En el Mes de la Mujer
Artistas
de la música uruguaya.
Voces
femeninas X
Erika Büsch
Dulce corazón del canto
(edición
especial)
Un golpe seco. Vibré. Quinto piso. El ascensor se detuvo enfrente. Del
otro lado, su sonrisa me anunció que a la entrevista la acompañaría un té con
azúcar rubia. Es que para ella, la comida compone el cuerpo y significa lo que uno
es, y eso “no es cosa menor”. Por eso selecciona cada alimento con cuidado, sustituye
las harinas por lo integral y consume abundante fruta y verdura.
La loza floreada delataba varias generaciones. Como el apartamento, “un
construir costoso” que sus abuelos maternos dejaron para sus tres nietos:
Amelia, la poeta y bailarina de flamenco; Federico, el mago, el bohemio y el
más pequeño y Erika, la mayor, la de voz suave y delicada y ese canto capaz de
tocar almas. La propiedad de la loza, que sostenía meticulosamente, quedó
revelada. Y más aún el valor de preservar lo que a sus abuelos “les costó tanto
sacrificio”.
El arte y la cultura fueron, siempre, puntos fuertes en la familia. Aunque
su mamá, “el cable a tierra”, es maestra y psicóloga. Su papá, artista
plástico, pintor y escultor. El mayor referente en su vida. “‘Los Büsch son
cinco: cuatro artistas y una que trabaja’”, suelta con la segunda sonrisa, ya
carcajada, al recordar cuando un amigo de la familia, los presentaba.
Desde el 22 de octubre de 1974, que nació la primera hija, rubiecita y
de ojos claros, el matrimonio compartía el edificio con los abuelos maternos,
tres pisos más abajo. Allí Erika vivió parte de su infancia. Y allí, también,
escuchó los primeros acordes del piano que deslizaban los dedos finos de su madre
y le fueron agudizando el oído. El gran sello de su vida.
La había visto días antes. Un recital íntimo y acústico en un boliche pitucón
de Punta Carretas. Pero esa vez, contra el ventanal vertical de cara a la
principal avenida montevideana, sin maquillaje y vestida entre casa (vaquero
oscuro y buzo rojo de lana), parecíamos dos amigas, casi íntimas, sumergidas en
cuanto cuento le trajo la memoria: Los veranos inolvidables de la infancia en
la casa de Piriápolis de los abuelos maternos donde afianzó su vínculo con la
música y, decidió, de chiquita nomás, dedicarse a ella; las peripecias de
adolescencia y, más acá en el tiempo, algunas experiencias de una vida más
madura que a veces imaginó, obviando cada tanto, la Erika que sube al escenario
e intenta llegar al público con sus dones artísticos.
“Lo más lindo eran lo ’famosos shows’”. En las reuniones de adultos, Büsch
ordenaba a los niños ir a jugar a otra habitación, “porque los niños jorobaban
¿viste?”, me aclara simulando con los índices dos paréntesis. “Buscábamos
silvapenes, hojas, títeres”. Tela que había se agarraba y preparaban un
espectáculo. Al terminar la reunión, los pequeños (sus hermanos, ella y los
amigos) presentaban la obra disfrazados. “Salía cualquier cosa”, le dice su
recuerdo en el viaje del tiempo que la lleva hasta sus 6 años. Y los asaditos
en el fondo de la casa del balneario fernandino y los juegos en la vereda,
impensables en Montevideo, la playa, los castillos en la arena, las escaladas al Cerro del Toro… Todo una “maravilla”.
Hace una pausa. El viaje sigue. La memoria le trae más imágenes de
aquellos años. Es como si quisiera estancarse ahí por siempre o volver a ellos.
“Las caminatas al San Antonio, andar en bicicleta por la rambla”. Y su mirada
se clava en el ventanal. Ni siquiera pestañea. Pero aún faltaba lo mejor. A los 12 años, Erika iba a vivir uno
de los acontecimientos “más importante” de su vida.
Nombra a los hermanos Estrada como si yo los conociese. Tocaban un
repertorio amplísimo uruguayo en una galería de Piriápolis. Y un día llegó Manolo, un gallego de Málaga. Erika
enloqueció con él. Le trajo la música de Joaquín Sabina. Ese español de
voz rasposa del que en Uruguay, aún, no había disco alguno. Manolo era su
fascinación. Sabía sus canciones más, quizás, que lo que aprendía en la escuela.
Con ellas se hizo un cancionero, y a cada hoja le dibujaba un instrumento. Manolo influyó en su decisión: La de
dedicarse a la música, claro.
Silvio Rodríguez, fue otro referente. Y lo sigue siendo. “Con la guitarra de Manolo quería tocar como Silvio”, aprieta
los labios y piensa en aquello que, para ella, era una locura.
