viernes, 26 de febrero de 2016

Agarrate Cata

“Vengan a la fiesta los que lloran
Canten los que aprenden a callar
Suelten como pájaros de fuego blanco
las campanas de la libertad…

Carnaval,
te agradezco por venirme a buscar
brindaremos con la sangre de momo
cada vez que vuelvas carnaval…

Una murga abre los sueños
Muchas voces, sueltan los sueños
El cielo del tablado
las luces de color
y mi pueblo peleándole al dolor…”


Presentación 2005. 
Agarrate Catalina

Tabaré Cardozo, director escénico de Agarrate Catalina. Rural del Prado, Montevideo. Setiembre, 2015.


Aparecieron en las tablas en 2001. No demoraron en adquirir seguidores y fans. Dos años más tarde debutaron en el Carnaval y con el repertorio "Tablado Amateur" accedieron a la liguilla y obtuvieron la mención "Revelación del Carnaval". En 2005, 2006, 2008 y 2011 ganaron el primer premio. Los hermanos Cardozo, y compañía, se hicieron de muchos seguidores con los inolvidables cuplés de "El discurso de Chávez", “La civilización”, “Gente común”, “Las cucarachas”, entre otros. Grabaron discos e hicieron giras por varios países. El verano 2015 no fue el año de La Catalina para subir a los tablados y concursar en el Carnaval. Pero la murga sigue recorriendo países y, en el propio, presentándose en diferentes eventos durante el año. En setiembre, actuó en La Rural del Prado frente a cientos de personas, donde jóvenes, veteranos y no tanto veteranos, hasta niños, bailaron, aplaudieron y halagaron a una de las murgas con más popularidad. Esta noche se presentaron en el Auditorio del SODRE, con el espectáculo “Un día de Julio” que los dejó fuera del Carnaval 2015. A pesar de los pesares, Agarrate Catalina sigue haciendo la suya. Y “como te digo una cosa, te digo la otra”.

jueves, 25 de febrero de 2016

Viaje hacia el mar




Aquella mañana estaba algo nublada y fresca. Pero no perdida. La bandera amarilla alertaba el viento considerable que revolvía las aguas y la imposibilidad de nadar, pero no las zambullidas en las olas y las salpicadas de espuma. Era la del 3 de enero de 2012. Unos pocos adultos–referentes acompañaban a decenas de niños y jóvenes del oeste de Montevideo a la playa Puntas de Sayago. Sonreían como nunca. Es que algunos ni siquiera conocían el mar. Tampoco sabían nadar  o no lo habían hecho en “aguas abiertas”, es decir, en la inmensidad del mar. Por eso nació el programa Agua Pato organizado por varias instituciones gubernamentales y de la sociedad civil, que dos años después llegó también a la playa Ramírez.
En 2009 se realizaron encuestas en las escuelas de la zona buscando la voz de los niños y jóvenes. Es que “hacer un proyecto en el que los niños no estén interesados no vale de nada ni es viable”, me había explicado en aquella oportunidad Beatriz Viera de SOCAT. Yo trabajaba de becaria de comunicación en el Municipio A. En la zona oeste no hay piscinas, las más cercana es en Paso Molino, a donde no todos los niños y las familias tienen acceso. Por eso, ellos mismos pidieron las clases de natación en las olas, al aire libre, aquel viaje hacia el mar, una mañana fuera de rutina con caminatas por la arena, juegos, castillos con piedras. Una especie de recreo escolar en plenas vacaciones. Una oportunidad, además, de conocer otros pibes, hacer amigos. Eso es lo que valoraron Iara y Katty en una confesión tímida. Aprendieron a nadar y ahora, se sienten más seguras en el agua. Pero la frutilla que adornó la torta vino después, cuando Viera soltó la sorpresa: Que el programa, ese año, se cerraría con un campamento en Floresta (Canelones). Los brazos de aquellos niños se extendieron como queriendo tocar el cielo, las piernas saltaron y las sonrisas se hicieron gigantes. Y algunos se abrazaban. Es que la gran mayoría conocía la Floresta de nombre nomás, pero nunca había puesto un pie en la costa de oro. Todo una aventura.

Ayer, en el salón Dorado de la Intendencia de Montevideo, se celebró el quinto aniversario de este proyecto que brindó herramientas de educación y convivencia a decenas de niños y jóvenes. Esa voz que se ignora, que dos por tres, se olvida que también tiene derechos.




