El sol ya no pica tanto. Si uno lo mira, en lo aparente del cielo infinito, a través de los lentes, hasta se le puede hacer frente. Los
calores intensos viajan a otro hemisferio, las tardecitas y las mañanas se
vuelven frescas. Apenas frescas. Alcanza con un abrigo liviano para no dejar
erizar la piel. Pero nada de andar hinchados como en invierno pareciéndonos rechonchos
de tantas vestiduras y bufandas y guantes y gorros que dejan casi visibles los
ojos. No, el otoño es otra cosa. En otoño las noches les roban horas a los
días. Entonces el astro rey calienta lo suficiente y al andar, aquella
sensación asfixiante de poco aire nos da respiro. Todo parece más sencillo. La
naturaleza adopta matices cálidos y tonalidades cromáticas: los verdes se hacen
amarillos, los amarillos ocres, los ocres naranjos suaves e intensos que se
vuelven rojizos (como si fuera un juego). Pero los naranjos priman por tantas
hojas que caducan. Caducan. Como tantas cosas en la vida. Pero el otoño, al
decir de Mario, no tiene “ni turbas ni dramáticas visiones”. “Digamos que en la
paz está la clave del ocio saludable y compartido porque el otoño es eso: vida
suave”*. ¿Será por eso que me gusta tanto?
Lago
del Parque Rodó. Abril, 2011.
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*Mario Benedetti. De Testigo de uno mismo, su último libro.
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