Kiyú, San José. Febrero,
2015.
Es un morochito,
flaquito, de ojos claros y una amplia sonrisa en su rostro, de no más de 13
años. Nos ofrecía a todos los que acampábamos por una par de noches –para
desenchufarnos, como decimos, de la cotidianeidad y la locura montevideana, tomarnos
unas mini vacaciones, una escapadita un fin de semana para disfrutar de un
asado al aire libre y un buen tinto en una noche de estrellas o a la luz de la
luna llena, con el río casi a los pies– un sábalo, dos, tres, de más de
dos kilos a 130 pesos, recién sacados del agua dulce. El gurí iba y venía. Su padre es pesquero. Ese día la suerte y el río estaban de su
lado. Volvió con la barca llena antes que el sol cayera. El pibe hacía parte
del laburo. Le tocaba las relaciones públicas, la venta. También tuvo suerte.
Era, claramente, un
eslabón (fundamental) de la cadena de la que su familia se valía para hacerse,
quizás, del pan y la leche. En muchos lugares, niños y adolescentes que viven
con sus padres en situaciones de extrema vulnerabilidad, ya sea en el campo o
en la periferia de la ciudad, en el interior profundo, en los pueblos casi
perdidos –recónditos olvidados y hasta desconocidos– donde existen pocos o
escasísimos recursos u ofertas educativas, desarrollan tareas que en ocasiones es
difícil, dificilísimo, delimitar como trabajo infantil. Muchas veces suele
confundirse la labor que niños y adolescentes desarrollan en beneficio de su
crecimiento y les genera experiencias enriquecedoras, y la que miles, víctimas
de extremas condiciones de vulnerabilidad social, realizan con una gran carga
de responsabilidad y obligación de alimentar a su familia.
Era una tarde
calurosa de febrero. No eran días de aulas, deberes ni maestras, así que su derecho de estudiar y aprender no estaba siendo vulnerado.
Pero me quedó la duda, por su apariencia y la de su familia (la casa sobre el
río era muy precaria), si accedería a la educación durante el año.
168 millones de
niños y adolescentes en el mundo se encuentran en situaciones de trabajo
infantil, según la Organización Internacional del Trabajo, leo el lunes en el
diario*. La cifra aumentó. En 2012, cuando investigué sobre el tema (para el
examen de Periodismo) eran 165 millones. En ese entonces luego de varias
charlas con los especialistas observaba que muchos niños
sobreviven gracias a sus “clientes”. Es que la sensibilidad de buena parte de
la población ejerce gran influencia al enfrentarse a una pequeña mano
“pedigüeña” o a un rostro crédulo que ofrece un producto. Como el del
morochito.
El sociólogo José Fernández opinó, en la entrevista que me cedió, que por entonces el trabajo afectaba a cerca de
treinta mil familias en situación de exclusión, y que no ha adquirido la magnitud suficiente. De los 168 millones,
85 realizan trabajos peligrosos, sigo leyendo*. Las autoridades, dice más abajo*,
hablan de la necesidad de potenciar la interrelación entre educación y trabajo
y de la participación activa que deben tener las instituciones educativas, pero
el tema casi que no figura en las agendas públicas. Más bien sale a la luz cada
13 de junio, Día Mundial contra el Trabajo Infantil. Mientras los niños siguen
despojados por ahí. Y andan.
*la diaria, lunes 13 de junio de 2016.
Pág. 5.
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