domingo, 22 de febrero de 2015

El vecindario

Las tardecitas de verano, ésas de temperaturas que apenas dejan respirar, cuando el sol rebota en las paredes poco antes de esconderse detrás del mar, las vecinas salen a los balcones o a las veredas cuando no lo tienen. Pero qué importa si poseen el privilegio de vivir en esas casas –aunque arrumbadas– casi frente a la bahía. Y ahí matan el tiempo chusmeando la vecindad: quienes salen a la eterna espera, por ser domingo, del ómnibus para algún paseo en la otra punta de la ciudad; los pescadores dispuestos a pasar la noche en las escollera por si la suerte está con ellos y les trae roncaderas, burriquetas o una buena corvina negra; los enfermeros del Maciel que aguardan la primera línea que los deje más cerca del tan deseado colchón luego de ocho horas (o más) nocturnas; las madres que, termo y mate bajo el brazo, salen a tomar el poco aire y a hamacar a sus pequeños, o los niños que disputan la pelota (los que no se enceguecen con los play station o los juegos de estas eras modernas, celular mediante), en alguna de las canchitas; los perros que se amontonan olfateando rincones para disparar el chorro que hace horas vienen aguantando por culpa de esos apartamentos donde simulan ser felices con sus dueños,  los veteranos que se van aprontando desde temprano para ese asadito tan deseado… Y, entonces, los mediotanque avivan el fuego mientras la luna se asoma tímidamente y cae la noche, el aire se hace fresco y todo parece estar en sintonía.

Ciudad Vieja. Montevideo, 2014.

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