miércoles, 29 de junio de 2016

El abrazo

8.38. Golpeo las manos. Llego antes de lo indicado para darle tiempo al berrinche. El que le da al pequeño cuando ve que su padre se pone la campera, la bufanda y el gorro y se cuelga el bolso. La otra vez, el alarido se agudizó. Parecía que se ahogaba en un solo grito y no hubo forma de explicarle que papá tenía que irse a trabajar. Pero enseguida supe que el llanto no era un llanto. Sólo un capricho. Es que el padre, aquella vez, no le había pasado llave al portón cuando el peque ya sonreía y se zarandeaba y movía su cuerpo intentando algún paso de baile, mimetizando a unos bichitos –desconocidos para mí– en unos de los canales de la televisión por cable. Después que se está horas, días, tiempo con un pequeño (cualquiera sea) uno le va descubriendo las mañas.


Por eso esta vez llegué temprano para darles tiempo. A las mañas, y al padre para que llegara en hora. Y como suele pasar cuando uno se apronta para la peor pesadilla –como cuando salimos de paraguas para atajarnos de la tormenta y sale el sol– nada sucede. Entré casi silenciosa con un sutil “buenas, buenas” para no llamar la atención, para no darle pie al berrinche, para evitar el grito histérico y el disimulo del llanto al ver mi rostro, para él ya super conocido pero desinteresado a esa altura de la mañana aún entre sueños. Entonces entre al baño a lavarme las manos, apenas sin mirarlo, para luego recibir las indicaciones del padre, aunque su madre se había encargado de hacerlo por mensaje de texto: Que tome esto, que dale aquello, de esto lo que quiera pero hasta tal hora y que acá tiene un chiche nuevo y que cualquier cosa llamáme y que si le da sueño o fiebre… Abrí la puerta. El peque estaba frente a mí. Me miró, sonrió como planificando su próxima travesura (como Daniel el travieso) y simulando el sueño. Corrió con los brazos abiertos con esa risita cómplice que a uno le queda grabada en la memoria, soltó un Titi y se prendió de mis piernas como una garrapata. El padre se calzó la campera, la bufanda y el gorro y se colgó el bolso, abrió la puerta y la cerró, abrió el portón y lo cerró y me pasó las llaves por la ventana. El peque ni se enteró.  

Gerónimo. Junio, 2016.

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