jueves, 16 de julio de 2015

Viejo, querido viejo

Tu imagen reaparece. Hace tiempo que no te pienso, pero no vayas a creer que te olvidé. Jamás lo haría. Me fastidia recordarte siempre por esa maldita enfermedad. Mi memoria tiene que esforzarse para traerme tu retrato sano, de paso firme, voz lúcida y sonrisa espléndida como cuando me llevabas a las hamacas de alguna plaza, cuando mi pelo se ajustaba con dos colitas y usaba delantal rosado a cuadros.
Llegué temprano a la Zitarrosa para ver a un sexteto que homenajeó a Aníbal Trolio por sus cien años. Para matar el tiempo me tomé un liso en un boliche. Maldecí el momento en que giré la cabeza. Al final de la barra, contra la pared, vi a ese tipo comiendo con un temblor que le producía un aspecto desgraciado y le delataba un perverso parkinson. La mierda. Fue como verte a vos cuando te pinchabas con el tenedor al comer o te cortabas con la afeitadora.

Los ojos del tipo se me cruzaron. Sentí dolor, rabia e impotencia cómo tantas veces al verte sentado en la silla azul de plástico, la única que aguantó tu cuerpo sin motricidad, los últimos cinco años. Salvo las horas en cama, pasabas en ella, frente al televisor, esperando tan sólo que los días pasaran, esperando, quizás, la muerte para no verte (y que no te viéramos) más así. Ahora necesito olvidarte en ese estado.
Con la mente en blanco y la mirada perdida en la alcohólica espuma, recordé aquel día en que increíblemente el sol resplandecía luego de tantos días de intensas lluvias, como si vos lo hubieras traído con tu alegría. La tarde empezaba. Mientras los oficinistas volvían a sus escritorios de la media hora, las chicas de los comercios mostraban su mejor sonrisa a los clientes, los enfermeros del Maciel fumaban para descargar penas y alguna vecina paseaba su perro, yo te esperaba frente a la parada del ómnibus, en el hall de mi edificio, ansiosa y cansada. Había madrugado para cocinarte algo sencillo y rico a tu paladar; si perdía mucho tiempo, te ibas enojar, por boludo nomás, por pensar que me robabas el tiempo. Te sorprendía con un menú, de esos que brillan por la ausencia en el recetario de la vieja. Bueno, convengamos que ella nunca salió de lo clásico. Y en eso salí a ella, pero esta vez, sabía que te ibas a chupar los dedos. 

Un 169 con destino a Instrucciones, un 125 al Cerro, un 60, un 79, un 180. Qué eternidad. Un 14 y un 121, ambos a Pocitos, otro 60 y vos nada. Hasta que por fin reconocí tus zapatos bajando de un 188 que tomaste en Tres Cruces, recién llegado de Maldonado. Cuando el ómnibus pasó, divisabas mi mano en alto. Nuestras miradas y sonrisas se encontraban. Cruzabas ágil como nunca y en un apretado y largo abrazo me decías que estabas contento de verme, y subíamos a mi apartamento. En el primer tiempo del partido de Nacional-Defensor te parabas del sillón con tremenda fuerza, gritabas el gol con la voz quebrada y con los ojos brillosos a punto de largar las lágrimas como cuando el Bolso salió campeón de la Libertadores en el ’88. Lo recuerdo bien, iba a cumplir 9 años. El fútbol era tu debilidad. 

Y en ese instante un muchacho de aspecto universitario, que tampoco pudo evitar mirar al tipo, se sentó a mi lado y me cortó la imagen en el mismo momento en que me despierto cuando ése sueño me persigue. Le pagué al mozo y mi vista volvió al veterano que apenas había llegado a la mitad del plato por el temblor insoportable. Me dio lástima. Y pensé en vos, inevitablemente. Y me fui a escuchar el espectáculo de tango que estoy segura, te hubiese encantado ver. Feliz cumpleaños, viejo.

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