martes, 12 de julio de 2016

Kelly y su prole

Historias simples: Fortín Olmos

La casa es amplia y espaciosa. Apenas una mesa, un mueble, un televisor 32 pulgadas, un frizzer y otro mueble que guarda unos pocos utensilios. Allí no hay copas ni grandes ensaladeras ni una loza fina. Mucho menos una loza fina. Uno allí puede caminar, por el piso de porlandt por el que varios andan descalzos, sin chocarse con nada. La cocina es cocina hace poco. Antes era el taller de Víctor, el de bicicletas. El hombre de la casa que en ese momento duerme la siesta, pero solo por un rato –en el pueblo la siesta es sagrada– porque en cuestión de minutos le caen una pinchadura, un manubrio descuartizado y un guardabarros flojo. Victor no ve, pero es experto en arreglar bicicletas, en su taller medio improvisado al frente de la casa y entre requeches que guarda y se oxidan en el patio del fondo.

Kelly ocupa toda la mesa. En sus manos, de uñas violetas y poco esmalte, tiene una masa de tres kilos y medio. La golpea contra la tabla, de lleno. La estira, la junta, la vuelve a golpear, la estira de nuevo. La marea. Esas manos llenas de arrugas llevan años amasando. Más de los que aparentan tener. Después la separa en bollos. Los estira uno por uno con una botella de Quilmes. Les hace un agujerito en el medio o donde venga, y hacen cola sobre la mesa para caer en el sartén con grasa hirviendo. Las tortas fritas en Olmos son como el pan de cada día. Sagradas como la siesta. Aunque no llueva, aunque el calor castigue. Por eso Kelly se detiene. Deja la masa descansar unos segundos. Los que le llevan separar un papel del rollo de cocina, doblarlo en cuatro y pasárselo por el cuello y el rostro. A Kelly le chorrea la gota gorda por los malditos 34 grados que no dan tregua ni aire fresco y dejan la ropa pegada al cuerpo, y a mí me hacen suspirar, respiran profundo y resoplar. Todo es un pegote.

En la cocina, el sartén levanta temperatura y calienta grasa para freír unas 40 tortas fritas. Con eso Kelly tendrá para ese viaje a Carlos Paz con el que su nieta sueña tanto. Al que irá con sus compañeros y su maestra en setiembre, me aclara la  abuela. La pequeña no suelta una palabra ni por jodete. Aunque sea para hablar de esa aventura que tanto espera. Solo sonríe, mira para abajo y esconde el cuello mientras Tiago, su hermano, corretea a la gallina –la mascota de la casa– que entra y sale. Intenta atraparla, juega con ella, pero no hay caso. La bicha es más veloz.

Las tortas fritas, ahora, son beneficio para el viaje a Carlos Paz, pero muchas veces salvaron el almuerzo o la cena. Antes que caiga el sol, un par de vecinos golpean las manos. Quieren tres, cuatro, siete y hasta diez. Es que la puerta de la casa está abierta y las tortas fritas en pleno proceso. Es dificilísimo no tentarse. Otros pasan a levantar el pedido que siempre supera las seis. Tres valen diez pesos argentinos. A mí bolsillo 26 pesos, lo que en Uruguay alcanza apenas para una torta frita y media.  Se hacen agua en la boca. Calientan el cuerpo y generan un vicio. Dan ganas de seguir comiendo.

Kelly va y viene. De la mesa al sartén. La ayudo, se las alcanzo. Uno allí se siente como en su casa. Aunque recién lo conozcan, aunque aún no sepan su nombre o pase una hora o dos, y se lo olviden. Lorena, la hija mayor de Kelly, ceba mate. El de yerba con palos grandes apretados dentro de una silicona rosada que le entra hasta tres cucharadas de azúcar. El mate en Olmos es bien dulce. Menos el mío. Le pido a Lore –me da la confianza para disminuir su nombre– que no le ponga azúcar, que así está bien, que a mí me sienta mejor el amargo. Lore se toca la panza con una mano, cierra los ojos, mueve la cabeza y tuerce la boca. Pareciera que fuera a vomitar, pero no. Le da asco. El amargo le da asco. El mate dulce también es sagrado. Como el centro del pueblo, donde trabaja Lore, el Nueva Esperanza, pero todos le dicen centro. El espacio que atiende a varios chicos con discapacidad como Víctor. Pero esa es otra historia. 


Kelly. Fortín Olmos, Argentina. Abril, 2016.


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