Pero no terminó ahí la cosa. Las huellas musicales se profundizaron más
aún, cuando otro verano en Piriápolis apareció aquel hombre de postura firme, gabardina
negra, zapatos bien lustrosos haciendo juego y pelo engominado. Era Alfredo. Alfredo
Zitarrosa. Esa vez sin guitarra. Visitaba un comité, justo cerca de la casa de
los abuelos de la pequeña que decía: “¡Ah,
el que canta “No te olvides del
pago”! Es que sus canciones ocupaban buena parte de la biblioteca
discográfica de sus padres. Erika las conocía más que cualquier niño de su
edad.
La gente pedía a gritos que cantara. Ella,
que a esa altura ya no era tan niña, se sentó en el piso frente a él con las
piernas cruzadas. Sus amigos le rogaban jugar a la mancha. Pero no había caso,
nadie la movió de allí. Alfredo cantó a capela. Su voz grave le puso la piel de
gallina. Nunca más la olvidó. “Entraba
en mí como el retumbar de los tambores”. Se ríe nuevamente, ahora sutilmente.
El sueño del pibe estaba casi cumplido.
A la vuelta de aquel verano, comenzó los estudios artísticos en la
Escuela Nacional de Danza. Aprendió danza, balambo y chamarrita. Pero lo suyo
era el canto. Evoca el piano nuevamente. En tiempos de su abuela estaba allí,
en la habitación donde me revelaba tanta intimidad. Lo tocaba de oído, aunque a veces no la dejaban. Para no despertar al
abuelo de la siesta. Es que el gusto por la música, jugó un papel
preponderante ya desde jardinera. María
Elena Walsh, “Ruidos y ruiditos” de
Yudith Akoschky, “Canciones para no
dormir la siesta”, sonaban en la escuela y en su casa, junto a los
“infantables” discos de canto popular uruguayo. En los almuerzos la música
marcaba siempre el ambiente. “Papá, que nos hacía cantar a mi hermana y a mí, cuando éramos chiquitas,
en todas las reuniones”, narra. Es que todo lo que les gustara a
los pequeños Büsch, era estimulado.
Así fue que Erika, a los 18 años subió por primera vez a un escenario.
Cantó sus primeras composiciones e interpretó las de sus referentes. Exigente
consigo misma, fue buscando y creando su propio producto, aprovechando cuanta
herramienta se le ponía en el camino que le permitiera crecer. Fue en esa
búsqueda que descubrió que “la vida es
una gran universidad”, a pesar de algún obstáculos
que se cruza en el camino, pero que
favorecen en algún sentido, y “descubrís un potencial que no sabías que tenías”.
No puedo evitar preguntarle qué siente cuanto está arriba del escenario.
“Aunque hayan dos personas, es divino,
te comunicas de una forma imponente. Se da algo muy fuerte”, asegura. “Cuando
estoy componiendo me emociono, pero cuando la canción deja de ser mía y pasa a
ser de todo el mundo, pa’…”. Otra vez su mirada se hunde en la nada. Su
mano reposa sobre su pecho y los ojos le brillaban. “La gente entra en
sintonía y te devuelve ese amor”, agrega mirando el ventanal.
Hay muchos temas que a Erika la sensibilizan. Por eso siempre está al
alpiste de la vida cotidiana. Observa, siente, piensa y, composiciones mediante
que pasan por varios géneros musicales, expresa luego en el escenario. Es de
las que no lleva la libretita de anotaciones en su cartera. Más bien, las ideas
la “asaltan” y ella las conecta a su antena, siempre, encendida. Dice que los
géneros son distintas formas de abordar el lenguaje y diferentes maneras de
comunicar, un simple recurso expresivo
que no interesa encasillar. Lo mismo da
si es bossa nova, folklore, milonga o tango, mientras sensibilice a la gente.
A través de Vera Sienra conoció a Numa Moraes. Con quien aprendió mucho,
luego de dos años de producción musical.
El disco “Por el gusto de cantar” los llevó a una gira por todo el país y
Canadá. Algo muy fuerte para Büsch padre. Nunca imaginó que aquel cantor de 20 años que veía en varios
espectáculos salteños, cantara con su hija que en ese entonces no era nacida.
La otra faceta
A los 16 años Erika tuvo su primera guitarra. Además de componer, era
docente de música. Sí. El último timbre del liceo marcaba la entrada al jardín
para contactar a los más chiquitos con los primeros acordes. Los niños fueron siempre
su debilidad. Su primer trabajo fue de baby sister. Y con el fin de unir sus
dos pasiones –acercarse a la música a través de la animación infantil– los
fines de semana, animaba cumpleaños con una amiga. Así nació “Tungaita”, nombre
que extrajeron de una canción que suena “tun tunpinga tun gaita…” canta.
