Son
miles las personas que deambulan por el mundo en busca de una vida mejor.
Muchos escapan de las guerras, otros de las crisis financieras. Para millones
de personas, incluso, la migración es la única esperanza –dice dice la Organización
Internacional para las Migraciones rememorando el Día del Migrante, festejado
el pasado 18 de diciembre– cuando no pierden la vida o desaparecen.
Otros,
los menos quizás, migran simplemente porque el amor toca a sus puertas. A Olga
y Sergio, su bebé, los conocí en enero. La principal avenida se había hecho
peatonal y estaba cercada de sillas a ambos lados. Cuando el sol se refugiaba entre
edificios, los montevideanos se preparaban para el Desfile de Carnaval. Olga no
entendía mucho del acontecimiento, pero sabía que era una fiesta importante,
peculiar. Por eso aprovechó la volada, como tantos vendedores ambulantes, a
vender sus productos que llevaba en una canastita de mimbre: unos perfumadores,
hechos por ella misma, de algodón con aromas a café y canela. Entre que se
acostumbraba al idioma, a las costumbres, a la cultura, se las rebuscaba a su
manera. En ese entonces, Olga hacía un año y medio que vivía en Uruguay, por
ese amor que conoció de estas tierras en alguna parte del globo. Es que la vida
es un cruce, un ida y vuelta, me dijo en un español dificultoso pero audaz,
mientras que Sergio, por momentos, era pura risa.
Olga y Sergio. Montevideo. Enero,
2015.
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