Tu imagen reaparece. Hace tiempo que no te pienso, pero no vayas a creer
que te olvidé. Jamás lo haría. Me fastidia recordarte siempre por esa maldita
enfermedad. Mi memoria tiene que esforzarse para traerme tu retrato sano, de
paso firme, voz lúcida y sonrisa espléndida como cuando me llevabas a las
hamacas de alguna plaza, cuando mi pelo se ajustaba con dos colitas y usaba delantal
rosado a cuadros.
Llegué temprano a la Zitarrosa para ver a un sexteto que homenajeó a
Aníbal Trolio por sus cien años. Para matar
el tiempo me tomé un liso en un boliche. Maldecí el momento en que giré la
cabeza. Al final de la barra, contra la pared, vi a ese tipo comiendo con un
temblor que le producía un aspecto desgraciado y le delataba un perverso
parkinson. La mierda. Fue como verte a vos cuando te pinchabas con el tenedor
al comer o te cortabas con la afeitadora.
Los ojos del tipo se me cruzaron. Sentí dolor, rabia e impotencia cómo
tantas veces al verte sentado en la silla azul de plástico, la única que
aguantó tu cuerpo sin motricidad, los últimos cinco años. Salvo las horas en
cama, pasabas en ella, frente al televisor, esperando tan sólo que los días
pasaran, esperando, quizás, la muerte para no verte (y que no te viéramos) más
así. Ahora necesito olvidarte en ese estado.
Con la mente en blanco y la mirada perdida en la alcohólica espuma,
recordé aquel día en que increíblemente el sol resplandecía luego de tantos días de
intensas lluvias, como si vos lo hubieras traído con tu alegría. La tarde
empezaba. Mientras los oficinistas volvían a sus escritorios de la media hora,
las chicas de los comercios mostraban su mejor sonrisa a los clientes, los
enfermeros del Maciel fumaban para descargar penas y alguna vecina paseaba su
perro, yo te esperaba frente a la parada del ómnibus, en el hall de mi
edificio, ansiosa y cansada. Había madrugado para cocinarte algo sencillo y
rico a tu paladar; si perdía mucho tiempo, te ibas enojar, por boludo nomás,
por pensar que me robabas el tiempo. Te sorprendía con un menú, de esos que
brillan por la ausencia en el recetario de la vieja. Bueno, convengamos que
ella nunca salió de lo clásico. Y en eso salí a ella, pero esta vez, sabía que
te ibas a chupar los dedos.
Un 169 con destino a Instrucciones, un 125 al Cerro, un 60, un 79, un
180. Qué eternidad. Un 14 y un 121, ambos a Pocitos, otro 60 y vos nada. Hasta
que por fin reconocí tus zapatos bajando de un 188 que tomaste en Tres Cruces,
recién llegado de Maldonado. Cuando el ómnibus pasó, divisabas mi mano en alto.
Nuestras miradas y sonrisas se encontraban. Cruzabas ágil como nunca y en un
apretado y largo abrazo me decías que estabas contento de verme, y subíamos a
mi apartamento. En el primer tiempo del partido de Nacional-Defensor te parabas
del sillón con tremenda fuerza, gritabas el gol con la voz quebrada y con los
ojos brillosos a punto de largar las lágrimas como cuando el Bolso salió
campeón de la Libertadores en el ’88. Lo recuerdo bien, iba a cumplir 9 años.
El fútbol era tu debilidad.
Y en ese instante un muchacho de aspecto universitario, que tampoco pudo
evitar mirar al tipo, se sentó a mi lado y me cortó la imagen en el mismo
momento en que me despierto cuando ése sueño me persigue. Le pagué al mozo y mi
vista volvió al veterano que apenas había llegado a la mitad del plato por el
temblor insoportable. Me dio lástima. Y pensé en vos, inevitablemente. Y me fui
a escuchar el espectáculo de tango que estoy segura, te hubiese encantado ver. Feliz
cumpleaños, viejo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario