día en el almanaque que colgaba en una de las
paredes de su pequeña oficina de la planta que es pura basura. Ella trabaja entre la basura. Respira basura.
De lunes a jueves y cada sábado del año durante 8 horas vive
entre la basura. Desde las 5.oo que sube con la taza térmica con café al
ómnibus que la lleva a la otra punta de la ciudad, cuando en invierno aún es
noche y el frío se mete entre los huesos, hasta las primeras horas de la tarde
que se va al otro trabajo donde limpia, también, otra mugre. Contaba los días. Y faltaba
menos. Menos para dejar de lidiar con el sistema, con la violencia social, con
la falta de apoyo de instituciones que hacen para emparchar y tapar agujeros,
con la dejadez y el egoísmo de los que mandan y se descansan en el otro, en el
empleado que sabe, que la lucha, que va a laburar con fiebre y una contractura en el medio de la espalda porque tiene la camiseta puesta desde hace años y
porque si no el bolsillo queda apretadísimo y no da, pero que se recate y se
maneje como él (ella) sabe y puede y lo ha hecho con lo mínimo e indispensable.
Ella lidia con lo mínimo de herramientas y lo indispensable de apoyo cuando no
es nulo. Y más días aparecían en cruces en ese almanaque. Y sus ansiedades
crecían y faltaba menos. Faltaba poco para zafarle también al estrés que sufrió
por ese momento de mierda que la asaltó por sorpresa, en que la violencia
social y policial le tocó hondo. La angustiaron, la envolvieron en tremenda
impotencia (y no es para menos) y hasta casi le arruinan las vacaciones. Las
que todo laburante espera ansioso durante todo el año o al menos el segundo semestre.
Y el día llegó entre la
indecisión del tiempo que si llovía o no, que si el temporal y mirá que si te
agarra en el medio del camping armando la carpa, poniendo el techo, y que mejor
me voy el sábado porque el viernes hay alerta, cambió el plan. Ese sábado en
que además pasó a tener 51 febreros*. Y qué mejor que cazar los bolsos, la
carpa y mandarse mudar para respirar esos aires. Esos aires. El de la costa,
los médanos, la playa, el mar, los rayos del sol, el protector solar sumergido
en el cuerpo, los eucaliptos, lo agreste del camping, el arroyo a los pies de
la carpa, y hasta el olor a tierra mojada porque una vez que estás allí, y
aunque no es lo ideal, qué importa si llueve si hasta disfrutas del aire
a tierra mojada y aprovechas a sumergirte en la lectura que durante el año querés
y ni podés porque el tiempo es tirano y que el trabajo y la casa y la
cooperativa y el hogar y los recicladores y el sindicato y los padres y los
sobrinos y las amigas. Pero no, ahora no es tiempo de pensar en eso. Ahora
ella, aunque se despierta a las 5.00 porque el cuerpo es un reloj a cuerda, se
queda en la cama que es un colchón inflable morrongueando y dando vueltas entre
el sueño que sigue un par de horas más –por fin duerme hasta las 9.00 o las
10.00 y le parece mentira– hasta que el
cuerpo se cansa de ese inflable y le falta el aire entre las paredes del iglú y
le entran las hormigas porque no se queda quieta. Nunca está quieta.
Entonces se levanta y camina una cuadra con el higiénico en la mano y,
vuelve y apronta el mate, y se embadurna el cuerpo con la pantalla 30 para ir a respirar esos aires. Los médanos, la playa, la arena, el mar. Ella puede estar horas sentada frente al mar. Es lo único que la deja quieta, al menos hasta que las rodillas y las piernas se le acalambran y sale a caminar por la orilla. Siempre por la orilla para que los pies sientan el mar. El mar. A ella le fascina el mar. Y la buena vida. Los placeres de la vida, dice mirando el cielo limpito de nubes (las horas que estuvo bien celeste), la línea fina del horizonte, lo llano de la costa, el banco que se forma en la orilla, los árboles detrás de los médanos, y más tarde el sol ocultándose frente a ella que a esa altura ya tiene otro mate y bizcochos o tortas fritas, y si el kiosquito de la playa abrió un daikiri de durazno encima. Y menos mal que no abrió todos los días porque sino me hubiera quedado sin guita, suelta con esa risa (que contagia) como de niña chica que se encapricha con algo y no para hasta conseguirlo. Y es que para eso están las vacaciones, y mirá lo que es esto, dice después, soltando despacito cada partícula de aire y adorando la naturaleza, el mar, la brisa, el momento. Ese momento tan ansiado en que se libera, se siente más feliz que nunca y agradecida por la vida aunque 350 días del año esté rodeada de basura, y aunque para otros sea tan accesible armar un bolso y marchar a cualquier balneario, cualquier fin de semana, para ella no es tan fácil. Pero ella se conforma con poco, y cada momento, cada cosa que la vida le ofrece lo vive a pleno. Y así hace que uno lo sienta cuando está con ella, por más poco que eso sea. Es que ella contagia. Y es imposible no quererla.