Fotos: Playa Puntas de Sayago, Montevideo. Enero, 2012. 

martes, 23 de febrero de 2016

La nueva poli

Con los primeros calores y los arribos de los cruceros, los policías fueron la novedad. Aparecieron en la televisión, los periódicos y los portales de noticias. Es que ahora –desde noviembre del año pasado– son una especie de robots-humanos por los Segway que los motorizaron: unos biciclos eléctricos con los que tan sólo apretan un botón y parados, sin mover un músculo, andan a más por hora que a pie: 40 kilómetros lo máximo. Una mejor forma de patrullar –dicen– y complementar las medidas de vigilancia de las cámaras de cada esquina, para darle más seguridad al turista (no a la vecindad, a los que vivimos todo el año en Ciudad Vieja porque igual nosotros no bajamos de cruceros) y tener, así, la chance de corretear y alcanzar a los pibes chorros, los que no pican como una liebre, que andan en la vuelta y arremeten a los yanquis, brasileros, argentinos, chilenos, gringos y cuanto europeo visita nuestra Montevideo. Y todo bajo control.

Ciudad Vieja, Montevideo. Diciembre, 2015.

sábado, 20 de febrero de 2016

Qué será de aquellos rostros


Ciudad Vieja, Montevideo. 2001.


En estas calles. Era una mañana de sábado de 2001. Yo paseaba con la zenit colgada al cuello con un rollo en blanco y negro –seguro de 36–  como gurisa que viaja por primera vez a Europa. Es que estaba descubriendo los encantos de Montevideo: el centro, sus plazas, La Libertad a ambos lados de la avenida, su amplitud, un comercio atrás del otro y tantas otras cosas que en el interior no existen. No era la primera vez que visitaba la capital (venía desde muy pequeña a visitar a tíos y primos), pero sí tomaba conciencia de que estaba pisando las tierras de tantas batallas que había leído en los libros de Historia. La misma en la que había luchado Artigas, y la misma que había refugiado a mi abuelo gallego que escapó de tantas guerras. La misma donde creció  mi vieja. Y adentrándonos en el barrio histórico, ella me iba enseñando cada cosa: Las construcciones  importantes, el banco tal, el local cual, la panadería donde tía María compraba las exquisiteces, el café Brasilero (el de Galeano), la iglesia San Francisco a la que iba ella porque su colegio –que  ya no existe– hacia pared con pared con los santos, las oficinas en las que trabajo tantos años de administrativa frente a la plaza Zabala, el Mercado del Puerto y tantas otras que las había detenido el tiempo. Y más para acá, en los adentros, pasando la calle Misiones hacia el Hospital Maciel y la escollera, jamás había entrado. Ahí los niños jugaban en las calles. En mi barrio, en el interior, era lo más común. Pero en la capital no, al menos en Malvín, Punta Gorda y Sayago donde vivía mi familia y mi amiga de la infancia que había abandonado el interior a los 7 años. Y en la calle Cerrito, si mi memoria no me traiciona, dos niñas sentadas contra una ventana estaban quietitas. Supe que por estos lares, más allá del turismo que aterrizaba en el lujoso mercado famoso por el medio y medio, había algo de barrio periférico. La pobreza de aquellas niñas y niños se olía y hasta penetraba en la piel de uno. Erizaba (aunque no tanto como diez años después). La basura ocupaba una importante porción del asfalto. A mi vieja la entristecía ver que por las mismas calles que había andado de túnica la miseria amenazaba quedarse en apenas esas cuadras. Lo que jamás imaginé, en ese entonces, que años después, sería también mi barrio. Y que, quizás, esos mismos rostros me los cruzaría. Quizás no. Los busco sin tener éxito. Qué habrá sido de ellos. Qué habrá sido. Qué habrá.


lunes, 15 de febrero de 2016

50 febreros

de Historias simples

“De vez en cuando la vida nos besa en la boca
  y a colores se despliega como un atlas (…)
 De vez en cuando la vida, se nos brinda en cueros
 y nos regala un sueño tan escurridizo
 que hay que andarlo de puntillas
 por no romper el hechizo.
 De vez en cuando la vida, afina con el pincel:
 se nos eriza la piel y faltan palabras
 para nombrar lo que ofrece a los que saben usarla…”

