Figuritas del barrio (I)
Ciudad Vieja, Montevideo. Mayo, 2014.
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La cuadra despierta. La
jornada empieza. El destino es Ciudad Vieja, pero también el comienzo del
recorrido de las tantas líneas de ómnibus que, a las 08.00, pasan uno tras otro.
No el que uno espera. Ése demora una ilusoria eternidad. Cosa de mandinga. El
kiosko abre sus ventanas para calmar los vicios de los pasajeros (chicles,
puchos, refrescos): laburantes que esperan en fila india el ómnibus que los
llevara a las tediosas ochos horas ("...el trabajo es algo digno de odiar", canta Fernando Cabrera). La doña es testigo del constante
movimiento. La plaza, frente a su balcón, acoge a obreros, mendigos y algunos
vecinos que tranzan o hacen de las suyas. “Buen día”, saluda amablemente, exhalando
el humo del primer cigarro en el balcón, pero seguro, no del día. Ni haciéndose
el distraído se zafa de responderle.
Al mediodía, oficinistas
van y vienen, enfermeros del Maciel hacen una media hora fugaz frente a ella y
los vecinos pasean el perro. La doña, exhala a esa altura, su décimo quinto
cigarro. Cuando el sol se esconde detrás de la playa de contenedores, la parada
revive y a la vecina se le atraviesa el pensamiento de agrandar el kiosko, su
mejor negocio hasta ahora. Los
enfermeros pegan la vuelta a la otra punta de la ciudad, los del barrio llegan.
Y la vecina termina la segunda caja, al alpiste de
toda la vecindad, fuma que te fuma.
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