Las tardecitas de verano, ésas
de temperaturas que apenas dejan respirar, cuando el sol rebota en las paredes poco
antes de esconderse detrás del mar, las vecinas salen a los balcones o a las
veredas cuando no lo tienen. Pero qué importa si poseen el privilegio de vivir
en esas casas –aunque arrumbadas– casi frente a la bahía. Y ahí matan el tiempo
chusmeando la vecindad: quienes salen a la eterna espera, por ser domingo, del
ómnibus para algún paseo en la otra punta de la ciudad; los pescadores
dispuestos a pasar la noche en las escollera por si la suerte está con ellos y les
trae roncaderas, burriquetas o una buena corvina negra; los enfermeros del
Maciel que aguardan la primera línea que los deje más cerca del tan deseado
colchón luego de ocho horas (o más) nocturnas; las madres que, termo y mate
bajo el brazo, salen a tomar el poco aire y a hamacar a sus pequeños, o los
niños que disputan la pelota (los que no se enceguecen con los play station o los juegos de estas eras
modernas, celular mediante), en alguna de las canchitas; los perros que se
amontonan olfateando rincones para disparar el chorro que hace horas vienen
aguantando por culpa de esos apartamentos donde simulan ser felices con sus
dueños, los veteranos que se van aprontando
desde temprano para ese asadito tan deseado… Y, entonces, los mediotanque avivan
el fuego mientras la luna se asoma tímidamente y cae la noche, el aire se hace
fresco y todo parece estar en sintonía.
Ciudad Vieja. Montevideo, 2014. |
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