Historias simples: Fortín Olmos
A la palangana no le entra más
nada. Está en la pileta de la cocina con ropa en remojo para luego fregar.
Armando se metió tres veces en una piscina con esa ropa. Y hace días que el
pueblo es puro barro. Hace días que en Fortín Olmos no se ve el sol.
– No sabes todo lo que tengo
para lavar – dice Valeria mordiéndose los labios con los dientes, y los ojos
bien grandes. Pero se ríe. Valeria no se toca por esas cosas de la
cotidianeidad. Lavar un par de prendas es insignificante en la vida. Valeria
sabe que hay cosas peores, que se sufren de verdad.
Armando va y viene. Corre.
Aparece con mucha timidez. Apenas puedo cruzar mi vista con la de él. Es la
primera vez que me ve. Desaparece. Se va a su cuarto a los saltos, pero
enseguida vuelve. Me ojea. Se suma al encuentro, intenta armar un avión o una
casa con un montón de fichas rojas, azules, verdes y amarillas de encastre. No
me mira. Se va de nuevo, a su cuarto, a los saltos. Toca el órgano. Me cuentan
que tiene un oído imponente y que se cuelga en cualquier vidriera que tenga
instrumentos y en el taller de música que hace dos veces por semana. Vuelve.
Armando es inquieto.
Valeria y Jimena comentan que hoy
ven los frutos del trabajo. Jimena trabaja con Armando hace un año y dos meses.
Es su maestra de apoyo escolar. Es que 2015 fue un año extremadamente complejo para
él. Pasó de nivel inicial a primaria. Todo un cambio. Cambio de guardapolvo (la
túnica uruguaya), de compañeritos de clase, de maestra, de propuesta de
trabajo, de ritmo. A Armando no le quedó otra que adaptarse a un mundo escolar
nuevo. Para cualquier niño tanto cambio, de golpe porrazo, es un caos, pero
para él más. Es que Armando es especial. Especial por donde se lo mire. Armando
es de esos niños que cuando se le mete algo en la cabeza, no para hasta
lograrlo. Es inteligente, tenaz, exigente con él mismo, ágil. Armando es dulce
y cariñoso. Tanto que cuando uno está con él, apenas un rato, lo contagian esas
ganas de abrazar, tocar a la gente, sentir un mano, sonreír todo el tiempo,
decir un te quiero.
Armando mira la cámara de
fotos. Es inmensa para él. Lo intimida, pero no se esconde aunque le cuesta
relacionarse con la gente, y todo lo que lo saque de la rutina lo
desestabiliza. Armando es puro amor.
De bebé era tranquilo. Se dormía todo. Vale –Valeria me da la confianza para
disminuir su nombre– nunca supo lo que es desvelarse por las noches. Armando
era sanito, gordito y cachetudo. Iba a control como cualquier bebé y todo
parecía estar bien. Sus primeros pasos fueron en putitas de pie. Andaba por
toda la casa abriendo y cerrando puertas de todo placar o mueble que estuviera
a su alcance. Como Daniel el travieso. No se reía casi. Y por eso aparentaba
heredar el carácter particular del bisabuelo. Pero no devolvía las miradas y, a
veces, parecía no escuchar. Al año mostraba habilidades poco comunes en otros
niños. Cualquier juego de encastre que agarraban sus manos lo armaba en un
segundo, por color y de menor a mayor. A los dos años Armando no emitía palabra
alguna y seguía sin enfrentarse a los ojos de sus padres, sus abuelos, de
cualquiera. Vale buscaba la forma que lo mirara, pero no había caso. Sus ojos
se perdían en algún punto del espacio, en la nada. Ahí empezaron las
preocupaciones y las idas y venidas al fonoaudiólogo. Estudios y exámenes en
Reconquista que demoraban meses, posibilidades de diagnósticos varios como una
mínima sordera, evaluaciones en una escuela especial y los etcéteras se
hicieron eternos para Vale que a esa altura era “la loca”, pero la única que se
percataba que Armando era diferente a cualquier niño de dos años.
Mientras esperaban turno para ser
atendido por la fonoaudióloga de Rosario, quien finalmente dio con la tecla, Armando fue evaluado en una escuela especial.
Ahí Vale supo con certeza que las conductas de su hijo no eran apropiadas, pero
los maestros no estaban capacitados para dar un diagnóstico. Su desesperación crecía.
Se sentía “entre la pampa y la vía”. Y finalmente llegó el día. Ése que quedó
estampado en su memoria. La especialista de Rosario fue tajante:
– Yo no tengo duda que tu hijo
tiene autismo, pero lo tengo que ver– le dijo.
Vale ni siquiera quedó en shock.