Joan Manuel Serrat

Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Las quiso contener. Lo hizo bien pero, un poquito, le costó. Es que Lourdes es de esas tipas que larga los mocos por una mosca. Esta vez, por tantas emociones juntas. Las que fue acumulando en sus 50. Los que festejó el sábado  juntando, desde hace meses, pesito a pesito. Lourdes es de las tipas que anota en una libretita cada gasto, cada billete, cada centésimo, mes a mes. Cuenta, calcula: cuánto para la comida, cuánto para el boleto, cuánto para darse un gustito muy cada tanto porque el sueldo es una miseria. Pero esta vez, sólo esta vez, fue diferente. Fue el único cumpleaños que festejó para que todos nos divirtiéramos. Ese sábado nos vamos a divertir, decía desde dos meses antes. Nos vamos a divertir, repetía en el pasillo, en el patio, en su casa, en la parada del ómnibus, en el supermercado, con algunos de su trabajo y cada vez que la fecha se acercaba, ansiosa como una quinceañera, haciendo una cruz imaginaria a cada día en el almanaque. Sólo quería que todos nos divirtiéramos.
Y el día llegó. Y nuestro hogar (común) lució como nunca antes, colorido: velas por doquier, centros de mesa, banderines y en una pared, detrás de las tortas (hubo de todos los gustos y tamaños), fotos añejas formaban el 50. Otras se entremezclaron en un audiovisual entre el saludo y las palabras de padres, hermanas, sobrinos, amigos y amigas que son como hermanas, y que traían tanto recuerdo acumulado. Cientos de recuerdos. Ahí es que Lourdes tragó saliva, respiró profundo, apretó los labios, los dientes e intentó de todas las formas posibles, aguantar las lágrimas entre tanta emoción y nostalgia que se le vino encima de aquellos años y tantos buenos momentos. Siempre buenos. Sólo los buenos. Porque, si bien, los malos forman parte de la vida, nos enseñan y de ellos aprendemos sí, para qué recordarlos en una noche tan mágica como esa. Para qué. Entonces Lourdes río, lloró conmovida, pegó gritos de alegría con ese timbre de voz que la hace única –y hasta se lo extraña cuando está ausente–  le sacó brillo a la pista de baile aunque es de portland, chiveó, saltó, se hizo la Elvis cuando arrancaron los holdys (los que suenan siempre en cada Noche de la Nostalgia) que ella misma pidió, y siguió. Rió, rió y rió y hasta destapó lo que reprime por enseñar buenos valores y costumbres. Es que Lourdes es de esas tipas que, cuando sale a tomar una en la rambla, va con los vasitos de requesón en el bolso, el destapador y un repasador. Pero esa noche, la del sábado, se permitió salirse de sus cabales, tirar los tacos y prenderse del pico de alguna rubia y disfrutar y gozar y celebrar los diferentes colores que se han desplegado a lo largo de sus 50 febreros. Así lo hizo saber en las invitaciones que entregó semanas antes. Y así salió todo: A puro color –como ella lo merece porque Lourdes es de esas tipas que se hace querer, que enseña, que está siempre, que nunca baja los brazos– con esa risa tan natural y espontánea en los pómulos, a lo último ya acalambrados, que le delataba lo tremendamente feliz que fue esa noche. Esa noche en la que también nos hizo feliz a todos, y se acumuló, ahora, a aquellos recuerdos y a la memoria –la de ella, la de todos– para siempre.


Lourdes. Febrero, 2016.



jueves, 11 de febrero de 2016

miércoles, 10 de febrero de 2016

lunes, 8 de febrero de 2016

A vuelo de pájaro


Las agujas marcan las 6. El grandote runrunea y se refriega contra la almohada girando hacia la persiana. La serenata lo estimula a salir de entre los sueños. La de los gorriones que posan en el muro de enfrente o en el aparato que cuelga en el exterior de su ventana. No los ve, pero lo sabe. En días en que la gente sale envuelta en lana hasta las narices, sus cantos se disipan en la niebla. Pero adentrándose la primavera, cuando hasta los plátanos reviven, y con estos calores que no dan tregua, suenan cercanos y continuos como contando sus andanzas en las alturas desde donde son íntegros testigos de cómo obreros, bancarios, oficinistas, pichis, pescadores y turistas conviven en un barrio que es pura historia. Como el inmenso edificio que supo tener varias identidades, sobre las ramblas sur y portuaria, que el grandote ve desde su dormitorio.

En tiempos coloniales fue el Fuerte de San José. Cuando se demolió, el acomodado francés Gounouillou, que por torpeza los criollos llamaron Guruyú, fundó allí un muelle y un puerto. Y así se bautizó a esa zona de la Ciudad Vieja que curiosamente no conoce límites. Años después, el español Emilio Reus construyó el majestuoso Hotel Nacional de cuatro pisos, lujosas instalaciones de todo tipo y color –según cuentan– y vista al mar. Pretensiones y pico las del rico empresario en aquella época. Pero la crisis económica de 1890 le jugó una mala pasada a aquellos aires de grandeza dejándolo a mitad de camino. Alguien debía hacerse cargo. Entonces, el Estado lo destinó a sede de varias facultades de la que salieron reconocidos hombres como Vaz Ferreira. Pero, luego, al majestuoso lo detuvo el tiempo y fue quedando entre ruinas y abandono: paredes rajadas, hierros oxidados, maderas podridas.
A comienzos del siglo reaparecieron las expectativas. El empresario griego Tsakos, dueño de muchas inversiones en el país, lo adquirió en un remate. Se decía que su hija María se haría cargo, pero a ella la encontró la muerte y el mamotreto sigue emperrado en no reconstruirse, mientras el grandote lo sueña como gran Galería de Arte moderna con salas de exposiciones y bibliotecas o librerías entre jardines, cafés y una buena vista e imagina cómo serían sus adentros.  

