miércoles, 15 de junio de 2016

El sábalo salvador

Kiyú, San José. Febrero, 2015.

Es un morochito, flaquito, de ojos claros y una amplia sonrisa en su rostro, de no más de 13 años. Nos ofrecía a todos los que acampábamos por una par de noches –para desenchufarnos, como decimos, de la cotidianeidad y la locura montevideana, tomarnos unas mini vacaciones, una escapadita un fin de semana para disfrutar de un asado al aire libre y un buen tinto en una noche de estrellas o a la luz de la luna llena, con el río casi a los pies– un sábalo, dos, tres, de más de dos kilos a 130 pesos, recién sacados del agua dulce. El gurí iba y venía. Su padre es pesquero. Ese día la suerte y el río estaban de su lado. Volvió con la barca llena antes que el sol cayera. El pibe hacía parte del laburo. Le tocaba las relaciones públicas, la venta. También tuvo suerte. 

Era, claramente, un eslabón (fundamental) de la cadena de la que su familia se valía para hacerse, quizás, del pan y la leche. En muchos lugares, niños y adolescentes que viven con sus padres en situaciones de extrema vulnerabilidad, ya sea en el campo o en la periferia de la ciudad, en el interior profundo, en los pueblos casi perdidos –recónditos olvidados y hasta desconocidos– donde existen pocos o escasísimos recursos u ofertas educativas, desarrollan tareas que en ocasiones es difícil, dificilísimo, delimitar como trabajo infantil. Muchas veces suele confundirse la labor que niños y adolescentes desarrollan en beneficio de su crecimiento y les genera experiencias enriquecedoras, y la que miles, víctimas de extremas condiciones de vulnerabilidad social, realizan con una gran carga de responsabilidad y obligación de alimentar a su familia.

Era una tarde calurosa de febrero. No eran días de aulas, deberes ni maestras, así que su derecho de estudiar y aprender no estaba siendo vulnerado. Pero me quedó la duda, por su apariencia y la de su familia (la casa sobre el río era muy precaria), si accedería a la educación durante el año.
168 millones de niños y adolescentes en el mundo se encuentran en situaciones de trabajo infantil, según la Organización Internacional del Trabajo, leo el lunes en el diario*. La cifra aumentó. En 2012, cuando investigué sobre el tema (para el examen de Periodismo) eran 165 millones. En ese entonces luego de varias charlas con los especialistas observaba que muchos niños sobreviven gracias a sus “clientes”. Es que la sensibilidad de buena parte de la población ejerce gran influencia al enfrentarse a una pequeña mano “pedigüeña” o a un rostro crédulo que ofrece un producto. Como el del morochito.

El sociólogo José Fernández opinó, en la entrevista que me cedió, que por entonces el trabajo afectaba a cerca de treinta mil familias en situación de exclusión, y que no ha adquirido la magnitud suficiente. De los 168 millones, 85 realizan trabajos peligrosos, sigo leyendo*. Las autoridades, dice más abajo*, hablan de la necesidad de potenciar la interrelación entre educación y trabajo y de la participación activa que deben tener las instituciones educativas, pero el tema casi que no figura en las agendas públicas. Más bien sale a la luz cada 13 de junio, Día Mundial contra el Trabajo Infantil. Mientras los niños siguen despojados por ahí. Y andan.

*la diaria, lunes 13 de junio de 2016. Pág. 5.

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