vuelve y apronta el mate, y se embadurna el cuerpo con la pantalla 30 para ir a respirar esos aires. Los médanos, la playa, la arena, el mar. Ella puede estar horas sentada frente al mar. Es lo único que la deja quieta, al menos hasta que las rodillas y las piernas se le acalambran y sale a caminar por la orilla. Siempre por la orilla para que los pies sientan el mar. El mar. A ella le fascina el mar. Y la buena vida. Los placeres de la vida, dice mirando el cielo limpito de nubes (las horas que estuvo bien celeste), la línea fina del horizonte, lo llano de la costa, el banco que se forma en la orilla, los árboles detrás de los médanos, y más tarde el sol ocultándose frente a ella que a esa altura ya tiene otro mate y bizcochos o tortas fritas, y si el kiosquito de la playa abrió un daikiri de durazno encima. Y menos mal que no abrió todos los días porque sino me hubiera quedado sin guita, suelta con esa risa (que contagia) como de niña chica que se encapricha con algo y no para hasta conseguirlo. Y es que para eso están las vacaciones, y mirá lo que es esto, dice después, soltando despacito cada partícula de aire y adorando la naturaleza, el mar, la brisa, el momento. Ese momento tan ansiado en que se libera, se siente más feliz que nunca y agradecida por la vida aunque 350 días del año esté rodeada de basura, y aunque para otros sea tan accesible armar un bolso y marchar a cualquier balneario, cualquier fin de semana, para ella no es tan fácil. Pero ella se conforma con poco, y cada momento, cada cosa que la vida le ofrece lo vive a pleno. Y así hace que uno lo sienta cuando está con ella, por más poco que eso sea. Es que ella contagia. Y es imposible no quererla.
Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017.
viernes, 17 de febrero de 2017
de Postales Orientales
Las nubes, el mar, la arena,
los rayos del sol. El mar. Esos aires. Ese aire.
Costa Azul, Canelones. Febrero, 2017.
lunes, 13 de febrero de 2017
domingo, 12 de febrero de 2017
Con la cara pintada II
“De
donde vienen
de
dónde salen
los
herederos de
la
tradición
escuchen
otra voz
de
quién será
la
murga vive
nadie
la enseña en ningún lugar
los
botijas se la saben
y después quieren cantar…”
Canario Luna
Rostros de Carnaval
Desfile de Carnaval por la Av. 18 de julio. Enero, 2017.
viernes, 10 de febrero de 2017
Y arrancaron las llamadas
Y los tambores suenan.
Y las sillas se amontonan unas pegaditas a otras. Y los balcones se alquilan
para los fanáticos y los turistas que vienen expresamente porque no hay que
perdérselo. Y los tambores suenan. Y los vecinos aprovechan: que agua para el
mate, que tortas fritas –a pesar del calor– y el pancho y las golosinas y la
cerveza para ir entrando en calor. El calor de la fiesta donde los tambores mandan,
suenan. Y las comparsas desfilan. Y Barrio Sur y Palermo reviven. Todo es una
fiesta. Y los tambores suenan.
Desfile de LLamadas. Montevideo. Febrero, 2015.
jueves, 9 de febrero de 2017
La noticia, la rabia y el dolor
Valeria,
Deborah, Gloria, Susana, Graciela, Alicia, Dayana, Martha, Dorita, Rebeca,
Claudia, Carmen, Silvia… Los nombres son cientos. Esos figuraban en los
carteles que ayer integrantes del movimiento Feministas en Alerta y en las
Calles preparaban para levantar en alto y marchar por el centro de Montevideo.
Han muerto 5 mujeres en lo que va del 2017, “producto de una violencia estructural,
patriarcal y capitalista”, decía la consigna. “Muertes que no son accidentales,
ni incidentes aislados, ni casos policiales, ni notas periodísticas”. Por eso “una
vez más: la noticia, la rabia, el dolor”. La plaza Cagancha, desde donde partió
la marcha, se vio plagada de rostros de indignación y abrazos. Y silencio.
Movilización de la Coordinadora de Feminismos, ayer, en la plaza Cagancha. Montevideo, 2017. |
domingo, 5 de febrero de 2017
Esos aires IV
“Imágenes
de imágenes
luz
filtrada y silencio”.