No le pasó nada en ese momento. Ni bueno ni malo. Nada. Ni una reacción. Recién
cuando llegó a la casa, horas después, le cayó la ficha que aquel diagnóstico
le cambiaría la vida. Cuando lo cuenta se ríe. Vale siempre tiene en su rostro
una sonrisa amplia. Siempre. Entonces descubro que Armando heredó su sonrisa. Y
ahora me mira. Me mira y se acerca, se acuesta en el sillón a mi lado. Le
propongo apoyar su cabezita en mis piernas. Me devuelve una sonrisa que me hace
pensar que el Ratón Pérez anduvo en la vuelta, y lo hace. Se me eriza la piel y
me derrito como su mamá y su maestra.
La fonoaudióloga no estaba
equivocada. Vale no entendía cómo era posible si su sobrino era autista, y sin
embargo, tan distinto a su hijo. Pero no tenía muchas opciones:
–O te pones a llorar y tu vida
se derrumba y tu hijo se queda sin posibilidades de nada, o llorás todo lo que
tengas que llorar, pataleás, puteás y mañana te levántatas y te pones a
trabajar para tu hijo– fueron las palabras exactas de la especialista que hasta
hoy a Vale le resuenan en la cabeza. Por eso optó por la segunda opción. Vale
levantó los brazos, sacó fuerzas de no sabe dónde y encaró.
Clasificó todos los juguetes de
Armando, los guardo en cajas diferentes con su dibujo correspondiente, a una
altura a la que él no llegara. Armando debía pedir el juguete mirando a los
ojos. Todo un desafío. Después venía la palabra, si quería un lápiz y él lograba
decir al menos “la”, el trabajo de hormiguita daba resultados.
38, 39, 40… Armando está, ahora,
en la mesa contando números que ve en un libro, y señala. Es que en la escuela
está aprendiendo el valor de los billetes, me explica Jime.
– Los primeros tiempos fueron terribles–
dice Vale sin abandonar su sonrisa.
Es que ella no sabía qué le
pasaba a Armando cuando lloraba. No podía saber ni siquiera cuándo tenía hambre
o si algo le dolía. Armando no podía expresar sus sentimientos ni sabía
relacionar el concepto de una palabra con el objeto, o cuándo se tiene sed, o
que la panza es la panza y el pelo es pelo. Tampoco toleraba los ruidos, ni los
lugares con mucha gente, ni que lo tocaran. Entonces corría, corría. Corría.
En los cumpleaños pegaba,
pellizcaba, se apartaba cuando soplaban la vela–cuenta Vale con las manos en el
aire– y ella se iba llorando. Pero cualquier
cumpleaños era la oportunidad para que Armando estuviera con niños, sociabilizara,
y lo más difícil, que el mundo se adaptara a él. Ahora Armando ama ir a los
cumpleaños, festejar el suyo, estar rodeado de gente, romper la piñata, meterse
en el pelotero… Y cuando ve a unos de
sus compañeros pegando, Armando pone orden. Y Vale, ahora, valora que el autismo le revolucionó
la vida, pero gracias a eso es otra persona.
– Veo la vida de otra manera,
veo las cosas y las personas de otra manera. Si hubiera tenido un nene sin
nada, hubiese sido una persona más en el mundo. Hoy me siento mejor persona–
confiesa con una sonrisa más amplia que irradia una energía especial.
El orden de las cosas es
distinto para Vale. Antes vivía preocupada por tener una casa, mejorar en lo
profesional. Ahora una simple mirada de Armando es lo más importante que le
puede pasar. Una sonrisa de Armando le
llena el alma. Que suelte una “palabrita” la hace inmensamente feliz, que se
identifique, se relacione, y sobre,
todo, se hace entender y es cómplice conmigo, dice cuando Armando viene y le da
otro abrazo y se la queda admirando.
–Culín, culín, culín– le dice
Vale a Armando a los cantos. Él ríe porque reconoce que ése es uno de los
tantos apodos que su mamá le ha puesto. Quizás el que más le gusta.
Vale andaba por la vida sin
mirar a las demás personas. Ahora se da cuenta que está en el proceso de ayudar
a otros papás que transitan por ese camino. “Te conoces con gente que entienden,
que hablan el mismo lenguaje, ya sea con autismo u otra discapacidad, pero te
entendés”, dice. “Y vemos a otros chicos
con otras patologías y es normal para nosotros que antes pasaba desapercibido,
entonces te hace más humano, te hace valorar cada día lo mínimo que vos tenés y
lo mínimo que vas logrando”, detalla cuando ya salió la luna y se hizo la noche
y miramos fotos que documentan que los cachetes inflados Armando los conserva
desde que era bebé. Armando viene, se me acerca, y se sienta en mi falda. Se
va, clava los ojos en la televisión que él mismo prendió. Vuelve. Me mira, me
pide upa. Jimena y Valeria no dejan de sorprenderse. Armando jamás se relacionó
tan rápido con alguien. Somos cómplices. Armando ya es mi amigo. El más
especial de todos.
Valeria y Armando. Abril, 2016.