sábado, 19 de diciembre de 2015

A la Anita que me parió

“…Nadie dormía soñando tus besos
En eso te me apareces en donde no debía yo estar,
pido hielo, la canción empieza a explotar
Virginia
tres veces la i, mi niña
que frío sin ti
Virginia…
Tu pelo dirige el viento,
se quejan los molinos y el mar
viento, manto
que te sigue por dónde vas…¨

Fernando Cabrera
“Virginia”, del álbum  Río (1995)



Jamás me contó la vieja, o nunca le pregunté, cómo recibió la noticia. Estaba embarazada por tercera vez. De chiripa nomás. Todos querían una niña. La niña. La única. 1979. Si nacía el 29 festejaba con los viejos poco menos de 20 años de casados, aunque podía ser el regalo de Dios de Navidad. La Nona y los tíos eran católicos rabiosos. De ahí mi primer nombre como la Virgen. Pero las contracciones llegaron antes de lo esperado. Mi hermano, el mayor,  estaba por empezar la escuela y sabía rezar más o menos. A su forma le pedía a Dios que le diera una hermanita. Y sus deseos fueron cumplidos. Iba a ser Jimena (como mi prima) o Gimena, pero papá ganó la pulseada.
La “supersónica” me llamó Zabaleta, el médico que me sacó de la panza. Es que a mamá no la dejé llegar a la sala de parto. Quizás por eso soy tan atropellada e inquieta. Y espontánea, dicen. De niña odiaba las muñecas. Tuve uno sola y recién a los 16 años (qué pelotuda). La llamé Betty por mi madrina que Dios se la llevó cuando yo apenas tenía cinco. Esa vez lo odié a Dios. La muñeca era grande y de trapo. Con colitas rubias y un vestido rosado con flores. Sobre su barriga apoyaba un helado que colgaba de su cuello que se lo ponía en la espalda para dormir con ella entre mis brazos en las noches que me costaba conciliar el sueño. Según mis hermanos y mamá, era insoportable. Hacía berrinches por cualquier cosa.  También me apasionaba el fútbol.

–Val-de-rra-ma –me deletreaba mi viejo.
 –¿Valderana? – insistía yo.
–No. Valde- como el balde que mamá usa para lavar la ropa pero con v corta, y rama como la del árbol. Como va en el medio la r suena dos veces, me explicaba papá con toda su paciencia.
–A ver, repetí: “Rr; rr”; “rama”.
No había caso. Pronunciar esa letra era imposible para mí. Me patinaba el frenillo. De más grande supe que se llamaba frenillo. La francesita, me decían muchos con espíritu burlón. Y el vejo, que eso es de machos insistía cuando me veía patear o abrirme de piernas y pararme firme con las dos manos apoyadas en las rodillas. Casi siempre me enchufaban en el arco. Uno, dos, tres, cuatro goles y me la clavaban en el ángulo. Mis hermanos me miraban como Tom a Jerry cuando no podía atraparlo, y me querían agarrar de los pelos. Pero si quería jugar me la tenía que bancar. Lo prefería antes que ponerme tacos y polleritas y pelucas, pintarrajearme y salir reboleando las caderas por un escenario invisible con la mirada fija hacia el centro, primero, y hacia los costados después, hacia un público y un jurado imaginarios. Hacerse las modelos era lo máximo para Vivi, la vecinita de enfrente y Patri, la de al lado, mis amigas.

Y me encantaba el futbolito y el metegol de jugadores cuadrados hechos de cartulina, con fondo violeta si era Defensor o la diagonal negra si era Danubio que se deslizaban en las baldosas bordó del enorme garaje.
Cuando el viejo me mostró quién era Valderrama lloré una noche entera. Y no pateé más la bola. Así me apodaron los muy hijos de mi madre. La que me cepillaba fuerte y me hacía dos colitas –como la muñeca– y trenzas hasta achinarme los ojos para evitar cuanto piojo circulaba en la escuela. Mis rulos, rebeldes, fueron su peor pesadilla. No había crema ni shampoo que domara aquella melena crespa y voluminosa que me asfixiaba la nuca en verano y me hacía pasar frío en invierno. El secador de pelo me dejaba como la Leona de la Metro. Así me dijo mamá siempre. Hasta aquel 13 de octubre de hace cuatro años, que decidí terminar con toda esa farsa.
Mi sueño de ser jugadora profesional de fútbol se desplomó por los prejuicios del viejo,  de la sociedad de los 80 y 90. Y para su fortuna, y desgracia de Vivi y Patri, opté por jugar a las maestras. La mejor forma que encontré para vengarme por tantos desfiles de moda y maquillajes que no me identificaban. Me llamaba René y era mala. Bien mala. En la ficción, claro. El viejo de verdad quería que me dedicara a la gimnasia artística y fuera una Nadia Comaneci. Me gustaba pero no para tanto. Aunque le dediqué años, gané un campeonato y recibí una medalla en atletismo, en una carrera posta, mejor dicho, de posta.

Y los años pasaron y fui adolescente. Estudiar y rendir exámenes era un fastidio. Aunque en tercero soñaba con ser abogada; en sexto, profesora de historia, por aquellos cuentos entretenidos, mates por medio, de Daniel el profesor flaco y joven: de las batallas de Artigas y el Reglamento de Tierras, el alambramiento de campos, el viejo Batlle, los caudillos… Después de volver a cursarla lo entendía todo, pero la docencia no era lo mío. Y en esas buscaba qué coño hacer de  mi vida.

La Kodak de rollo, formato 110, la tuve para registrar el viaje de 15, el de los sueños: Bariloche. Los recuerdos familiares, cumpleaños y las reuniones con amigos debían quedar impresos en el álbum. Los negativos me generaban curiosidad. Cuando vi aparecer mi primera imagen en los químicos del laboratorio, supe que la fotografía era mi pasión. Y en esas ando, emperrada día a día en registrar lo que me toca –sensibilidad mediante–, lo que captan mis ojos, la vida cotidiana, sus momentos, el instante preciso. Ahora, con un año más y el recuerdo de aquellos pelos. 


Feria de Tristán Narvaja. Montevideo, 2010. Foto: Iván Franco.


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