Circe
Maia
El
mar está más calmo ya a esa altura de la tarde. La tarde que empieza a hacerse
noche. Los pájaros ya no cantan tanto como al mediodía, como en las primeras
horas de la tarde. Las olas no rompen contra la orilla. Las gaviotas revolotean
menos. Casi nada. Nada. La brisa es suave, sutil, diminuta. Todo se aquieta. El
mar, las olas, la brisa, el viento. Hasta el aire. Ese aire que uno respira
estando afuera. En ese paraíso terrenal. Y en la línea fina del horizonte el
sol se esconde. La gente aplaude. En cada atardecer de verano, la gente hace
sonar las palmas. Y sí, los atardeceres son merecedores de aplausos. Dejan cielos multicolores. Y todo se aquieta. Hasta
el silencio. Y ya está. Uno siente que ya está. Después de ese espectáculo en
que el astro rey se esfuma entre la finísima línea entre el cielo y el mar, uno
siente que ya está. Que mañana será otro día. Que mañana será. Que mañana.
Mañana. Será. Y esos aires volverán. Esos aires. Esos aires.
Playa
Hermosa, Maldonado. Diciembre, 2016.
sábado, 4 de febrero de 2017
Hasta que las velas ardan
“En el borde de tu falda
hoy te vienen a entregar,
madre fuerza de las aguas,
flores blancas en el mar…
En el borde de tus aguas
hay un murmullo de sal,
son aladas tus espumas,
es salado tu cantar.
Hay flores en el mar,
hay flores en el mar…”
Jorge Drexler
Nelsa
le sonríe a la cámara. Es vendedora vieja, de hace años, años, dice al alpiste
de que alguien se acerque a preguntarle sobre una vela, una estampita, una flor
artificial, un rosario o la concha de mar decorada con brillantina y una
leyenda alrededor de la imagen de Iemanjá. O la Virgencita misma. Las
estatuillas de todos los tamaños y materiales y precios. Nelsa espera que
alguien pregunte un precio. Y si compra, mejor. Pero es mucha la competencia. El
parque está rodeado de puestitos hechos con un par de fierros y un toldo. A
veces ni toldo que ataje una posible llovizna o un inesperado ventarrón. Son
muchos los que ofrecen velas (en su mayoría blancas y celestes), rosarios, estampitas,
claveles y rosas (la de verdad y las de mentira), barcas de espuma plast
pequeñas, grandes y no tan grandes, y veladoras y cadenitas y remeras. Banderas,
toallas y hasta mates y bombillas. Hay virgencitas por doquier. Para donde sea
que uno mire. “Velas, velas” anuncia Nelsa para atraer público. Pero su voz es
muy fina y suave. En el tumulto apenas se escucha. Todos los años venimos, suelta
sin que le pregunte, pero este año mermó mucho. Muchísimo. Nelsa viene desde
Toledo con un flete que contrata. Es que si no cómo traemos todos estos fierros
y todo esto, dice con las manos apoyadas en la tabla que hace de mesa y al
alpiste que alguien se acerque, pregunte un precio. Algún precio. Y compre.
En
la vereda de enfrente, en la esquina del edificio Mercosur, mirando hacia la
playa Ramírez donde está la multitud, un grupo de ocho mujeres sostiene una
pancarta que en una cuidadosa imprenta grande y de color negro clama: “No más
sacrificio de animales”. Y con letras rojas, bien rojas, y signos de
exclamación remata que “violencia es matar”. Es que ellas consideran que se
puede vivir y comer bien sin tener que sacrificar a los animales. Son
activistas independientes, algunas integrantes de la Asociación de Veganos y Vegetarianos
del Uruguay. Saben que no pueden exigirle al gobierno que a los frigoríficos
les prohíban matar a los animales, pero por lo menos, dice Clora, que haya una
ley que no los maten así porque sí, por sacrificarlos nomás. Y es por eso “que estamos
acá pacíficamente”, bajo la consigna “Religión sin sacrificio”, sin mucha alharaca,
frente a las miles de creyentes “que está muy bien que tengan sus creencias
religiosas, pero que no tienen por qué sacrificar a ningún animal”. ¿Sabes lo
qué pasa?, se indigna Clora atajando la pancarta desde una punta, que hay cosas
que no se saben, que no se difunden. “Hace unos días apareció la cabeza de una
cabra en la playa del Buceo. Y por qué, por qué”, pregunta y se pregunta sin
tener respuesta. Son varias los que pasan, observan, se detienen, miran el
cartel, lo leen. Unos pocos preguntan, se ineteresan. La pancarta se mantiene
en alto y ellas casi en silencio, hasta que las velas ardan.
