Anteanoche lo escuché. Se me erizó la
piel. Ayer iba en un bondi y aquello que había escuchado de su voz, lo leía en
el diario –de masoquista nomás–. Se me escapó un lagrimón. Es que Álvaro
produce eso. El tipo es triste. Triste por demás. Una tristeza dura, a veces,
imposible de llevar. Un dolor que cala hondo, al decir que “es demasiado
patético esto de despertar con la tristeza pegada a los párpados, con la
garganta acogotada”*. Por eso, a veces, cuando uno empieza leyendo sobre esas crudas
realidades que describe con palabras justas y detalladamente y duelen (esos
hombres y mujeres, por ejemplo, “que esperan un taxi que nunca llegará al barrio donde viven,
porque no hay tablet ni aplicación
bajada que compense la marginación o el
estigma territorial”**) tiene que abandonar la lectura, aunque sea por un rato. Quizás porque
cuesta aceptarlas, quizás por esa sensación que produce, también y cada tanto o
más bien cada mucho (en mí caso), de sentirse identificado. “Me veo a punto de
llorar y no lo hago porque en ese mismo instante ya lo estoy escribiendo, transformando
en palabra, trasmutando toda sensación corporal en relato. Entonces no tengo ni
una cosa ni la otra, ni vida ni literatura…”*.
Apegé en Dos audaces y dos perfectos desconocidos, el Ciclo de Lecturas que
él mismo coordina en el Café Deshoras, el miércoles.
*
Decirlo todo. Pequeñas muertes. Sólo inicios. la diaria, julio 28, 2016.
**Decirlo todo. Jubilados del progresismo. Una vida, 8967,50 pesos. la diaria, julio
16, 2016.
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