jueves, 2 de octubre de 2014

CIUDADANA, con mayúscula

Estela no deja de sonreír. La culpa la tiene Guido.

Estela nació en 1930. Se crió con dictaduras decisivas y permanentes. Votaban los que tenían que votar. En ese tiempo, las mujeres no. Y siempre, una pequeña minoría de la sociedad, de poder económico, era feliz con la dictadura cívico-militar porque sus deseos se cumplían. Esa minoría, pensaba en sus bolsillos. Jamás en el pueblo.




Estela fue una niña criada en un hogar de clase media con mucho amor, pero engañada. La querían convencer de que la dictadura era mejor, que el gobierno constitucional no servía. Pero Estela era directora en una escuela y todos los días veía a las maestras llorando. A toda hora acribillaban a jóvenes y arrastraban sus cadáveres para que no aparecieran nunca. O dejaban niños abandonados, cuando no los hacían desparecer, también. Entonces, Estela le decía a Laura que la iban a matar, que tenía que irse del país. Pero Laura, que aún no tenía 20 años, estaba, cada vez más, comprometida políticamente. Le explicaba a su madre que no se iba a ir porque su proyecto estaba en el país, y que si la sacaban volvería. “Nadie quiere morir. Todos tenemos un proyecto de vida, y (quizás) miles de nosotros vamos a morir, pero nuestra muerte no va a ser en vano”, le repetía Laura. Estela insistía, que por qué no iba a cuidar chiquitos. Laura se reía. “Mamá eso no sirve, es un remiendo”.  Y, entre otras cosas, argumentaba que no debían existir papás y mamás sin trabajo, sin techo, sin acceso a la dignidad para criar a sus hijos. Y que por eso seguían luchando. Las palabras de su hija le quedaron tan grabadas que por eso va a “seguir yendo a Abuelas todos los días, a la hora que sea” y va “a trabajar” en su casa “sábados y domingos” para seguir encontrando a centenares de nietos, aún desaparecidos, de sus “hermanas” que luchan como ella y “no quieren morirse sin abrazarlos”.




Estela, aquella señora “burguesa” y “confundida”, aprendió de sus hijos que “uno hace cosas que creen que hay que hacer, pero, a veces, no es suficiente”. Siempre rogando a Dios que ellos volvieran. Eso no sucedió. Un día Laura no llamó, no escribió. Y desde ahí su vida fue otra. “No hay que asombrarse de eso”, dijo Estela con su voz tan apacible. “Qué madre no busca a un hijo cuando no vuelve. Así fuera a un baile, a una fiesta. Mira el reloj, espera, y sale y busca. Lo que he hecho es lo lógico”. La inspiró el amor a su hija, ese nieto que buscó incansablemente, que como le dijo Laura, no fue en vano. 




Estela se siente más joven. Pues “qué horrible hubiese sido quedarme en mi casa llorando, sin hacer nada. Qué bueno es poder envejecer haciendo, no para uno, sino para el otro. Abuelas no soy yo sola, son mis amigas, mis hermanas”. Una asociación de mujeres en la misma búsqueda, todas juntas, más allá de la religión y el nivel social y cultural, sin que el dolor de la desaparición de sus nietos las disuelva.  






Y seguirán en la lucha, aunque usen bastón o caminen más despacio, porque el bastón “es de caminar no sólo en la Plaza de Mayo, en el mundo. Es de no arrodillarnos nunca” porque “antes el bastón que caer de rodillas para negociar la libertad de nuestros hijos”. En la sala de la Asociación Latinoamericana de Integración sonaron aplausos interminables. Y con su testimonio culminó la ceremonia en la que se la nombró primera Ciudadana Ilustre de América Latina. Siempre intolerable ante la injusticia. Estela sonreía, gracias a Guido.

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