“…Nadie
dormía soñando tus besos
En
eso te me apareces en donde no debía yo estar,
pido
hielo, la canción empieza a explotar
Virginia
tres
veces la i, mi niña
que
frío sin ti
Virginia…
Tu
pelo dirige el viento,
se
quejan los molinos y el mar
viento,
manto
que
te sigue por dónde vas…¨
Fernando
Cabrera
“Virginia”, del álbum Río (1995)
“Virginia”, del álbum Río (1995)
Jamás me contó la vieja, o
nunca le pregunté, cómo recibió la noticia. Estaba embarazada por tercera vez.
De chiripa nomás. Todos querían una niña. La niña. La única. 1979. Si nacía el
29 festejaba con los viejos poco menos de 20 años de casados, aunque podía ser
el regalo de Dios de Navidad. La Nona y los tíos eran católicos rabiosos. De
ahí mi primer nombre como la Virgen. Pero las contracciones llegaron antes de
lo esperado. Mi hermano, el mayor,
estaba por empezar la escuela y sabía rezar más o menos. A su forma le
pedía a Dios que le diera una hermanita. Y sus deseos fueron cumplidos. Iba a
ser Jimena (como mi prima) o Gimena, pero papá ganó la pulseada.
La “supersónica” me llamó Zabaleta,
el médico que me sacó de la panza. Es que a mamá no la dejé llegar a la sala de
parto. Quizás por eso soy tan atropellada e inquieta. Y espontánea, dicen. De
niña odiaba las muñecas. Tuve uno sola y recién a los 16 años (qué pelotuda).
La llamé Betty por mi madrina que Dios se la llevó cuando yo apenas tenía
cinco. Esa vez lo odié a Dios. La muñeca era grande y de trapo. Con colitas rubias
y un vestido rosado con flores. Sobre su barriga apoyaba un helado que colgaba
de su cuello que se lo ponía en la espalda para dormir con ella entre mis
brazos en las noches que me costaba conciliar el sueño. Según mis hermanos y
mamá, era insoportable. Hacía berrinches por cualquier cosa. También me apasionaba el fútbol.
–Val-de-rra-ma
–me deletreaba mi viejo.
–¿Valderana? – insistía yo.
–No.
Valde- como el balde que mamá usa
para lavar la ropa pero con v corta, y rama
como la del árbol. Como va en el medio la r suena dos veces, me explicaba papá
con toda su paciencia.
–A
ver, repetí: “Rr; rr”; “rama”.
No
había caso. Pronunciar esa letra era imposible para mí. Me patinaba el frenillo.
De más grande supe que se llamaba frenillo. La francesita, me decían muchos con
espíritu burlón. Y el vejo, que eso es de machos insistía cuando me veía patear
o abrirme de piernas y pararme firme con las dos manos apoyadas en las rodillas.
Casi siempre me enchufaban en el arco. Uno, dos, tres, cuatro goles y me la clavaban
en el ángulo. Mis hermanos me miraban como Tom a Jerry cuando no podía atraparlo,
y me querían agarrar de los pelos. Pero si quería jugar me la tenía que bancar.
Lo prefería antes que ponerme tacos y polleritas y pelucas, pintarrajearme y
salir reboleando las caderas por un escenario invisible con la mirada fija
hacia el centro, primero, y hacia los costados después, hacia un público y un
jurado imaginarios. Hacerse las modelos era lo máximo para Vivi, la vecinita de
enfrente y Patri, la de al lado, mis amigas.
Y
me encantaba el futbolito y el metegol de jugadores cuadrados hechos de
cartulina, con fondo violeta si era Defensor o la diagonal negra si era Danubio
que se deslizaban en las baldosas bordó del enorme garaje.
Cuando el viejo me mostró quién
era Valderrama lloré una noche entera. Y no pateé más la bola. Así me apodaron
los muy hijos de mi madre. La que me cepillaba fuerte y me hacía dos colitas
–como la muñeca– y trenzas hasta achinarme los ojos para evitar cuanto piojo
circulaba en la escuela. Mis rulos, rebeldes, fueron su peor pesadilla. No
había crema ni shampoo que domara aquella melena crespa y voluminosa que me
asfixiaba la nuca en verano y me hacía pasar frío en invierno. El secador de
pelo me dejaba como la Leona de la Metro.
Así me dijo mamá siempre. Hasta aquel 13 de octubre de hace cuatro años, que
decidí terminar con toda esa farsa.
Mi
sueño de ser jugadora profesional de fútbol se desplomó por los prejuicios del
viejo, de la sociedad de los 80 y 90. Y
para su fortuna, y desgracia de Vivi y Patri, opté por jugar a las maestras. La
mejor forma que encontré para vengarme por tantos desfiles de moda y maquillajes
que no me identificaban. Me llamaba René y era mala. Bien mala. En la ficción,
claro. El viejo de verdad quería que me dedicara a la gimnasia artística y fuera
una Nadia Comaneci. Me gustaba pero no para tanto. Aunque le dediqué años, gané
un campeonato y recibí una medalla en atletismo, en una carrera posta, mejor dicho,
de posta.
Y
los años pasaron y fui adolescente. Estudiar y rendir exámenes era un fastidio.
Aunque en tercero soñaba con ser abogada; en sexto, profesora de historia, por
aquellos cuentos entretenidos, mates por medio, de Daniel el profesor flaco y
joven: de las batallas de Artigas y el Reglamento de Tierras, el alambramiento
de campos, el viejo Batlle, los caudillos… Después de volver a cursarla lo
entendía todo, pero la docencia no era lo mío. Y en esas buscaba qué coño hacer
de mi vida.
La
Kodak de rollo, formato 110, la tuve para registrar el viaje de 15, el de los
sueños: Bariloche. Los recuerdos familiares, cumpleaños y las reuniones con
amigos debían quedar impresos en el álbum. Los negativos me generaban
curiosidad. Cuando vi aparecer mi primera imagen en los químicos del
laboratorio, supe que la fotografía era mi pasión. Y en esas ando, emperrada
día a día en registrar lo que me toca –sensibilidad mediante–, lo que captan
mis ojos, la vida cotidiana, sus momentos, el instante preciso. Ahora, con un
año más y el recuerdo de aquellos pelos.
Feria
de Tristán Narvaja. Montevideo, 2010. Foto: Iván Franco.
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