Su voz apacible resuena en la habitación, la misma en la que su madre tocaba el
piano, mientras la tetera se va vaciando y a los limones ya no le queda jugo.
“Supimos divertirnos
varios años. Los niños tocaban los instrumentos y hacíamos juegos. Era una propuesta re interactiva”. Se emociona cuando relata
que se ha cruzado con padres que le recuerdan aquel cumpleaños de su hijo que
animó. Algo “accidental”, dice. Es que nunca pensó ser profesora de música ni,
mucho menos, descubrir “ese mundo maravilloso” de vivir por y para la
música.
Actualmente [2011], los lunes y martes, en el mismo salón donde me
envuelve con sus cuentos, desarrolla “Tu Canción”, un taller para padres e
hijos. Desde bebés de 7 meses hasta niños de 5 años. Es importante, indica,
estimular a los niños en
distintas áreas. A los 7 meses comienza
a absorber su entorno y a los 2
años está en plena etapa de construir su esquema corporal. Son edades en que
los niños integran la música, el movimiento, el baile, el canto, el gusto por
las cosas. Por eso a Erika le fascinan. Pero la laboral relacionada a lo
infantil no quedó ahí. “Aserrín
Aserrán las canciones de la abuela” fue uno de los discos que grabó para Estados
Unidos, Argentina y México (en Uruguay no se editó). “Antón
Pirulero” y “Rondas infantiles”
completaron el tríptico.
Vivir de la música en Uruguay no es nada fácil. Ni valorado, piensa. Para Erika siempre está presente la
desvalorización que, a su vez, es apoyada por los medios de comunicación que crean
el concepto de “estrella”.
“A veces la gente piensa: ‘qué va hacer este
flaco que vive a la vuelta de la esquina’. Pero si te ven en la televisión ya
cambia. Somos un país chico y el uruguayo de por sí –y me incluyo–, tiene el
autoestima baja”. Mira a Jorge
Drexler, dice. “Cuando sacó su primer disco “Radar” nadie lo conocía. Vino [Joaquín]
Sabina, lo llevó a España y en seis meses llenó el [ex] Cine Plaza”. Al
uruguayo le cuesta confiar en el producto que nuestro país tiene, afirma
la cantante. Piensa que si es
sostenido por una marca reconocida, [para el uruguayo] vale más. O si el
exterior lo toma, también. Pero lo importante para ella no es mirar para afuera
sino trabajar para adentro.
Profundos sentimientos
Con sólo saber que a la gente le llegan las canciones, Erika ya es
feliz. El individualismo y el sufrimiento humano son temas que tocan su corazón
constantemente. Los procesa en su alma, los trabaja, los escribe, les pone
música y, finalmente, los lleva al escenario. Le resulta “muy fuerte” saber que una de sus canciones movilizan
a la personas. “A veces
veo la necesidad que la gente mayor tiene de hablar, que lo único que necesita
es una persona que lo escuche. Veo eso y me surge la necesidad de escribir”.
La naturaleza es uno de sus puntos débiles porque “es nuestra madre”. Su disco “Ofrendas de Barro” lo trasmite. “Son las ofrendas que uno toma de la
Pachamama, la madre tierra”. "Cuando veo el daño que le hacemos
permanentemente, lo vivo como si me dañaran a mí”.
Adora la autenticidad. Y ver que la gente es plena con lo que realiza,
sin importar si es abogado o plomero, la
hace feliz. “Si lo haces con amor está
bárbaro”. Porque “la labor de cada uno es encontrar su propia misión y
hacerlo desde el mejor lugar. En eso
consiste el éxito”, reafirma. Se considera una obrera del espíritu: “Mi misión en la vida es componer y cantar
canciones para mí y para la
gente. Me gusta estar feliz con lo que hago porque si lo estoy puedo también
ayudar a la gente a buscar su
felicidad”.
Manolo había quedado muy atrás en su memoria y en el aparato que registraba
su voz. Fue en ese mismísimo instante que recordó, casi
sin querer, el día que el gallego la vio cantar de grande. Ella le dijo: “Viste que seguí”. Y soltó una
sonrisa pícara, seguramente la que le mostró a él y la que traía consigo desde
pequeña, aquellos veranos en Piriápolis, mientras miraba cómo el sol se iba escondiendo
detrás de los edificios céntricos detrás del ventanal, esa tarde de julio de
2011, inusualmente calurosa .
En la 37a. edición de la Feria Internacional del Libro, en la Intendencia de
Montevideo. Octubre, 2014.
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