Sus visitantes
Punta del Diablo: El pueblo que
todo extranjero conoce, casi obligatoriamente, de pasada por el pequeño país de
poco más de tres millones de habitantes, y que alberga a tantos uruguayos enamorados del paraíso rochense. Ése
que (aún) no tiene plazas, ni bancos, ni cajeros automáticos, ni cyber’s, ni boutiques
glamourosas de ropa importada y
marcas multinacionales. Tan sólo un par de supermercados. Uno sólo abre sus
puertas durante el año; los demás juntan polvo y acumulan olor a encierro, esperando
el verano.
Las
calles, ninguna de asfalto, ni siquiera están bautizadas. Cuando uno pregunta cómo
llegar a cierto lugar, el pueblerino indica la iglesia o la farmacia, y de ahí tantas cuadras para arriba, para el sur o el norte.
Y
tantas visitas, de distintas partes del mundo, lo han transformado en el pueblo cool. Los ranchos lucen, hace tiempo,
colores vivos que contrastan entre sí, y le ofrecen al turista aire
acondicionado y televisión por cable por si al verano le da por salir
lluvioso. Más allá, hacia el monte, se ve alguna cabaña de madera perdida entre
eucaliptos y mansiones con grandes ventanales y paredes de piedra típicos de la
arquitectura minimalista –la mayoría con grandes piscinas– que se edifican (cada
vez más) durante el invierno. Es que construir (esas edificaciones y de la más
sencillas para quien tiene un bolsillo más modesto) se ha convertido en negocio
lucrativo. Y cada verano Punta del Diablo ofrece más alquileres, más restaurantes,
más pub’s y posadas, y el encuentro de emigrantes hechizados por ése pueblo que
ofrece la paz y tranquilidad de una vida mística y hippie en pleno contacto con
la naturaleza. Aunque la identidad del pueblo sigue en pie: las barcas en la
playa de los botes mantiene la esencia de pueblo pesquero. Ese viaje al mar que,
sin embargo, muchas personas del interior profundo quizás ignoran. Y siguen
esperando veranos para tener la dicha de que la suerte golpee su puerta. Y sí,
todos esperan el verano. Punta del Diablo también.
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