Historias
simples: Fortín Olmos
La casa es
amplia y espaciosa. Apenas una mesa, un mueble, un televisor 32 pulgadas, un
frizzer y otro mueble que guarda unos pocos utensilios. Allí no hay copas ni
grandes ensaladeras ni una loza fina. Mucho menos una loza fina. Uno allí puede
caminar, por el piso de porlandt por el que varios andan descalzos, sin
chocarse con nada. La cocina es cocina hace poco. Antes era el taller de
Víctor, el de bicicletas. El hombre de la casa que en ese momento duerme la
siesta, pero solo por un rato –en el pueblo la siesta es sagrada– porque en
cuestión de minutos le caen una pinchadura, un manubrio descuartizado y un
guardabarros flojo. Victor no ve, pero es experto en arreglar bicicletas, en su
taller medio improvisado al frente de la casa y entre requeches que guarda y se
oxidan en el patio del fondo.
Kelly ocupa
toda la mesa. En sus manos, de uñas violetas y poco esmalte, tiene una masa de
tres kilos y medio. La golpea contra la tabla, de lleno. La estira, la junta,
la vuelve a golpear, la estira de nuevo. La marea. Esas manos llenas de arrugas
llevan años amasando. Más de los que aparentan tener. Después la separa en
bollos. Los estira uno por uno con una botella de Quilmes. Les hace un
agujerito en el medio o donde venga, y hacen cola sobre la mesa para caer en el
sartén con grasa hirviendo. Las tortas fritas en Olmos son como el pan de cada
día. Sagradas como la siesta. Aunque no llueva, aunque el calor castigue. Por
eso Kelly se detiene. Deja la masa descansar unos segundos. Los que le llevan
separar un papel del rollo de cocina, doblarlo en cuatro y pasárselo por el
cuello y el rostro. A Kelly le chorrea la gota gorda por los malditos 34 grados
que no dan tregua ni aire fresco y dejan la ropa pegada al cuerpo, y a mí me
hacen suspirar, respiran profundo y resoplar. Todo es un pegote.
En la
cocina, el sartén levanta temperatura y calienta grasa para freír unas 40
tortas fritas. Con eso Kelly tendrá para ese viaje a Carlos Paz con el que su
nieta sueña tanto. Al que irá con sus compañeros y su maestra en setiembre, me
aclara la abuela. La pequeña no suelta una palabra ni por jodete. Aunque
sea para hablar de esa aventura que tanto espera. Solo sonríe, mira para abajo
y esconde el cuello mientras Tiago, su hermano, corretea a la gallina –la
mascota de la casa– que entra y sale. Intenta atraparla, juega con ella, pero
no hay caso. La bicha es más veloz.
Las tortas
fritas, ahora, son beneficio para el viaje a Carlos Paz, pero muchas veces
salvaron el almuerzo o la cena. Antes que caiga el sol, un par de vecinos golpean
las manos. Quieren tres, cuatro, siete y hasta diez. Es que la puerta de la
casa está abierta y las tortas fritas en pleno proceso. Es dificilísimo no
tentarse. Otros pasan a levantar el pedido que siempre supera las seis. Tres
valen diez pesos argentinos. A mí bolsillo 26 pesos, lo que en Uruguay alcanza
apenas para una torta frita y media. Se hacen agua en la boca. Calientan
el cuerpo y generan un vicio. Dan ganas de seguir comiendo.
Kelly va y
viene. De la mesa al sartén. La ayudo, se las alcanzo. Uno allí se siente como
en su casa. Aunque recién lo conozcan, aunque aún no sepan su nombre o pase una
hora o dos, y se lo olviden. Lorena, la hija mayor de Kelly, ceba mate. El de
yerba con palos grandes apretados dentro de una silicona rosada que le entra
hasta tres cucharadas de azúcar. El mate en Olmos es bien dulce. Menos el mío.
Le pido a Lore –me da la confianza para disminuir su nombre– que no le ponga
azúcar, que así está bien, que a mí me sienta mejor el amargo. Lore se toca la
panza con una mano, cierra los ojos, mueve la cabeza y tuerce la boca.
Pareciera que fuera a vomitar, pero no. Le da asco. El amargo le da asco. El
mate dulce también es sagrado. Como el centro del pueblo, donde trabaja Lore, el Nueva
Esperanza, pero todos le dicen centro. El espacio que atiende a varios
chicos con discapacidad como Víctor. Pero esa es otra historia.
Kelly. Fortín Olmos, Argentina.
Abril, 2016.
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