En
la playa una multitud se congrega. Y cada vez son más. Aunque Nelsa dice que
hay menos gente que otros años. Fieles que rezan y tiran ofrendas al mar y
hacen pozos en la arena para encender una vela por cada petición, religiosos inmaculados
de blanco que le cantan a la diosa del mar, curiosos que se acercan a observar la
fiesta, el ritual, los pobres tipos que aprovechan la multitud para hacerse
unos pesos a cambio de maní, pororo y velas. Los vendedores de velan pululan. Hasta
niños venden velas. Y otros que no entienden de que va, se zambullen en las olas
–el mar está movido– y juegan en la
arena entre los restos de ofrendas que es pura mugre. Y entre tanta suciedad
que forma una franja extensa y abarca desde una punta a la otra de la playa, un
linyera intenta rescatar alguna ofrenda. Aunque sea algo. Hay que andar con
cuidado sobre la orilla para no pisar ni las flores, ni la espuma plast, ni los
plásticos, ni las sandías, ni las velas, ni las aves y las ratas. Son muchas
las aves y las ratas muertas a la orilla del mar.
Y
son cientos los fieles que hacen cola durante horas para que un umbanda los santigüe
y les llene de “el espíritu de luz”. Es “caridad”,
dice María que está de blanco de pies a cabeza y mantiene en orden la fila que zigzaguea,
también, hasta la orilla del mar. Cuando la tarde se va haciendo noche y después del trabajo con los fieles, los
umbandas llevan la barca al mar entre cánticos y rezos y medio cuerpo en el
agua. Otros tantos caminan en círculo, bailan y alaban a Iemanjá rodeados de creyentes
rabiosos, de creyentes y de curiosos más que creyentes. Son muchos los que
asisten y los fieles, pero no todos participan. Yo vengo desde hace tiempo me dice
una cuarentona petiza, pero más bien porque a mi marido le gusta mirar. Es
creyente y a su hija, ahora adolescente, la trae desde chiquita, pero me da un
poco de miedo eso, dice con los ojos clavados en los inmaculados de blanco que
no dejan de girar en una ronda iluminada por velas blancas y celestes, cuando
la línea fina, finísima, del horizonte ya no se ve porque cayo la noche, y los
niños no juegan en las olas y el linyera no distingue entre la mugre y los
restos, y Nelsa seguro ya levanta campamento, y decenas, decenas de barcas y
flores flotan en el mar. Y las velas
arden por la diosa del mar.
Celebración
de Iemanjá, en la playa Ramírez. Montevideo.
Febrero, 2017.
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viernes, 3 de febrero de 2017
miércoles, 1 de febrero de 2017
Alzaibar no es Sarandí
Son casi las 14.00 de un viernes
de enero de intenso calor. Por la calle Alzaibar quedan cajones, fierros,
camiones que se cargan, restos de fruta y verdura y papeles. Basura. Los
feriantes levantan los restos de un agobiante día al rayo del sol. Sudan la gota
gorda. Los turistas van y vienen. Algunos pasean por esas calles llenas de
historia. Otros almuerzan entre glamourosas
ofertas y platos típicos que hay en la vuelta. Hay menús por doquier. A unos
pasos, para estampar el recuerdo, algunos fotografían el monumento a Zabala en
una de las plazas más antiguas del barrio y la ciudad, y el majestuoso Palacio
Taranco. A los pies de todos ellos,
Taiana levanta los sombreros que vende a cambio de unos mangos. Es ecuatoriana,
como Sandy*. Y vende lo mismo que Sandy. Pero Taiana hace unos meses nomás que
piso nuestras tierras para ganarse la vida. Sólo unos meses, me dice casi sin
levantar la vista. Sus manos están ocupadas (y apuradas) en guardar las prendas
en una bolsa blanca y grande de arpillera. Dice que los días de feria [martes y
viernes] la dejan instalarse en la peatonal. La de la feria. No Sarandí, la
peatonal principal de Ciudad Vieja, la más transitada por todos esos cuerpos de
otros continentes que viajan miles de horas en monstrusos barcos que avisan
cuando estancan y llegan a puerto. Algo se movió, dice Taiana respecto a las
ventas. Sus manos no se quedan quietas. Aún le queda un montón para guardar. La
manta es grande, amplia. Pero no es lo mismo que estar en la peatonal, retoma
en su tono suave, meneando la cabeza y dando una mano contra su pierna. La
Sarandí. No es lo mismo, dice. No es lo mismo.
Calle Alzaibar, Ciudad Vieja.
Montevideo. Enero, 2017.
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