En tanto su destino es puro incierto, obreros se empeñan en un asiento contra la ventana de algún ómnibus que los conducirá a encarar las ocho horas maldiciendo la vida de pobre laburante; algún vagabundo de alma empobrecida busca un boliche de mala muerte; los transas venden droga y arruinan a cuánto pibe se les acerca en la plazoleta que ahora es puro polvo porque en unos meses tendrá otra cara (nuevos bancos, juegos, pasto, vaya a saber qué); y unos pocos zombies se adueñan de las esquinas para darle a la fumata y junear a la gente, mientras un grupete de policías –ahora motorizados– en los alrededores del Mercado del Puerto le prometen a los extranjeros una estadía segura en esta tierra de inmigrantes. Como el italiano que construyó el conventillo a principios del 900 (típico de la época) para hospedar a europeos que huían de las guerras. Una arquitectura de valor testimonial, aunque se tapió por inhabitable. Y gracias a eso, muchas familias marginadas –fustigadas por la crisis de hace catorce años– encontraron su salvación.
Allí, en esas habitaciones, algunas hechas basurero entre tantos niños y bordeadas por un patio común sin techo, se refugian los pastabaseros de profesión rapiñeros o malandras que, dos por tres, puteada va, puteada viene, (hasta) se afanan entre ellos. “Anda a robar como yo, si querés”, desafió a los gritos, una madrugada, una voz ronca que el grandote escuchó seguido de un disparo que hizo temblar a los gorriones que andaban en la vuelta y los vecinos que aún seguían despiertos. Todos se cuidan de ellos que, dos por tres, trepan como gatos muros y azoteas cagándose en laburantes y, más aún, en excursionistas y, a diferencia de los gorriones, andan esquivando las cercas eléctricas. Los gorriones todo lo ven.  


Ahora los chorros planean su próxima “aventura” al norte de la ciudad. Es que hace unos meses en estas calles de baldosas levantadas y montoncitos de soretes, focos blancos a la vista de turistas con cámara al cuello, los vigilan. Los pájaros locos de contentos por el descenso de tantas sirenas que aturden. Bastante ya con las ambulancias que aterrizan en el Maciel con accidentados, mientras los internados luchan para salir del encierro hospitalario y otros, en pleno delirio, intentan saldar tanto sufrimiento. Los gorriones, en cambio, son afortunados: “¡Ta’ la comida!”, les avisa con un grito el grandote, llenándoles el balcón de migas a la hora que el sol está en su punto más alto, cuando ellos no lo hacen adivinar a dónde los lleva el viento.


viernes, 5 de febrero de 2016

La previa

En esas horas en las que el sol no da tregua, los tambores empiezan a sentirse tímidamente. Y todo comienza a aprontarse para la gran fiesta. Las veredas y los patiecitos de las casas de quienes viven sobre las calles Carlos Gardel o Isla de Flores y tienen su lugar asegurado, se van ocupando de sillas, (hasta) sillones y reposeras playeras. En las puertas varios carteles anuncian la entrada al baño, el agua caliente para el mate, cigarros, refrescos, y aunque el calor haga sudar, las tortas fritas (¡qué nunca falten!) especialmente para los extranjeros que aterrizan en nuestras tierras para vivir el carnaval más largo del mundo. Con una buena vista, desde los balcones alquilados, se enamoran. De las bailarinas, las comparsas, el tronar de tambores, el ambiente que se respira. Pura algarabía. 

Calle Isla de Flores, Barrio Sur. Febrero, 2015.

Calle Gardel, Barrio Sur. Febrero, 2015.

miércoles, 3 de febrero de 2016

La fe que mueve las aguas II

“Ahora en la playa Ramírez otra vez el asombro, pero más que nada el entrevero (…) El merchandising religioso convertido en gran feria: velas, la diosa del mar en todas sus estaturas, barquitos de espumaplast (que dicen que matan a los peces, que mueren atragantados) para cargarlos con ofrendas: perfumes, sandías, unas empanadas que uno quisiera robarle a alguna canasta, pulseras, cartas, gente entrando al mar en procesión que parece sincera y miles y miles de observadores”.


Apegé*

Celebración de Iemanjá, ayer, en la playa Ramírez.