Hot Club. Kalima Boliche, Montevideo.
Junio, 2016.
Los tipos son puntuales. A las
22.00 los acordes suenan aunque los espectadores sean sólo dos, tres. Elijo el
tercer escalón de la escalera angosta que en pocos segundos se llena de
cuerpos, uno detrás del otro. Las mesas, las pocas mesas, se reservan. Hay que
tener suerte para agarrar alguna. Alcanzan 20 personas para llenar el sótano.
Allí todo vibra los viernes a la noche. El calor humano también. Las risas, los
aplausos, las melodías casi improvisadas de las tres o cuatro
bandas que te hacen volar la cabeza. Ellos dialogan entre sí. Los instrumentos.
Se entienden, aun sin previo ensayo. Los músicos se dejan llevar, a veces por
las partituras, otras por la improvisación.
En la baranda, a la izquierda
del escalón, apoyo la rubia helada que me acompaña casi toda la noche, una par
de horas. Los tengo enfrente, si es que algún flaco no se para delante y me tapa
el pequeño escenario. Pero no importa. En ese sótano, es mejor cerrar los ojos y
dejarse llevar por esos ritmos y melodías que hacen a uno viajar por distintos
mundos.
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