domingo, 31 de mayo de 2015

Vigilados

“… En América Latina, la industria del control del delito no sólo se alimenta del incesante torrente de noticias de asaltos, secuestros, crímenes y violaciones: también se nutre del desprestigio de la policía pública, que con entusiasmo delinque y que practica una sospecha ineficiencia. Ya están enrejadas, o alambradas, las casas de todos los que tienen algo que perder, por poquito que ese algo sea; y hasta los ateos nos encomendamos a Dios antes que encomendarnos a la policía.

Eduardo Galeano
(De “Patas arriba. La escuela del mundo al revés”)


Mañana calurosa de 2011. Las agujas marcaban una hora antes que lo habitual. El sol picaba en pila. Peleando con el sueño que la perseguía y los párpados perezosos por enfrentarse a la luz tempranera, la muchacha subió al ómnibus cuando pego la vuelta, rodeando los últimos rincones de Ciudad Vieja y la rambla a plena vista. Allí, alcanzó a divisar a un pibe a los trotes y a otro paseando al perro.
Detesta ese preciso instante al subir en que el chofer le cierra la puerta en la espalda y acelera como en el medio de una ruta desierta, y pega la vuelta justo cuando ya prendida del fierro, su cuerpo se tambalea entre el paso largo y la mano extendida con el dinero y, espera, sin suerte la respuesta del guarda a sus “buenos días” sin ni siquiera mirarla cuando le entrega el vuelto. Se acomodó al fondo para clavar el pómulo contra la ventanilla y poder robarle más minutos al sueño. Pero esa vez, le fue imposible.
Dos voces detrás soltaban en tono alarmante el cuento de siempre.
– ¿No escuchaste anoche, de madrugada?–  preguntó la voz grave.
– No. Es que estaba tan cansada que me dormí enseguida.
– Ah, mija qué suerte, porque yo no pude dormir nadita. Estos piches...
– ¡Otra vez!
–Empezaron a los gritos. ‘Anda a robar como yo, si querés’, gritaba uno. El de cuerdas vocales roncas.
– Ah, yo lo sentí, también, hace unos días.
– Y después empezaron a los tiros. ¡No pude dormir en toda la noche! – soltó, con una mano agarrándose la cabeza, imaginó ella al reconocer la voz.
– ¿No llamaste a la policía?
– Pa’ qué si los milicos no hacen nada. Ta’ todo arreglado Maruja.
– Ayer me contó mi nieta que en la esquina le robaron a un muchacho. Lo agarraron entre dos, lo tiraron a la calle, lo golpearon, le sacaron la mochila y se metieron para adentro.

Para el conventillo que la joven divisa de un tercer piso, aparentemente, construido por un italiano a comienzos del 900. La escena, figurita repetida.
El “típico” conventillo con varias piezas y un patio exterior en el centro, habitado, en aquel entonces, por inmigrantes. Se alquiló durante años, hasta que el tiempo se apodero de él: paredes rotas y húmedas, raíces que se hicieron plantas y lo fueron ocupando y la mugre que se lo comió. Mucha mugre. De sus herederos nada se sabe. La finca fue acumulando una deuda  municipal, a esta altura, seguramente monstruosa.
Hace unos años, había sido desalojado y tapiado por “inhabitable”. Hoy, es uno de los tantos edificios en Montevideo que fueron ocupados por las familias golpeadas por la crisis de comienzos de este siglo, que se ha caracterizado por los avances y la expansión de la digitalización y la información haciendo a un lado a esta gente que no tiene acceso, más que a las nuevas y modernas tecnologías, al respeto y los valores  de una sociedad que supo, siempre, ser desigual.
En el Inventario del Patrimonio de Ciudad Vieja* se hace referencia e hincapié a su valor testimonial “por ser uno de los pocos ejemplos que se conservan tipo conventillo, de mínima presencia en el ámbito urbano. “Se valora su solución tipológica y espacial singular”. Al parecer, entonces, no podría ser demolido, aunque “no aporta valor al espacio público”, se aclara en la página de la institución municipal, que no sabe qué hacer con él.
El conventillo sigue en pie. En la habitación del rincón, las montañas de basura se hacen inmensas. Las ratas están de fiesta. En las de alrededor, telas desgastadas, sucias y agujereadas, que simulan una puerta, albergan a unas pocas familias y funcionan como escondite de tantas víctimas de la pasta base que habitan en ése y otros barrios. Los zombies (algunos armados, de profesión rapiñeros o malandras) que ante la ausencia de turistas –cuando lo cruceros pegan la vuelta hacia otro continente– deambulan, matan el tiempo. A toda hora, entran y salen por un marco en la calle Guaraní, que debió haber tenido alguna puerta en otra época. Hay que ser valiente para respirar al pasar por ese pasillo angosto y oscuro que atraviesan muchos niños y niñas que viven allí.

– A mí me da miedo pasar por esa esquina. Cuando tengo que ir al hospital [Maciel] doy toda la vuelta– sentenció la voz que venía con el cuento.
–Anoche a un comerciante le entraron a robar y lo apuntaron con un revólver. Y en Maroñas un hombre mató a su mujer, y las estaciones de servicio… Todos los días roban una –sentenció la otra voz que repetía los sucesos del noticiero de la noche anterior. Los informativos meten miedo.
– Yo no sé dónde vamos a terminar. Pensar que antes, cuando la Tere y Marquitos eran chiquitos, íbamos al almacén y dejábamos la puerta abierta.
– Ah, yo hago todos los mandados temprano y después me encierro.
(…)

El cuento de siempre. Los de la vuelta, pero no los únicos del barrio. Quizás los peores o los más visibles. Los que (también) meten miedo. Los que generan inseguridad en estas calles, antiguamente de batallas orientales más sangrientas. Los que dos por tres protagonizan la crónica roja de la gran pantalla. Ahora la noticia son las cámaras de seguridad en las esquinas que han pescado a más de uno. Para los vecinos, uno de los pocos aciertos –quizás el único– del “Bicho” Bonomi. Ahora, uno duerme más tranquilo, aunque con palos que atajan las ventanas por si la suerte no acompaña algún pibe chorro en otra zona y le da por volver al barrio.
En estos tiempos todo está bajo control. Algunos dicen que, simplemente, es cuestión de acostumbrarse. Con el tiempo uno se olvida que, chismosa en mano rumbo al autoservice, es observado en tal o cual esquina por las cámaras escondidas bajo los focos que alumbran cada cruce. Y habituarse, también, a responder al saludo escueto y cortante de los pichis cuando les pinta, al menos con una levantadita de cejas o una mirada sin prejuicios. Es que más vale tenerlos de amigos que de enemigos. Como hacen los uniformados de azul. La muchacha, aún espera que los señores policías, le devuelvan la visita. La que le prometieron en agosto de 2013 cuando uno de esos pibes chorros le forzó la ventana de su apartamento en plena madrugada y le llevó varias pertenencias, trepando paredes y azoteas como gatos. Ella ahora se sienta en su comedor sin darle la espalada a ninguna de sus dos ventanas. Sabe que es psicológico, pero al menos no se siente observada. Suficiente en la calle con ser vigilada.


* http://inventariociudadvieja.montevideo.gub.uy/padrones/2511#grado-proteccion-2000



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