sábado, 26 de diciembre de 2015

La suerte está echada

El tipo golpea las manos. Nada. Más fuerte. Nada. Atraviesa la chapa que se ve desde varias cuadras y rechina a la vista de cualquier visitante.
–Buen día– avisa de su presencia.
Nada.
–Buen día– pega el grito, ahora.
A lo lejos medio cuerpo de mameluco azul con manchas negras se asoma.
–Buen día– responde ese cuerpo de voz poco entendible, sin abandonar la conversación con la otra voz más ronca del cuerpo que el tipo no ve.
Ojea el taller. No hay más que hacer mientras espera. Dos, tres, cuatro, cinco minas en bolas lo intimidan desde las paredes blancas entre días y meses que fueron historia. En la de enfrente al portón y de perfil, Chaplin y un niño señalan un Chevrolet del 50 que espera ser atendido y se destaca entre pinzas y tuercas y rulemanes y motores colgados de un guinche por ese verde agua chillón como el portón. Otras máquinas, de los 90 y más modernas, esperan por sus dueños.
La primera quincena de diciembre llegó a su fin. El taller está hasta las manos. El balneario hippie, de dunas, buena pesca, callecitas apenas alumbradas y ranchos sin electricidad y agua de pozo –de puro encanto  para los gringos– lo hace muy tímidamente.
Las voces ríen y prometen seguir haciéndolo.
El tipo, que asusta a primera vista por su tamaño, mira su casio de agujas heredado de su viejo. Pasaron ya más de diez minutos. Nada. Revolea los ojos. Las chicas top siguen mirándolo directamente. Otros diez. Nada. Camina de un lado a otro, cabeza gacha. Las voces vuelven a reír y, por fin, se acercan. El visitante quiere meter unas palabras pero no hay caso. Los cachetes se le inflan y el aire le sale por la boca. Se iría si no fuera  porque el Tite, un viejo amigo pescador con el que se reencontró allí, le dijo la noche anterior (entre vinos y  corvinas) que era el mejor mecánico. Hay sólo dos. Los dos se llaman Cacho, pero éste, el mellado, sabe más de fierros.

–Bueno– contesta recién el cuerpo que hasta ahí había sido invisible para el tipo.
Por primera vez el hombre de mameluco y medio rengo –se da cuenta después– lo mira a los ojos. Y lo escucha. El grandote procede: el Renault le anda bien, pero dos por tres se encapricha y le da por no arrancar. Hace dos o tres meses le hizo un cambio de bomba cuando en el estacionamiento de un supermercado intentó prenderlo durante más de media hora y no hubo forma, hasta que el flaco del servicio automotor le dio un golpe seco con la mano al tanque de nafta y de una arrancó. Cosa de mandinga, se ríe al recordar aquel momento después de horas de trabajo. Si tuviera que cambiar de nuevo la bomba habría que llamar a la capital, si hubiera esperar la encomienda, abrir, meter pinza, operar. En cuatro días terminan sus vacaciones.  Y otra vez tres palos verdes, se muerde los labios. No seguramente cuatro o cinco para un turista en plena temporada. Le suda la frente con sólo pensar que es una posibilidad. Tampoco tiene guita encima para un gasto como ése. El cajero más cercano está a 15 kilómetros, y si el Renault se emperra y lo deja en el medio de la nada… Su mente es un mar de pensamientos.

–No, no– mueve El Cacho la cabeza entre el chasquido de los dientes. Eso no ha de ser la bomba– asegura con cierta certeza y la dificultad de su tono. Explica, mueve las manos, dibuja un motor en el aire, gesticula. Sus palabras se pierden entre el ruido de las motos que andan en la vuelta. El grandote se acerca, afina el oído, frunce la frente y los ojos se le achican. Sigue las manos como pelota de pin-pong. Cada tanto caza una palabra, una frase entrecortada. Apenas alcanza a comprender que seguro es un falso contacto­. Eso le basta para salir en busca de unos mangos, implorando a Dios que la goma esta vez no lo deje tirado. Rutas del Sol no tiene tanta frecuencia aún y esperarla sería una pérdida de tiempo, en el peor de los casos.
A 110 km por la ruta 10 desierta, el sol de frente y 30 grados encima hilvana el cuento del mellado sobre aquel Ford que también se había empecinado en no arrancar y no le daba con la tecla. Pero el Cacho tiene experiencia. Se nota.  Y si fuera así, entonces quizás no hubiera sido necesario aquel cambio de bomba de hace unos meses. Es que a uno que no entiende nada de fierros, te re cagan y ni cuenta te das, le había dicho al Tite. Esta vez saldrá todo bien, se dice en voz alta.
Mientras el auto pasa la tarde en el taller el tipo se hace una siesta, así no piensa. A la 17.00, la hora señalada, vuelve medio resignado.
–Efectivamente era un falso contacto– le dice Cacho. Y algo más que el grandote no entiende, pero ya no importa. Sonríe y suspira.
– ¿Cuánto le debo?
–No, no es nada amigo. Vaya tranquilo.                


El Cacho. Barra de Valizas, Rocha. Diciembre, 2015.

        

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