sábado, 25 de junio de 2016

El amor en una firma


Flo y Nacho, ayer. Registro Civil, Montevideo.


Caminan de la mano. Ella le da vuelo a su vestido largo de tela hindú y a los flecos del saco color crema que van a tono con su sencillez. Él luce una camisa blanca con líneas finas celestes que combinan con el buzo y el pantalón que eligió para la ocasión y, también, marcan su simplicidad. Se miran, sonríen como dos perfectos enamorados. Algún nervio les toca las entrañas, les hacen cosquillas, les eriza la piel. Dicen que no, que no están nerviosos por ese trámite que dura unos minutos: estampar la firma en un papel. Y es posible, es un simple trámite. Declarar el amor ante los dos ojos que tienen delante y decenas detrás que los han acompañado en este viaje que lleva seis años, siete (un poco más, un poco menos los mismo da). Jurar delante de la jueza y sus padres y hermanos y primos y tíos y tantos amigos que se van a amar y respetar siempre, mientras dure la luna de miel en playas de mar transparente, en el encanto de la, ahora, convivencia que emprendieron hace un par de meses (en la lagaña en el ojo recién abierto al salir el sol, en el almuerzo negociado por si es pollo o carne o arroz o puré, la loza que se junta en la pileta, en la radio o el cantante que suena en la computadora o en el audio de parlante grande, en si poner el portarretrato y la lámpara y el baúl y el espejo acá o allá, en el color de la alfombra, en la caricia que cierto día no sale porque el trabajo o la familia son las preocupaciones de ese instante, en la cena que no salió para esperar al otro porque habían otros asuntos pendientes, el caño que se rompe, el enchufe que no anda, el auto sin batería, el cristal que estalla en el piso al resbalarse de algunas de esas manos de dedos flacos y largos, el fuego de la estufa a leña que afloja los inviernos, y el beso de cada día –como dice un amigo*, aceptar aquello de que en el amor también hay que trabajar cada día–), en cada encuentro de sus cuerpos en las sábanas blancas o estampadas, en los hijos que vendrán y los viajes y los próximos cumpleaños y reuniones familiares y copas y boliches, en la tristeza, la furia o el llanto que se nos cruza empecinadamente en la vida porque de eso también se trata, en la novela que uno lee mientras el otro se cuelga en la pantalla –la del celular, la del televisor o la computadora–, en cada abrazo y esa mirada que no necesita palabra porque todo lo dice, ese gesto, esa sonrisa y hasta los silencios que delatan tanta complicidad. La del amor. Ese amor. Y todo lo que vendrá en las historias, sus historias, la de esos dos perfectos enamorados. Ignacio y Florencia. Flo y Nacho, para los más allegados.  

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